«Azul...» fué el primer libro revelador de Rubén Darío.
No entiendo, dijo la retórica. Para las almas duras, nada hay tan difícil de entender como las cosas sencillas. Así el necio no puede ver el agua tranquila sin arrojarle una piedra. Es que no la entiende. En aquellos regocijados tiempos, nuestros clásicos de infantería ligera, que otros no conocí, declaraban con transparente astucia no entender a Verlaine, por supuesto que sin haberlo leído. Es lo que debe pensarse por consideración a su inteligencia. Con eso evitaban nombrar al monstruo, que era para ellos tanto como anonadarlo, y le reprochaban en su admiración a Verlaine el consabido galicismo.
Porque claro está que ese libertador, ese griego de alma, ese creador del mucho espíritu en la poca materia, fué un hijo espiritual de Francia. Así repetíanse en él dos fenómenos por vez primera correlacionados para el máximo efecto: la renovación de la literatura española, que desde los tiempos del «Romancero» procede siempre de Francia, y las revoluciones libertadoras de América, que son también cosa francesa. No hay por ello nada más falso y más cursi que el horror académico al galicismo. Si algún país debe legítimamente influir sobre la cultura española, es el de Francia, por generoso y por hermano. Reconocerlo es una prueba de sencillo buen gusto: negarlo, un grosero alarde para llamar la atención, violando la conocida regla en cuya virtud la verdadera elegancia consiste en no hacerse notar, o una antigualla reaccionaria. No hay obra humana de belleza o de bondad que prospere sin su grano de sal francesa. Este grano de sal es perla que ha germinado en siglos y siglos de labor, de dolor, de heroísmo, de genio, de arte, de gloria. Y por esto, porque constituye la síntesis, excelente entre todas, del espíritu humano bajo su concepto superior, a todo comunica con la misma eficacia las propiedades substanciales de la sal: la claridad, la franqueza, la sobriedad, el sabor, la sazón, la fuerza.
He aquí por qué la influencia de Darío fué superior a la de Martí, genio, héroe y mártir. Es que este último, en su propia magnificencia, escribió todavía el castellano académico. Hizo las del Cid, que es decir cosas grandes entre las más excelsas: pero no habló como él. Pues el Campeador de las Españas cometía galicismos...
Amar a Francia es ya una obra de belleza. Gloriarse de ello ahora es un acto de dignidad humana. Su heroico dolor ha sido la revelación de esta grandeza: que la justicia de la humanidad es la justicia de Francia. En el peligro de Francia fermenta en sangre la barbarie de Europa. Y nosotros no podemos desentendernos de ello sin renegar nuestra propia civilización. La miserable neutralidad de los pueblos que se llaman libres, aun cuando con ella se exhiben esclavos del miedo, es una aceptación anticipada de la felonía, el terrorismo y la infamia. La esperanza, este bien supremo que ilumina la existencia del último miserable, es una flor de Francia: una intrépida amapola de sus campiñas, cu cuya seda ligera palpita el hervor de hierro de la sangre de Francia. Y dijérase que en el estremecimiento de la flor, el gallo de las Galias yergue su cresta mordida.
Esto que ahora se ve tan claro, fué lo que el gran poeta nos anticipara en su anunciación de belleza. Y para que se note cómo es cierto que en todo gran poeta hay el «vate» de los antiguos, el ser profético para quien se anticipa el día en la altura de su espíritu, recordaré aquel magnífico grito de alarma lanzado una tarde, hace veintisiete años, por Rubén Darío, quien percibió desde el Arco del Triunfo, en la sugestión clarividente de la gloria, el avance de la horda gigantesca sobre su Francia negligente y hermosa:
«¡Los bárbaros, Francia! ¡Los bárbaros, cara Lutecia»!
Así, resucitando en su lengua nueva el viejo pentámetro de Roma, cual si despertara en su ser uno de aquellos latinos del siglo V, y encabritara a modo de corcel el verso para más ver la horrenda gente, ha sentido:
«El viento, que arrecia del lado del férreo Berlín».
Y entonces clama con precisión maravillosa:
Suspende, oh Bizancio, tu fiesta mortal y divina
Oh Roma, suspende tu fiesta divina y mortal.
Hay algo que viene como una invasión aquilina
Que aguarda temblando la curva del Arco Triunfal.
¡«Tannhauser»!' Resuena la estrofa marcial y argentina,
Y amaga a lo lejos el águila de un casco imperial.
Conocí a Rubén Darío acá, en el apogeo de su gloria. Que nuestra tierra tuvo ese honor, retribuido por el gran poeta con gratitud inagotable.
Pero gloria de artista suele no ser más que tirante medianía en la casa de huéspedes y en el empleo subalterno que le dan por compasión. Tal fué siempre, y más bien peor con frecuencia, la situación del maestro bien amado. Y todavía enrostrábansela de vez en cuando, y nada era tan inseguro como sus propias colocaciones de la burocracia o del periodismo. Así solía recordar que «La Nación» fué la única morada cómoda para su talento; pues como si fuera casa propia, igual se le conservaba en la ausencia. Allá hizo también algunas de sus mejores amistades. París y Buenos Aires resultábanle, según muchas veces lo repitió; las únicas ciudades donde vivía a gusto. Tenía de nuestro país una idea altísima y gloriosa. Decía que para él era algo en este mundo ser transeúnte habitual de la calle Florida.
Hallábase en el período más brillante y sonoro de su campaña intelectual. Ricardo Jaimes Freyre era su 'hermano de armas. La Revista de América, que para mayor poesía tuvo la vida de las rosas, acababa de ser el estandarte, o mejor dicho el tirso alzado por los dos poetas, pues llevó el color de aquéllas, mientras ellos con sus versos pusiéronle el perfume. No obstante, escribíase con entusiasmo, discutíase con ardor, y algunos jóvenes poetas ingresaban como novicios al grupo.
Darío, que era de una excesiva timidez, prefería aquella fácil sociedad a los halagos que nuestros salones le brindaban. Aquel evocador de princesas, sentíase horriblemente cohibido ante las damas: y el protocolo hubo de sufrir en las manos del diplomático que a veces fué, fracasos monumentales. No obstante, eran perfectas su distinción, su delicadeza y su elegancia. Nunca, ni en sus peores momentos, lo vi brutal o innoble. La discreción era en él lo que la suavidad callada del terciopelo. Muy perspicaz en la ironía, dejábala pasar habitualmente bajo una sonrisa que ya era compasión. Reservadísimo en sus afectos, era enormemente fácil de explotar por los parásitos de la bolsa y del talento que abundaban siempre en torno suyo. Creo que los dejaba hacer, por no reparar en una fealdad y mancharse, así, a su contacto. Por otra parte, como todo hombre realmente superior, no daba importancia alguna a que lo engañase un vil. Que esto es condición de la vileza, y fuera necio extrañar, como dice el proverbio árabe, que salga perro el hijo de perro. Su vida iniciada con terribles contrastes, en la orfandad precoz, la pasión instintiva, el ambiente ingrato, fué bajo este concepto muy dura con él. Padeció destierro perpetuo en el seno de la canalla. Y tal fué el estado en que arraigó la enfermedad terrible que lo ha llevado a la tumba. Errabundo por los pueblos, una fatalidad ciertamente invencible porque constituía la orientación inicial de su existencia desviada, sometíalo al poder de la chusma. Chusma de las letras, de la sociedad, del amor, a cuyo contado padecía tormentos espantosos. Así, el vicio no es su mancha, porque no constituyó su placer sino su martirio. Yo lo he visto combatir como un desesperado, aprovechando para ello la primer coyuntura que La amistad le