4
Tres años después de la muerte de Rusiñol, en agosto de 1934, Picasso viajó a Barcelona con Olga y su hijo Paulo. Un día por la mañana temprano, el artista salió a pasear por el centro de la ciudad. Visitó el Mercado de La Boquería. Luego fue Ramblas arriba y subió por calle Pelayo hasta la Plaza de la Universidad, anduvo por la Gran Vía y al llegar a calle Muntaner se detuvo delante del número 38. Vio los postigos del bajo primera abiertos y no dudó en preguntar a la portera por el nombre del inquilino que habitaba ese piso. “El sastre don José Garriga”, respondió Carmen Astorga. Pablo Picasso golpeó el picaporte esculpido por Clarasó, un pez que volaba hacia lo hondo y que sostenía en la boca una bola de hierro. Mi padre abrió la puerta. Lo primero que vio Picasso fue a un hombre joven, de su misma estatura, con una cinta métrica de color amarillo colgada del cuello. Mi padre había visto a Picasso en las fotografías de prensa y lo reconoció de inmediato, pero la timidez le impidió reaccionar y se limitó a saludarlo y preguntarle qué era lo que deseaba. “Un anorak”, respondió Picasso.
Mi padre tenía el taller al final del pasillo. Era necesario atravesar todo el piso hasta llegar al patio cubierto de claraboyas. Los clientes de mi padre se colaban en nuestro hogar e irrumpían en la vida doméstica sin el más mínimo pudor. El probador estaba en el mismo cuarto que yo ocuparía veinte años después, a partir de noviembre de 1954. Picasso espiaba la casa como si tuviera que grabarla en la memoria para luego entrar a robar. A fin de cuentas, él era un ladrón de ideas, de volúmenes, de sombras y de colores. Al cabo de los años le oí decir a mi padre, durante una de aquellas largas y animadas sobremesas, que Picasso no parpadeó ni una sola vez durante el rato que estuvo en casa. Luego añadió: “Yo creo que no pestañeaba para no perder detalle de todo lo que le rodeaba, pero sigo sin entender qué era lo que podía interesarle tanto”. Mi padre murió sin saber quiénes habían sido los anteriores y célebres inquilinos del piso en el que vivíamos.
Mi padre le tomó las medidas con la cinta amarilla que se colgaba del cuello, igual que si fuera el estetoscopio de los médicos. Él auscultaba la forma y los médicos el fondo. Picasso no prestó demasiada atención a las preguntas de mi padre. Miraba fijamente la atmósfera que permanecía quieta y condensada entre aquellas paredes, como si la estuviera radiografiando y a través de ella pudiera vislumbrar lo que ocurrió en ese lugar cincuenta años antes. Como si sus ojos tuvieran la facultad de penetrar a través de la niebla del tiempo. Cuando mi padre acabó de anotar las medidas, Picasso insistió en pagarle por adelantado. Antes de irse le pidió permiso para asomarse al taller. Aquel sótano, aquel agujero de hierro, aquella madriguera de la bohemia, aquel nido de artistas, se había convertido en una sastrería. Las esculturas habían sido sustituidas por máquinas de coser, las pinturas por jaboncillos con los que mi padre marcaba las telas, los lienzos por patrones. Picasso estuvo bastantes minutos curioseando el taller. Miró las pisadas de los gatos sobre las claraboyas. Los miembros de tela diseccionados. Aquellas mangas, piernas y espaldas eran iguales que cuadros. Se fijó en el suelo cubierto de retales y vio las piezas de un puzzle. Las personas somos puzzles, pensó. Desde aquel mismo taller, treinta años después, yo vería la sombra de los pies desnudos de Cristina Moslares sobre las claraboyas. Picasso abandonó el taller con la nostalgia de quien visita el territorio donde se asentó una gloriosa civilización de la cual ya no queda ni el más mínimo vestigio. Tampoco quedaba ningún rastro de gloria en ese taller en el que durante una época se reunieron los mejores artistas de aquella generación deslumbrante. Hoy no queda ni la huella de Cristina Moslares. Ni las pisadas de los gatos. Ni siquiera los actuales inquilinos del edificio saben que allí mismo, en ese agujero oscuro y húmedo, se congregaron los artistas más célebres de la ciudad y del mundo entero.
