–Me alegro. Le he dicho a Leo que nos prepare una mesa muy romántica y muy visible –indicó él, mientras pasaban por delante de los clientes que esperaban ser sentados.
–Buenas noches, señor Reed. La señora Reed y usted tienen su mesa preparada –señaló Leo, el maître, al acercarse a ellos.
Acto seguido, Leo los acompañó a una mesa para dos iluminada con velas en el centro del comedor.
–Disfruten de su cena y felicidades a ambos –dijo el maître, les entregó las cartas y los dejó solos.
De pronto, Annie sintió el peso repentino de estar a solas con Nate en un escenario tan romántico. Además, al parecer, él había hecho correr la noticia de que estaban casados. Leo lo sabía y, pronto, se esparciría a los cuatro vientos.
Nate le tomó la mano sobre la mesa. Esforzándose para no apartarse de un respingo, ella se inclinó hacia él.
–¿Sabes? Lo has hecho muy bien. Hasta me has engañado a mí por un momento –comenzó a decir él con voz suave como terciopelo–. Así no me siento tan mal por haberte creído hace años. A veces, olvido que eres una mentirosa profesional.
Annie intentó zafarse de su mano, pero la estaba agarrando con demasiada fuerza.
–Necesitas hacerte la manicura –le susurró él al oído, ignorando su protesta.
Ella fingió una sonrisa.
–Bueno, es difícil llevar al día esos detalles, cuando siempre estás de un lado para otro, como yo.
–Ya lo creo –afirmó él, clavándole su mirada heladora. Al mismo tiempo, con el resto de su lenguaje corporal, seguía fingiendo ser un enamorado. Ella no era la única buena en fingir–. Esta noche haré que Julia vaya a la suite. Trabaja en el salón de belleza del hotel.
–No será necesario. Iré yo a verla. Cuanto menos tiempo pase en la suite, mejor.
–Tendrás que dormir en esa cama antes o después –observó él con una sonrisa.
–No, si tú estás en ella.
La camarera los interrumpió en ese momento, colocando una cesta con pan caliente y mantequilla sobre la mesa.
–Buenas noches, señor y señora Reed –saludó la joven con una sonrisa.
Al parecer, todo el mundo estaba muy contento con la noticia, pensó Annie, sin prestar mucha atención a los platos del día. Nate no le había quitado los ojos de encima y, aunque en el pasado su mirada la había hecho estremecer de deseo, en ese momento, no le producía más que escalofríos. Él la estudiaba como si fuera otro jugador en una mesa de póquer: analizaba sus debilidades, juzgaba sus reacciones.
Y a ella no le gustaba.
–Champán. Esta noche estamos de celebración.
–¿Champán? –repitió Annie cuando la camarera se hubo ido–. Sabes que no bebo.
Nate respiró hondo, esforzándose por no dejar de fingir adoración.
–Sonríe, cariño. Esta noche, sí beberás. Tenemos que celebrar nuestra reconciliación. La gente normal pide champán en estas ocasiones.
–No bebía champán cuando estábamos casados. ¿Por qué voy a hacerlo ahora?
–Porque quieres el divorcio –repuso él en voz baja–. ¿O no?
–Más que nada –admitió con una falsa sonrisa.
La camarera regresó con una botella de champán y dos copas de cristal. Se las lleno y dejó la botella enfriándose en un cubo con hielo.
–Por nuestro matrimonio –brindó él, chocando su copa con la de ella.
–Y por su pronta disolución –añadió ella, llevándose el vaso a los labios. El líquido dorado le inundó la boca de un sabor dulce y agradable. Le cayó en el estómago vacío y comenzó a extendérsele por el cuerpo–. Mmm… –dijo, tomando otro trago.
Nate la observó con desconfianza, su copa intacta en la mano.
–¿Te gusta?
–Sí –afirmó Annie con una sonrisa que apenas tuvo que forzar. Llevaba todo el día muy tensa pero, de pronto, estaba empezándose a sentir relajada, como un gato tumbado al sol.
Annie pidió más comida que de costumbre, pues estaba muy hambrienta. Encargó un filete envuelto en beicon y gambas con patatas al ajillo, mientras Nate la miraba con atención. De postre, encargó crema brûlée, una famosa especialidad del Carolina.
La camarera le ofreció rellenarle la copa después de tomar los pedidos y Annie aceptó encantada.
–¿Qué clase de champán es? Sabe mejor de lo que esperaba.
–Francés. Muy caro –contestó Nate con el ceño fruncido. Lo cierto era que estaba molesto porque su demostración de poder al pedir alcohol no estuviera saliendo como había previsto.
–Bien –señaló ella con una risita, y le dio otro trago a las burbujitas francesas.
En una ocasión, ella le había contado a Nate que no le gustaba beber porque se le subía a la cabeza con facilidad. Además, no había comido desde que había hecho escala en Dallas.
Annie pensó en comer un pedazo de pan para suavizar el efecto del champán, pero se contuvo. No le importaba estar borracha. Quería que él comprobara el gran error que había cometido al insistir en que bebiera.
Estuvieron unos minutos en silencio, mientras ella comía con apetito, apuraba una segunda copa y se servía una tercera.
Annie sabía que debería parar, pero no quería hacerlo. No podía simular ser feliz mientras se le encogía el corazón cada vez que él la miraba. Era demasiado doloroso. Las cosas no había terminado bien entre ellos y ella lo sentía, pero no podía cambiar el pasado. Había tenido una buena razón para abandonarlo y haberse mantenido alejada tantos años.
Aun así, Annie tenía una responsabilidad que cumplir, así que se quitó una sandalia y acarició la pierna de su acompañante con el pie desnudo.
Nate dio un salto en su asiento y se golpeó las rodillas en la mesa, haciendo que temblaran las copas. Eso hizo que varias personas se volvieran a mirarlos.
Ignorando su mirada asesina, Annie tomó otro trago de champán.
–Dijiste que teníamos que ser convincentes, cariño –comentó ella con una sonrisa, acariciándole las pantorrillas con los dedos de los pies–. Además, los dos sabemos que siempre pierdo la compostura cuando estoy a tu lado.
Nate no podía quejarse. Al menos, ella había cumplido su parte del trato. Durante la cena, lo había mirado con adoración, le había metido trocitos de comida en la boca y lo había besado en más de una ocasión. Cualquiera que los hubiera estado observando pensaría que estaban enamorados.
La verdad era que ella estaba borracha. Él miró debajo de la mesa para confirmar sus temores. Annie se había puesto tacones altísimos de aguja. No iba a poder salir andando del restaurante con ese calzado de ninguna de las maneras.
Nate echó un rápido vistazo a la sala. Se habían quedado hasta tarde y la mayoría de los comensales se había ido ya. Además, era jueves, un día en que el Sapphire no tenía tanto público como los fines de semana. Si ella había decidido dejarlo en ridículo, había elegido el día equivocado.
Después de pagar y dejar una generosa propina, Nate suspiró, mirando a Annie.
–¿Has terminado?
–Sí. Aunque no sé si voy a poder andar.
Nate se levantó de inmediato para ayudarla. Ella se puso en pie demasiado deprisa y casi perdió el equilibrio, si no fuera porque se agarró al brazo de él como a un salvavidas.