Vera Crawford, la abuela de Mandy, era una mujer menuda con el cabello blanco como la nieve y una actitud regia que la hacía parecer más alta. Sus ojos eran de un verde más pálido que los de Mandy y tenía una tranquila y digna belleza que trascendía a los años.
Cuando Lawrence llegó por primera vez a América para estudiar en Dallas le había contado a Stephan lo distintas que eran las mujeres americanas, lo independientes que eran… sobre todo las mujeres de Texas. Le había dicho que eran suaves y frágiles por fuera, sonrientes y amistosas, pero que tenían los huesos de acero, que no había en el mundo mujeres más hermosas ni más resistentes. Ahora, rodeado de tres de ellas, Stephan comprendió por primera vez las palabras de su hermano.
La abuela de Mandy le dio una última palmadita en la mano.
–No te preocupes, nena. Todo va a salir bien –se volvió hacia Stephan–. Ahora que Mandy está en casa sigamos con nuestras cosas, señor Reynard, y discutamos las opciones que hay.
Por lo que a él respectaba solo había una opción, pero Stephan aceptó por diplomacia. Apoyó las manos sobre la suave madera de la mesa, evitando cuidadosamente el vaso de té helado. Cuando Rita Crawford le había ofrecido té él esperaba que hubiera estado caliente. Lawrence se había olvidado de mencionar esa peculiaridad de los americanos, aunque podía comprender que con aquel calor sofocante tomasen las bebidas frías.
–Poco después de la muerte de Lawrence, mi padre recibió una carta de Raymond y Jean Taggart. Según esa carta, estaban de viaje por el extranjero cuando vieron el retrato de mi hermano en un periódico y lo reconocieron como el amante de su hija fallecida, el padre de su nieto. Naturalmente, mi padre pensó que era una patraña, pero mandó a un investigador a comprobar la historia y descubrió que había pruebas de que Lawrence había tenido relaciones con la hija de los Taggart.
–Lawrence y Alena se querían mucho –confirmó Mandy en voz baja–, pero, naturalmente, él no se podía casar con una plebeya –alzó levemente la voz y escupió la última palabra.
–Lawrence era el heredero de la corona de su país. Tenía ciertos deberes.
–Ya conozco toda esa basura. Me lo contó Alena. Y esos deberes no incluían el tomar sus propias decisiones o enamorarse, pero él hizo ambas cosas a pesar de su familia.
Y mira lo que pasó por haber olvidado sus obligaciones, pensó Stephan, pero no lo dijo. Era evidente de que Mandy Crawford aprobaba su rebelión.
–Y Joshua es la consecuencia –dijo, en vez de lo que estaba pensando.
–Mi hijo –dijo ella con firmeza–. Toda su adopción fue completamente legal. Cuando nació –se mordió su sensual labio superior y se le humedecieron los ojos. Stephan, sorprendido, se sintió como rociado por la tristeza, como si las emociones de Mandy fuesen tan fuertes que lo pudieran alcanzar a distancia. Ella se aclaró la garganta y continuó–. Supongo que los Taggarts le contarían que Alena murió al dar a luz a Josh. Ellos estaban allí cuando ella me dijo que quería que lo criara yo. Lawrence también estaba allí. Naturalmente, los Taggarts no sabíamos que era un príncipe. Alena y yo éramos las únicas que lo sabíamos; ella le había dicho a todo el mundo que él era poeta. Lo era, ya lo sabrá; eso era lo que él verdaderamente quería ser. No quería volver y pasarse la vida en una pecera, haciendo y sintiendo solo lo que vuestras normas para la realeza le permitían sentir y hacer.
–Lo sé todo acerca de su afición a escribir poesía, mi hermano y yo estábamos muy unidos –Stephan se miró las manos apretadas. No tan unidos, evidentemente, no lo bastante como para que le hubiera hablado de Alena o de Joshua–. Tenía instrucciones de mantener su identidad en secreto. La idea era que asistiera a vuestras escuelas y estudiara vuestra cultura sin que nadie se diera cuenta de quién era. Era la única manera de que pudiera aprender algo. La poesía formaba parte de su disfraz.
