Hubo un silencio.
Diez meses. Todo cuadraba.
La campana interrumpió la amena conversación.
–Debe de ser Robert Whykes. Querrá un analgésico y que le asegure que pronto estará bien.
–Coméntale que mañana viene el fisioterapeuta y que eso lo aliviará.
–Ya se lo he dicho. Pero él no quiere nada que lo alivie. Él quiere estar bien ya. No entiende que una vértebra dañada en el cuello tarda cierto tiempo en corregirse –Helen se volvió hacia la puerta–. Creo que el doctor viene hacia aquí. Estoy impaciente por saber qué es todo esto.
–¡No eres la única!
Tom entró en la sala y la conversación se vio interrumpida.
Helen lo miró mientras salía. Trató de sonreír, pero no pudo.
El paso largo y decidido del doctor se trocó en parada brusca al ver a Annie con la niña en brazos. La pequeña estaba terminándose el biberón y miraba a Annie con los ojos muy abiertos.
¡El parecido era increíble!
–Te ha costado librarte de Sarah, según veo –comentó Annie.
Como siempre, Tom la ignoró por completo. Estaba claro que desde su punto de vista, Annie era como una hermana pequeña.
Tom se aproximó a ella, sin apartar la vista del bebé.
Ciertamente, era delicioso, uno de esos bebés que uno quiere llevarse a casa sin pensárselo dos veces.
Tom continuaba atónito, mirando al bebé. El único sonido que se oía era el succionar de la niña.
Sin pensárselo dos veces, Annie decidió romper el silencio.
–Tom, ¿es tu hija?
Al oír la pregunta, Tom retrocedió, pero sus ojos permanecieron fijos en el rostro de la pequeña. Era como si estuviera viendo un milagro.
–¡No!… bueno…
–¿Puedo leer la nota?
Tom se metió la mano en el bolsillo de la camisa, pero no llegó a sacar el papel.
Annie se levantó, se acercó a él y le puso la niña en los brazos.
El parecido era increíble.
Tom miró durante unos segundos la carita sonriente de la criatura. El bebé sonreía y sonreía, sin importarle la cara de susto del doctor. Finalmente una mueca se esbozó en su rostro. ¿Cómo podía resistirse?
El parecido fue aún mayor.
Annie metió la mano en el bolsillo de Tom. Él estaba demasiado perplejo para protestar por nada.
Tenía una amiga que tenía un bebé y se marchó a vivir a un kibbutz y me sonó tan bien que decidí hacer lo mismo. Por eso me quedé embarazada de ti. Pero luego me di cuenta de que era una estupidez, porque los niños te atan y acabo de conocer a un tipo estupendo que no quiere un bebé. Así es que si tú no la quieres, dala en adopción. Si quieres que firme los papeles, mi madre me los mandará. Envíaselos a ella.
No le he puesto nombre. Me parecía una tontería si no quería quedármela.
Sé que te engañé para quedarme embarazada y seguramente tú tampoco la querrás. Pero mi madre me dijo que debía darte la oportunidad de tomar esa decisión.
Annie leyó y releyó la nota una y otra vez. Luego miró a Tom.
Estaba realmente sorprendido, en estado de shock.
A pesar de la grave situación en que se encontraba la pobre pequeña, la imagen que tenía delante le arrancó una sonrisa.
Tom lo vio.
–Doctora Burrows –dijo con una voz profunda, peligrosa–. Doctora Burrows, si sigue sonriendo de ese modo, acabaré por estrangularla.
–¿Quién está sonriendo? –dijo ella sin modificar un ápice su gesto. Al ver el ceño gravemente fruncido de su jefe, decidió cambiar la sonrisa por un intento de seriedad–. No creo que la situación de esta pequeña sea para tomársela a risa.
Desde luego, Tom McIver no tenía ningún motivo para reírse. La niña, sin embargo, parecía feliz.
–Annie…
–Lo siento, Tom –Annie trató de mantener la compostura.
En realidad, tenía razón. No era, en absoluto, una situación divertida.
Pero había algo de novedoso y agradable para ella: por primera vez se habían invertido los papeles.
Tom siempre había estado al control de todo.
Llevaba seis años a cargo de aquel hospital. Desde el primer momento, a Annie le había quedado claro que lo que el doctor buscaba era alguien que hiciera lo que a él no le gustaba y que le permitiese tener tiempo para divertirse.
Y así lo había hecho durante los seis meses que ella llevaba allí. Eso sí, nunca se divertía con Annie.
En una ocasión, poco después de llegar, había escuchado un comentario que Tom le hacía a otra persona.
–Es competente y ordinaria. Si tenemos un poco de suerte, se convertirá en una agradable médico solterona, dedicada en cuerpo y alma a su trabajo. La ciudad obtendrá un beneficio de su dinero.
Annie había estado a punto de dejar el hospital después de aquello. Pero le gustaba el trabajo y el lugar.
Bueno, había otra razón.
Desde el instante mismo que había visto a Tom McIver se había enamorado de él.
¡Estúpida, estúpida, estúpida!
No debería haber ido nunca a aquella maldita ciudad.
Pero lo había hecho y ya no quería marcharse.
Durante las noches, mientras ella estudiaba, él se dedicaba a divertirse con sus múltiples amigas.
Y, precisamente, aquella noche, había salido de casa decidida a decirle que no lo aguantaba más y que dejaba su trabajo.
Pero aquel inesperado bulto con el que se topó, cambió completamente su ánimo.
–Asumo que no tenías ni idea de la existencia de esta pequeña.
–¡No! –respondió él con una mezcla de rabia e indignación.
–Ya veo… –Annie apretó los labios y miró a padre e hija–. ¿Qué vas a hacer con ella?
Eso era, exactamente, lo que él se preguntaba insistentemente. Tom miraba con ansiedad a la pequeña.
–No tengo ni la más remota idea de qué hacer –Tom continuó mirándola–. ¿La has examinado? ¿Está bien?
–Perfectamente bien –dijo Annie–. El cuerpo está en perfectas condiciones, las fosas nasales limpias. No tiene rozaduras de pañal y está muy bien alimentada. La han cuidado bien.
–Seguro que la ha cuidado la madre de Melissa –dijo Tom y abrazó al bebé con fuerza–. La hija es una irresponsable a la que no le importa nadie.
–¿No te gusta Melissa?
–¡No!
–¡Perdón por preguntar! –dijo Annie–. Pero, ¿por qué la dejaste embarazada si no te gustaba?
La ira y la rabia se reflejaron claramente en su rostro.
–¡De acuerdo! No es asunto mío –dijo ella