Tanakis se puso a contar el dinero.
El chico besó el violín. Y luego, a punto a romper en sollozos, se marchó.
Tanakis se frotaba contento las manos… A la vuelta de la esquina el muchacho se detuvo. Contó uno por uno los billetes. Luego sacó del bolsillo unos enormes bigotes pelirrojos. Los tiró al arroyo y se alejó del lugar.
Al cabo de unos meses Leopold huyó de casa. Llegó a China en la bodega de un barco. Durante el viaje, le mordió una rata.
De China se dirigió a Europa. Y se instaló, por la razón que fuese, en Bélgica.
El severo abuelo Isaak no leía sus postales.
—Maljamoves —decía el abuelo—, pere, odom2.
Y se diría que se olvidó de la existencia de Leopold. La abuela lloraba a escondidas y rezaba.
—La Bélgica esa, que debe de estar llena de gentiles… —repetía.
Pasaron los años. Descendió el Telón de Acero. Deja-ron de llegar noticias de Leopold.
Tiempo después se presentó un tal Monia. Vivió en casa de los abuelos una semana. Les contó que Leopold se dedicaba a los negocios.
Monia se sentía maravillado ante el ímpetu colosal de los planes quinquenales. Cantaba: «¡Nuestro tren vuela hacia futuro!…». No obstante, era una persona muy mal educada. Gritaba a pleno pulmón desde el cuarto de baño:
—Papir! Papir!
Y la abuela le introducía un periódico por una rendija.
Luego, el tal Monia se marchó. Al poco tiempo fusilaron al abuelo por espía belga.
Y el hijo menor cayó en el olvido durante veinte largos años.
En el año sesenta y uno mi padre entró casualmente en la oficina central de telégrafos. Entabló conversación con una empleada. Se enteró de que tenían allí las direcciones y teléfonos de todas las capitales europeas. Abrió el listín telefónico de Bruselas. Al instante dio con su raro apellido.
—¿Puedo encargar una conferencia?
—Por supuesto —fue la respuesta.
A los tres minutos lo pusieron con Bruselas. Una voz conocida pronunció un claro:
—Allo!
—¡Leopold! —gritó mi padre.
—Un momento, Dódik —dijo Leopold—, que apago el televisor.
Los hermanos empezaron a cartearse.
Leopold escribía que tenía una esposa, Helen, un hijo, Romano, y una hija, Monique. Y un perro de aguas al que llamaban Ígor. Que regentaba «su propio negocio». Que se dedicaba a las máquinas de escribir y al papel. Que el papel era cada vez más caro, lo cual le venía de perillas. Aunque la inflación casi lo había arruinado.
Leopold explicaba su pobreza de la siguiente manera:
«Mis casas necesitan una reparación. Mi parque de automóviles no se ha renovado en cuatro años…».
Las cartas de mi padre sonaban muchísimo más optimistas:
«Soy escritor y director teatral. Vivo en un pequeño y cómodo piso (se refería a su cuartucho, partido por la mitad con una chapa de madera). Mi mujer se ha ido unos días a los países bálticos en coche (en realidad, la esposa de mi padre había viajado a Riga en el autobús del sindicato, a por medias). Y en cuanto a la inflación, no tengo ni la menor idea de qué pueda ser eso…».
Mi padre cubrió a Leopold de souvenirs. Le envió una flotilla entera de cucharas y platos de madera. Una copia en alpaca del samovar que perteneció a Lev Tolstói. Varias figurillas hechas con piedras de los Urales. Una edición de lujo de una obra de Shevchenko del tamaño de una lápida funeraria. Así como un artículo denominado «arquita recubierta de bronce».
Leopold correspondió con un pañuelo para los mocos, blanco como la nieve y envuelto en un bonito papel de regalo.
Luego le mandó a mi padre una camiseta con la inscripción: «Eddie Shapiro — ruedas y neumáticos».
Mi padre no se dio por vencido. Llamó a un alto cargo del comité municipal que conocía. Y consiguió bajo mano un souvenir único en su especie. Un pan de azúcar que pesaría alrededor de ocho kilos. Lo más parecido a un proyectil de seis pulgadas de calibre. Envuelto en papel satinado azul. Y con una inscripción en grafía antigua: «Casa comercial del mercader de primera guilda Elpidifor Fomín».
Tuvo que compensar al alto cargo con una generosa borrachera de coñac. Y aquel souvenir nunca visto partió en dirección a Bruselas.
Al cabo de dos meses recibió un aviso de correos. Peso: diez kilos y medio. Derechos de aduana: sesenta y ocho rublos.
Mi padre se sintió extraordinariamente excitado. Fantaseaba mientras se dirigía a correos:
«¿Un magnetofón?… ¿Un abrigo de piel?… ¿Whisky, quizás?…».
—¿Cuánto puede pesar un abrigo de piel?
—Unos tres kilos —le decía yo.
—Entonces serán tres abrigos de piel…
El empleado de la oficina central de correos sacó un pesado cajón.
—Tomaremos un taxi —propuso mi padre.
Por fin llegamos a casa. Mi padre, que no paraba de reír, hecho un manojo de nervios, consiguió un cincel. La tapa de madera se separó con un chirrido.
—Será idiota… —gimió mi padre.
En el cajón había diez kilos de azúcar amarillento en polvo…
Al cabo de ocho años mi madre y yo nos vimos obligados a emigrar. Nos encontrábamos en Austria.
El dueño del hotel, Reinhard, fue muy amable con nosotros. Cada mañana nos servían té con bollos calientes y mermelada. Cada mañana el dueño me preguntaba sin falta:
—¿Quieres una copa de vodka?…
Aparte de eso, nos dio una radio y una tostadora eléctrica.
Por las noches charlábamos.
Me enteré de que Reinhard se había mudado a Occidente. Que era ingeniero constructor. Que el trabajo en el hotel le deprimía, pero le aportaba buenos dividendos…
—¿Estás casado? —le pregunté.
—Erika vive en Salzburgo.
—Hay quien opina que un matrimonio a punto de romperse es el más duradero…
—Yo ya he superado esa etapa. Pero sigo casado… ¿Te extraña?
—No —le dije.
—¿Has sido del Partido?
—No.
—¿Y de las juventudes?
—Sí. Eso era automático.
—Comprendo. ¿Te gusta Occidente?
—Después de la cárcel me gusta todo.
—A mi padre lo arrestaron en el cuarenta. Llamaba a Hitler «braun schwein».
—¿Era comunista?
—No. No era commi. Ni siquiera rojo. Era una persona instruida, simplemente. Sabía latín… ¿Tú sabes latín?
—No.
—Yo tampoco. Mis hijos tampoco lo sabrán. Y es una lástima… Yo creo que el latín y Rod Stewart son incompatibles.
—¿Y quién es ese Rod Stewart?
—Un