Picasso le dijo a mi padre que él vivía en Francia pero que viajaba habitualmente a Barcelona y que recogería el anorak en su próxima visita a la ciudad. Picasso entonces ignoraba que no volvería nunca más a Barcelona ni a ningún otro lugar del estado español. Los retales que estaban diseminados por el taller de mi padre eran una premonición del futuro de aquel territorio que Picasso abandonaba, como si Picasso hubiera presentido la tormenta, el peligro, la catástrofe que se aproximaba y decidiera abandonar el barco antes del naufragio.
El 20 de noviembre de 1954 nací en el mismo piso de calle Muntaner donde se había fundado el Cau Ferrat y en el que Picasso se mantuvo quieto frente al espejo mientras mi padre tomaba las medidas de su cuerpo. Picasso permanecía inmóvil ante la presencia de Rusiñol, Casas y Clarasó, que lo miraban en silencio desde los tres espejos del probador que multiplicaban infinitamente sus figuras.
Al poco de nacer, una enfermedad me tuvo entre médicos hasta los cuatro años. Luego la familia entera viajamos a Lourdes para cumplir una promesa de mi madre y dar gracias a la Virgen. Al llegar, me impresionó la explanada que había delante de la basílica. Una gran habitación al aire libre repleta de inválidos en sillas de ruedas y enfermos y moribundos tendidos en camillas. Yo creía que todos aquellos enfermos sanarían y que los tullidos recuperarían sus miembros amputados. Pensaba que las piernas y los brazos volvían a crecer de noche mientras sus dueños soñaban. Los milagros significaban para mí el restablecimiento de la normalidad y la constatación de lo imposible.
Aquella noche, en Lourdes, mi padre nos dijo que tenía que hacer un encargo. Al día siguiente iríamos a entregar una prenda a un cliente que vivía en un castillo cerca de Aix en Provence. Cuando llegamos al castillo nos recibió una mujer. Mi padre le dijo: “Soy José Garriga, el sastre de Barcelona, y traigo un anorak que me encargó Pablo Ruiz Picasso hace veinticinco años”.
Jacqueline se quedó un instante inmóvil, mirando a mi padre del mismo modo que Picasso contempló el taller de Muntaner aquella mañana remota de 1934, buscando tras el espejo del probador y entre las máquinas de coser, los rollos de tela y la mesa cubierta de patrones, a sus amigos muertos. Hay instantes de la vida que se quedan grabados para siempre en la memoria. Yo nunca olvidaré la primera y única vez que vi a Picasso, aunque en aquel momento no sabía quién era ese personaje tan importante. Mentiría si dijera que me llamaron la atención sus ojos sin párpados y los cuadros y los objetos de colores que cubrían el suelo y las paredes. Creo que lo que realmente me impresionó fue estar en el interior de un castillo de tamaño natural y convertirme en el héroe con el que siempre había jugado en mi imaginación. Mi alma gemela. Aquel día me sentí un héroe de verdad en un castillo real.
Cuando apareció Picasso tuve la sensación de que ya lo conocía, aunque sólo tenía cuatro años y durante todo ese tiempo él nunca había estado en España ni yo en Francia. Al ver a mi padre con el anorak, que llevaba colgado de una percha, Picasso sonrió irónicamente y le dijo: “Dios hizo el mundo en seis días y usted ha necesitado veinticinco años para terminar el anorak”. Mi padre, levantando la prenda a la altura de sus ojos, le respondió: “Pero señor, mire usted el mundo y mire su anorak”.
Este breve diálogo, aunque con algunas ligeras modificaciones, lo recoge Samuel Beckett en su relato “El mundo y el pantalón”. Samuel Beckett confesó en una entrevista que había oído contar la citada anécdota a Picasso en una cena en París. Treinta y nueve años después de visitar el castillo de Picasso publiqué la novela Muntaner, 38, que comienza con la cita de Beckett, ya que nadie hubiese creído que tales palabras pertenecían al diálogo que mantuvieron Picasso y mi padre, con Jacqueline, mi madre y yo de testigos, en el castillo del sur de Francia donde vivía el pintor. Ahora que ha pasado el tiempo y que he perdido el miedo y el pudor a lo que murmuren de mí, incluso que piensen que soy un fantasma o un embustero, me atrevo a contarlo. Cada vez que se producía alguna coincidencia o casualidad, mi madre solía decir