Mandy sacudió la cabeza.
–La poesía formaba parte de Lawrence, la parte de la que se enamoró Alena. De todas formas, las órdenes del rey o de quien fuera no tuvieron nada que ver con que Lawrence ocultara su identidad ante los padres de Alena. Los Taggart pueden vivir en una casa de un millón de dólares en Dallas, Highland Park, ya sabe; pero nacieron aquí, en Willoughby. Eran pobres como las ratas hasta que el padre de Alena se dedicó a la prospección de pozos de petróleo. Hizo dinero con eso e invirtió en el negocio de los ordenadores. Entonces fue cuando empezó a ganar a lo grande. Se fueron a Dallas cuando Alena tenía trece años y han estado intentando entrar en sociedad desde entonces. Si hubieran sabido que Lawrence era un príncipe se hubieran vuelto locos, presumiendo ante todo el mundo, habrían conspirado para conseguir de alguna manera que se casara con él y, cuando ella murió, se habrían quedado con el niño o se lo habrían dado a usted. Fuera lo que fuese, no era lo que Lawrence y Alena querían para su hijo –Stephan pensó en la burda pareja que había conocido, en su actitud obsequiosa y supo que Mandy tenía razón–. Como no sabían lo de Lawrence, los padres de Alena estuvieron encantados de firmar los papeles de adopción dándome la custodia completa. Todo es legal.
–Pero Lawrence no firmó ningún papel de adopción.
–No, Alena no puso su nombre en ningún certificado de nacimiento, era algo que acordaron los dos. Ninguno de los dos quería que hubiese la menor posibilidad de que se descubriera a su hijo y tuviera que vivir como había vivido Lawrence.
A Stephan se le secó la boca de repente. Tomó el vaso de té y bebió un poco. No sabía mucho a té pero era líquido y fresco.
–Como heredero del trono, Lawrence llevó una vida de lujos, tuvo todo lo que quiso.
–Su hermano tuvo todo lo que quiso excepto amor. Se dio cuenta de eso cuando encontró a Alena y ese fue el regalo que quiso dar a su hijo. Puede que mi familia no tenga mucho dinero, Joshua no irá nunca al colegio en limusina ni tendrá un profesor para él solo, pero tiene una cosa que no tuvo ninguno de sus padres… mucho amor.
Por un momento Stephan perdió el hilo de la conversación al observar a Mandy. ¿Cómo sería el experimentar esa pasión? Las emociones de ella estaban completamente fuera de control, oscilando con las circunstancias… rabia, pena, desafío. Era algo que a él le habían enseñado a no hacer desde la infancia, y estaba muy intrigado. Bebió un poco más de té.
–Si Joshua es de verdad el hijo de Lawrence…
Mandy saltó de su silla, le brotaba fuego verde de los ojos, abrasándole incluso a aquella distancia.
–Si es el hijo de Lawrence, ¿qué es exactamente lo que quiere decir?
Una vez más él se sintió tan fascinado por su pasión que se quedó momentáneamente sin palabras. Vera Crawford se puso de pie y tomó a su nieta por los hombros, murmurando algo en voz tan baja que Stephan no pudo entender todas las palabras. Mandy asintió con la cabeza, a su pesar, según le pareció a él y se volvió a sentar en la silla. Se echó hacia atrás y lo miró desafiante.
–Si tiene alguna duda sobre si Joshua es el hijo de Lawrence, entonces quizá lo mejor sea que recoja su…
–Mandy –le dijo su abuela en un tono admonitorio.
–Lo siento, Nana –pero él se dio cuenta de que no lamentaba nada de lo que había dicho ni de lo que había estado a punto de decir. Lo dijo para calmar a su abuela, pero continuó mirándolo fijamente–. Quizá sería mejor que tomara el próximo avión para su palacio grande y frío y nos dejase a nosotros los plebeyos que nos las apañemos lo mejor que podamos –la sugerencia fue hecha en una imitación bastante buena de la manera de hablar de él, que descubrió que a pesar del insulto tenía ganas de sonreír.
–Un