-¿Quién sois? -le preguntó en mal francés el patrón.
-Soy -respondió Edmundo en mal italiano-, un marinero maltés. Veníamos de Siracusa con cargamento de vino, cuando la tormenta de esta noche nos sorprendió en el cabo Morgión, estrellándonos en esas rocas que veis allá abajo.
-¿De dónde venís?
-De aquellas rocas, donde tuve la fortuna de agarrarme, mientras nuestro pobre capitán se hacía pedazos, los otros tres compañeros se ahogaron y creo que soy el único que me salvé. Vislumbré vuestro barco, y temeroso de tener que esperar mucho tiempo en esta isla desierta, me atreví a saliros al encuentro en una tabla, resto del naufragio. Gracias, gracias -prosiguió Dantés-, me habéis salvado la vida. Si uno de estos camaradas no me coge par los cabellos, era ya hombre muerto.
-Yo fui -dijo un marinero de rostro franca y abierto, sombreado por grandes patillas negras-. Yo fui el que os saqué, y a tiempo, que ya os ibais al fondo.
-Sí, amigo mío, sí; os doy las gracias por segunda vez -dijo Edmundo tendiéndole la mano.
-A fe mía que anduve perplejo y dudoso -dijo el marino-, porque con vuestra barba de seis pulgadas de largo y vuestros cabellos de un pie, más bien parecíais un bandido que no un hombre honrado.
Esto hizo recordar a Dantés que, en efecto, desde su entrada en el castillo de If, ni se había cortado el pelo ni afeitado tampoco.
-Esto -dijo-, es un voto que hice en un momento de grave peligro, a nuestra Señora del Pie de la Grotta, de estar diez años sin afeitarme ni cortarme el pelo. Hoy justamente cumple el voto, y por cierto que a poco más me ahogo en el aniversario.
-¿Y qué hacemos con vos ahora? -le preguntó el patrón.
-¡Ay! -respondió Dantés-, haced lo que os parezca. El falucho que yo tripulaba se ha perdido, el patrón ha muerto, y como veis, me he librado de la misma desgracia absolutamente en cueros. Por fortuna soy un marino bastante bueno, dejadme en el primer puesto en que abordéis, que no dejaré de encontrar acomodo en algún barco mercante.
-¿Conocéis el Mediterráneo?
-Navego en él desde que era niño.
-¿Y conocéis también los buenos fondeaderos?
-Pocos puertos hay, aún entre los peores, en los que yo no pueda entrar y salir con los ojos cerrados.
-Pues bien, patrón -dijo el marinero que había gritado ¡ánimo! a Dantés-, si el camarada dice verdad, ¿por qué no había de quedarse con nosotros?
-Si dice verdad, sí -contestó el patrón con un cierto aire de duda-, pero en el estado en que se encuentra el pobre diablo, se promete mucho, y luego…
-Cumpliré más de lo que he prometido -repuso Dantés.
-¡Oh, oh! -murmuró el patrón riéndose-. Ya veremos.
-Cuando queráis lo veréis -repuso Dantés levantándose-. ¿Adónde os dirigís?
-A Liorna.
-Entonces, en vez de contraventar, perdiendo un tiempo precioso, ¿por qué no cargáis velas simplemente?
-Porque iríamos derechos a la isla de Rion.
-Pasaréis a veinte brazas de ella.
-Tomad, pues, el timón -dijo el patrón-, y juzgaremos de vuestros conocimientos.
El joven fue a sentarse al timón, y asegurándose con una ligera maniobra de que el barco obedecía bien, aunque no fuese de primera calidad, gritó:
-¡A las vergas y a las bolinas!
Los cuatro marineros que componían la tripulación corrieron a sus puestos. El patrón los observaba a todos.
-¡Halad! -continuó gritando Dantés.
Los marineros obedecieron con bastante exactitud.
-¡Amarrad ahora! ¡Está bien!
Ejecutada esta orden como las dos primeras, el barco, en vez de seguir contraventando, empezó a dirigirse a la isla de Rion, cerca de la cual pasó, como Dantés había dicho, dejándola a unas veinte brazas a estribor.
-¡Bravo! -gritó el patrón.
-¡Bravo! -repitieron los marineros.
Y todos contemplaban admirados a aquel hombre, cuya mirada había recobrado una inteligencia y cuyo cuerpo había recobrado un vigor que estaban muy lejos de sospechar en él.
-Ya veis -dijo Dantés apartándose del timón-, que podré serviros de algo, a lo menos durante la travesía. Si no os convengo, me dejáis en Liorna, que con el primer dinero que gane pagaré la comida que me deis hasta allá, y las ropas que vais a prestarme.
-Está bien, está bien, sí sois razonable nos arreglaremos.
-Un hombre vale lo que otro hombre -contestó Dantés-. Dadme el sueldo que deis a mis camaradas, y negocio concluido.
-Eso no es justo, porque vos sabéis más que nosotros -dijo el marinero que le había salvado.
-¿Quién te mete a ti en esto, Jacobo? -repuso el patrón-. Cada uno puede ajustarse por lo que le convenga.
-Exacto -repuso Jacobo-, pero esto no es más que una observación.
-Mejor harías prestando a este bravo camarada, que está desnudo, un pantalón y una chaqueta, si los tienes de repuesto.
-No los tengo -contestó Jacobo-, pero sí una camisa y un pantalón.
-Es cuanto me hace falta -contestó Dantés-. Gracias, amigo mío.
Jacobo bajó por la escotilla, y al poco rato volvió a subir con las prendas ofrecidas, que se puso Dantés con alegría extraordinaria.
-¿Necesitáis ahora algo más? -le preguntó el patrón.
-Un pedazo de pan, y otro trago de ese ron tan excelente que ya probé, porque hace mucho tiempo que no he tomado nada.
Trajeron a Dantés el pedazo de pan, y Jacobo le presentó la cantimplora.
-¡El mástil a babor! -gritó el capitán volviéndose hacia el timonero.
Al llevarse la cantimplora a la boca, los ojos de Dantés se volvieron hacia aquel lado, pero la cantimplora se quedó a la mitad del camino.
-¡Toma! -preguntó el patrón-, ¿qué es lo que pasa en el castillo de If?
En efecto, hacia el baluarte meridional del castillo, coronando las almenas, acababa de aparecer una nubecilla blanca, nube que ya había llamado la atención de Edmundo. Un momento después, el eco de una explosión lejana retumbó en el puente del navío.
Los marineros levantaron la cabeza mirándose unos a otros.
-¿Qué quiere decir eso? -preguntó el patrón.
-Se habrá escapado algún preso esta noche y dispararán el cañonazo de alarma -repuso Dantés.
El patrón miró de reojo al joven, que cuando dijo esto se llevó la calabaza a la boca, pero viole saborear el ron con tanta calma, que si alguna sospecha tuvo se desvaneció al momento.
-¡He aquí un ron bastante fuerte! -dijo Dantés limpiando con la manga de la camisa su frente bañada en sudor.
-Después de todo… , si él es, tanto mejor -murmuró el patrón mirándole-. He hecho una gran adquisición.
Con pretexto de que estaba fatigado, pidió Dantés sentarse en el timón. El timonel, gozoso de verse relevado en su tarea, consultó con una mirada al patrón, que le hizo con la cabeza una seña afirmativa.
Así sentado, Dantés pudo observar atentamente las cercanías de Marsella.
-¿A cuántos estamos del mes? -preguntóle