–Para tenerme como rehén –respondió Alex–. Pensaba decirme que había tenido un hijo, al que retendría hasta que le diese lo que quería: el divorcio y toda mi fortuna. Solo así habría conseguido que su amante se casase con ella.
Rosalie lo miraba, boquiabierta.
–¿Qué clase de persona se casa por dinero?
–¿Por qué se casa nadie salvo por razones económicas o para formar una familia?
–Por amor –respondió ella–. Esa es la única razón, ¿no? El amor verdadero dura para siempre, pase lo que pase.
Alex hizo una mueca.
–¿Piensas lo mismo sobre el sexo?
Rosalie se puso colorada.
–Sí, claro –murmuró–. El amor es la base de todo. O debería serlo.
–Eres una romántica –se burló Alex.
–Lo dices como si fuese algo malo.
Porque lo era, pensó él. Pero en aquel parapeto de piedra, frente al mar, oyendo el ruido de las olas y el rugido del viento, experimentaba una extraña sensación, como si estuvieran solos en un mundo de fantasía.
–Pero no entiendo –dijo luego–. Si el amor es tan importante para ti, ¿por qué decidiste tener un hijo a cambio de dinero?
–No era por el dinero sino por amor –respondió ella, con voz estrangulada–. Pensé que si podía hacer feliz a una familia, eso compensaría por… –Rosalie sacudió la cabeza, sin terminar la frase–. ¿Por qué no quedó embarazada tu mujer si no teníais ningún problema? ¿Por qué me arrastró a esta pelea vuestra?
–Chiara no quería estar relacionada biológicamente con el bebé. Al parecer, ni siquiera ella hubiera sido capaz de renunciar a su propio hijo, pero siendo hijo de otra mujer…
–Yo no voy a renunciar a mi hijo. Ni por ti ni por nadie –lo interrumpió ella, llevándose una mano al vientre–. Es mi hijo.
Alex decidió ponerla a prueba de nuevo.
–¿Cuál es tu precio, Rosalie Brown? ¿Cuánto dinero hace falta para que me entregues a mi hijo y desaparezcas de mi vida?
–No hay dinero en el mundo que pueda comprar eso.
–¿Un millón de euros, diez?
–¡Ya te he dicho que no! ¡Déjame en paz! –Rosalie se dio la vuelta, pero él la sujetó por la muñeca.
–No puedo dejarte ir.
–No puedes obligarme a nada –replicó ella, soltándose de un tirón–. El embarazo subrogado es ilegal en Italia.
–Tienes razón, pero eso es irrelevante en este caso. Tú eres la madre y yo soy el padre de ese niño, así que tengo los mismos derechos que tú.
–¡No voy a dejar que mi hijo se críe en ese museo, con un padre que tiene un corazón de hielo! Tu mujer estaba desesperada por librarse de ti. ¿Por qué no le diste el divorcio? Si le hubieses dado lo que quería, no me habría arrastrado a esta situación. Yo pensé que estaba haciendo algo que haría feliz a otras personas y ahora…
Rosalie sacudió la cabeza, acongojada, y Alex recordó lo que le había contado el investigador sobre la muerte de sus padres. Habían fallecido en otoño, unas semanas antes de que se pusiera en contacto con la clínica de fertilidad.
Había visto fotografías de campos quemados, de una casa arrasada hasta los cimientos. En el incendio habían muerto sesenta personas, incluidos Ernst y Mireille Brown, los padres de Rosalie.
¿Sería por eso por lo que había decidido tener un hijo para otras personas? ¿De verdad podía ser tan idealista? ¿Había intentado salvar a otros de su propio dolor?
–Sé que perdiste a sus padres –empezó a decir Alex.
–No quiero hablar de eso.
–Tus padres acababan de morir en un incendio y estabas desolada, así que decidiste ayudar a unos extraños teniendo un hijo para ellos.
Rosalie parpadeó furiosamente para contener las lágrimas.
–Mi madre solía decir que cuando estás triste debes intentar hacer feliz a otra persona y así te sentirás mejor –dijo por fin–. Y eso era lo que quería hacer, pero enseguida me di cuenta de que había cometido un error al pensar que podría renunciar a mi hijo.
–Por eso fuiste a Venecia.
–Por eso fui a Venecia. Y entonces ocurrió el milagro.
–Descubriste que Chiara había muerto –dijo Alex Falconeri.
Ella lo miró, horrorizada.
–¡No, por favor! La muerte de tu esposa es una tragedia. No, el milagro fue que tú no quisieras saber nada de mi hijo. Cuando me dijiste que te dejase en paz, pensé que eran las palabras más dulces que había escuchado nunca. Como un coro de ángeles –le dijo, mirando la torre que coronaba la abadía–. Pero los milagros no existen. En la vida solo hay tragedias.
Alex la miró, en silencio. Cuando conoció a Rosalie Brown había pensado que sería como Chiara, pero no se parecía en absoluto. Era una soñadora, una ingenua romántica. Sencillamente, había intentado canalizar el dolor por la muerte de sus padres haciendo algo por los demás. Hacía mucho tiempo que no conocía a nadie tan generoso.
–Tal vez –dijo por fin– podríamos criar juntos al niño.
–¿Juntos? –repitió ella.
–¿Por qué no?
–¿Cómo íbamos a hacerlo? Yo vivo en California.
–No, ya no. Vivirás conmigo en Italia.
–¿Qué estás diciendo? –Rosalie se pasó una temblorosa mano por la cara–. ¿Quieres… quieres casarte conmigo?
Alex soltó una carcajada que hizo eco en la muralla.
–¿Casarnos? No, gracias. Estuve casado una vez y no quiero repetir la experiencia.
–Entonces, no lo entiendo. ¿Qué estás sugiriendo exactamente?
Él enarcó una oscura ceja.
–Estoy sugiriendo que vivas conmigo en Venecia, Rosalie. Yo correré con todos los gastos, por supuesto, y recibirás una asignación mensual…
–¡Yo no soy una buscavidas! ¡No estoy interesada en tu dinero!
–Muy bien, como quieras –dijo él, irritado–. Pero vendrás a Venecia conmigo y vivirás en mi casa –Alex inclinó a un lado la cabeza–. Como niñera.
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