Esa misma realidad, esa misma idea y sentir, era la que con posterioridad reflejarían, continuando y ampliando la senda abierta por Juan de Bíclaro, san Isidoro de Sevilla y san Julián de Toledo, muchos cronistas, poetas y pensadores medievales como el castellano Rodrigo Jiménez de Rada, el gallego Lucas de Tuy,14 o el anónimo autor castellano del Poema de Fernán González,15 el cual escribe hacia 1250:
Fuertemente quiso Dios a Espanna honrar,
qant al Santo apostol quiso y enviar,
d’inglatierra e Françia quiso la mejorar.
Con ello explicitaba que, por encima de Castilla, León o Aragón, se hallaba una entidad comparable –superior a estas en el orgulloso sentir del poeta– a Inglaterra o Francia y que se denominaba España.
Lo arriba señalado se sustancia aún de forma más explícita en el «Loor de Espanna» que aparece en la Primera crónica general de España del contemporáneo Alfonso X el Sabio, quien escribe:
Espanna sobre todas es engenosa, atreuda et mucho esforcada en lid, ligera en afan, leal al señor, afincada en estudio, palaciana en palabra, complida de todo bien.16
Es curioso, o quizá no tanto, que Alfonso X, tras narrar las historias de los héroes y reyes antiguos de «Espanna» inserta su «Loor a Espanna», justo tras contar la derrota y muerte del rey Rodrigo, como si quisiera señalar que las virtudes de la primera sobrevivieron al abrupto fin de la soberanía goda que, por otra parte y como se hacía señalar en un texto del siglo XIII a Sancho II de Castilla (1065-1072) era el modelo a seguir en lo político, en lo jurídico y en lo administrativo: «Los godos antiguamente ficieron su postura entre que nunca fuese partido el imperio de España. Mas que siempre fuese todo de un solo Señor».17
A los autores del siglo XIII que acabamos de citar, les siguieron otros muchos durante los siglos XIV a XVII y los Laudes Hispaniae se multiplicaron. No era solo un afán que interpelara a Castilla. Pedro de Medina, que escribió a inicios del siglo XVI su Libro de las grandezas u cosas memorables de España, nos aclara que va a cantar los hechos y cosas notables, pasados y presentes de España y para que no se tenga dudas al respecto de lo que se quiere abarcar con dicho término, aclara: «Andalucía, Lusitania, Extremadura, Castilla y León, Galicia, Asturias, Vizcaya, Guipúzcoa, Navarra, Granada, Cartagena y Valencia, Aragón y Cataluña».18 Y otro tanto haría el portugués Luís Vaz de Camões quien en sus Os Lusíadas, la obra fundadora de la literatura portuguesa, al cantar la hazaña del Reino de Portugal al abrir los océanos y someter la India a su comercio, hacía de Portugal «cabeza de España» y a esta última «cabeza de Europa» y glosaba una por una a las regiones que componían España hasta coronar sus prendas con las de Portugal.19 Camões, que también escribía en castellano y a quien escritores castellanos como Miguel de Cervantes o Félix Lope de Vega tenían como al «príncipe de los poetas de España», no era una excepción a la hora de «cantar» a España, sino la regla. De hecho, será Francisco de Quevedo, ya en 1609, quien lleve el género de las laudes Hispaniae a su cima y será una cima erudita y apasionada, pues escribía su laude Spaniae en defensa de España, su patria: «Cansado de ver el sufrimiento de España, con que ha dejado pasar sin castigo tantas calumnias de extranjeros, quizá despreciándolas generosamente, y viendo que desvergonzados nuestros enemigos, lo que modestos juzgan que lo concedemos convencidos y mudos, me he atrevido a responder por mi patria y por mis tiempos».20
Así pues, la idea, la creación de una identidad de nombre Spania –España–, tenía hondas raíces, las cuales llevaron a los Reyes Católicos a justificar su conquista de las Canarias y de las plazas del norte de África en la legitimidad que les confería el ser los sucesores de los reyes godos y, a través de ellos, de la vieja legitimidad romana que hacía de la Mauritania Tingitana una de las siete provincias de la dioecesis Hispaniarum.21
¿Neogoticismo? De acuerdo. Y también propaganda política, por supuesto, y construcción ideológica, claro está. Todo eso es cierto y, además, muy antiguo, pues brota, como muy tarde, en la época en que en Asturias reinaban Ordoño I y Alfonso III el Magno, es decir, que el neogoticismo como factor de propaganda y legitimidad política arranca, como poco, de la segunda mitad del siglo IX.22 Pero todo ello, el sentimiento y la identidad, y la propaganda política también, se apoyaban en una línea argumental que se asentaba sobre la vieja realidad romana de la diócesis hispana y, más aún y, sobre todo, sobre el viejo reino visigodo de Toledo.
Lo que importa de una idea es su aceptación y su consolidación. La idea de Spania fue aceptada por musulmanes y cristianos y, antes que por ellos, por hispanorromanos y godos y por todos sus descendientes durante siglos. Fue esa idea consolidada la que hacía que los cronistas de la corte de Alfonso III de Asturias recrearan y ansiaran, por así decirlo, el pasado del reino visigótico, y también fue la que llevó al abad Oliva y al abad Bernardo de Palencia, hacia 1030, a llamar a Sancho Garcés III, padre de los primeros reyes de Castilla y Aragón, Fernando I y Ramiro I, y de García, rey de Pamplona, como Sancio Rex ibericus, (Sancho, rey ibérico) y como «rey de los reyes de Hispania», y la que motivó que un cronista franco contemporáneo de todos ellos, Rodolfo el Calvo, lo consignara en sus Cinco libros de historia como Rege Navarriae Hispaniarum (rey de Navarra de las Hispanias).23 Fue también la que propició que un rey de León y Castilla, Alfonso VI, se intitulara Imperator totius Hispaniae en 1077. En fin, la fuerza de esa idea, de esa identidad, fue la que motivó que, en España, desde Portugal a las Baleares y desde Asturias a Almería, los cristianos y a veces los musulmanes, dataran la mayor parte de sus documentos oficiales y crónicas con la «Era hispánica» que contaba los años desde el 38 a.C. La Era hispánica la comenzó a usar el obispo y cronista Hidacio hacia el año 468 aplicándola para consignar los acontecimientos que en la Hispania de su tiempo acontecían, mientras que para los que se daban más allá de los Pirineos seguía usando la Era de las Olimpiadas o consignaba el año de reinado del emperador. Nótese que con su uso de la Era hispánica, Hidacio singularizaba a Hispania del resto del Imperio, a la par que, por así decirlo, la «unificaba» en lo que a cronología se refiere.24