Muchas veces, cuando estaba en libertad, se había horrorizado Dantés al recuerdo de esas cárceles comunes de las poblaciones, donde los vagabundos están mezclados con los bandoleros y con los asesinos, que con innoble placer contraen horribles lazos, haciendo de la vida de la cárcel una orgía espantosa. Pues, a pesar de todo, llegó incluso a sentir deseos de encontrarse en uno de estos antros, por ver otras caras que la de aquel carcelero impasible y mudo; llegó a echar de menos el presidio con su infamante traje, su cadena asida al pie, y la marca en la espalda. Los presidiarios al menos viven en sociedad con sus semejantes, respiran el aire libre y ven el cielo: los presidiarios deben ser muy dichosos.
Un día suplicó a su guardián que pidiese para él un compañero, aunque fuese el abate loco de que había oído hablar. Bajo la corteza de un carcelero, por más que sea muy ruda, queda siempre algo de humanidad, y éste, a pesar de que nunca lo había demostrado ostensiblemente, en lo íntimo de su alma compadeció muchas veces a aquel desgraciado joven, sujeto a tan dura cautividad, por lo que transmitió al gobernador la solicitud del número 34; pero el gobernador, prudentísimo como si fuera un hombre político, se figuró que Dantés quería insurreccionar a los presos, fraguar una conspiración, contar con algún amigo para alguna tentativa; y le negó lo que pedía.
Habiendo agotado todos los recursos humanos, y no encontrando remedio de ninguna clase para sus males, fue cuando se dirigió a Dios. Vinieron entonces a vivificar su alma todos esos pensamientos piadosos que baten sus alas sobre los desgraciados. Recordó las oraciones que le enseñaba su madre, hallándoles una significación entonces de él desconocida, porque las oraciones para el hombre que es dichoso son a veces palabras vacías de sentido, hasta que el dolor viene a explicar al infortunio ese lenguaje sublime con que nos habla Dios.
Oró, pues, mas no con fervor sino con rabia. Rezando en alta voz no le asustaban sus palabras: caía en una especie de éxtasis; a cada palabra que pronunciaba se le aparecía Dios; sacaba lecciones de todos los hechos de su vida humilde y oscura, atribuyéndolos a Dios, imponiéndose deberes para el porvenir, y al final de cada rezo intercalaba ese deseo egoísta que los hombres dirigen a sus semejantes más a menudo que a Dios:
«… Y perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores… »
Y esto le puso sombrío, y un velo cubrió sus ojos. Dantés era un hombre sencillo y sin educación. Lo pasado permanecía para él envuelto en ese misterio que la ciencia desvanece. En la soledad de un calabozo, en el desierto de su imaginación, no le era posible resucitar los tiempos pasados, reanimar los pueblos muertos, restaurar las antiguas ciudades, que el pensamiento poetiza y agiganta, y que pasan delante de los ojos alumbradas por el fuego del cielo, como los cuadros babilónicos de Martin. Dantés no conocía más que su pasado, tan breve; su presente, tan sombrío, y su futuro tan dudoso. ¡A la luz de los diecinueve años ver la oscuridad de una noche eterna! Como ninguna distracción le entretenía, su espíritu enérgico, a cuyas aspiraciones bastara solamente el tender su vuelo a través de las edades, se veía obligado a ceñirse a su calabozo como un águila encerrada en una jaula. Entonces se aferraba, por decirlo así, a una idea, a la de su ventura, desvanecida sin causa aparente por una fatalidad inconcebible; aferrábase, pues, a este pensamiento, le daba mil vueltas examinándolo bajo todas sus fases, devorándolo como el implacable Ugolino devora el cráneo del arzobispo Roger en el Infierno del Dante. Edmundo, que sólo tenía una fe pasajera en el poder, la perdió como la pierden otros después del triunfo, con la única diferencia de que él no había sabido aprovecharla.
La rabia sucedió al ascetismo. Tales blasfemias decía Edmundo, que el carcelero retrocedía espantado: se daba golpes contra las paredes, y con cuanto tenía a la mano, principalmente en sí mismo se vengaba de las contrariedades que le hacía sufrir un grano de arena, una paja o una ráfaga de viento. Entonces aquella carta acusadora que él había visto, que él había tocado, que le enseñó Villefort, volvía a clavársele en el magín y cada línea brillaba en la pared como el Mane Thécel Pharés, de Baltasar. Decía para sí que era el odio de los hombres, no la venganza de Dios el que lo hundió en aquella sima; entregaba aquellos hombres desconocidos a todos los suplicios que inventaba su exaltada imaginación, y aún le parecían dulces los más tremendos, y sobre todo livianos para ellos, porque tras el suplicio viene la muerte, y la muerte es, si no el reposo, la insensibilidad, que se le parece mucho.
A fuerza de repetirse a sí mismo, a propósito de sus enemigos, que la calma es la muerte, y el que desea castigar con crueldad necesita de otros recursos que no son los de la muerte, cayó en el horrible ensimismamiento que ocasiona la idea del suicidio. ¡Pobre de aquel a quien detienen en la pendiente de la desgracia estas tristes ideas! ¡Son como uno de esos mares muertos que reflejan el purísimo azul del cielo; pero que si el nadador se arroja a ellos, siente hundirse sus pies en un suelo fangoso, que le atrae, le aspira y le traga! En esta situación, sin auxilio divino, no hay remedio para él, y cada esfuerzo que hace le hunde más, y le arrastra más y más a la muerte.
Esta agonía moral es, sin embargo, menos terrible que el dolor que la precede y el castigo que acaso la sigue; es una especie de consuelo vertiginoso, que nos muestra la profundidad del abismo, pero que también en su fondo nos muestra la nada. Edmundo se consoló, pues, un tanto con esta idea. Todos sus dolores, todos sus sufrimientos, con su lúgubre cortejo de fantasmas, huyeron hacia aquel rincón del calabozo, donde parecía que el ángel de la muerte pudiese fijar su silenciosa planta. Contempló ya con tranquilidad su vida pasada, con terror su vida futura, y eligió ese término medio que le ofrecía un asilo.
-Tal vez en mis lejanas correrías, cuando yo era aún hombre, y cuando este hombre libre y potente daba a otros hombres órdenes que eran ejecutadas en el acto, tal vez (decía para sí) he visto nublarse el cielo, bramar las olas y encresparse, nacer la tempestad en un extremo del espacio, y como un águila gigantesca venir llenando con sus alas los dos horizontes. Quizá conocía ya entonces que mi barco era un refugio despreciable, puesto que parecía temblar y estremecerse, ligero como una pluma en la mano de un gigante. Después el terrible mugido de las olas, la vista de los escollos me anunciaban la muerte, y la muerte me espantaba, y hacía inauditos esfuerzos para librarme de ella, y reunía en un punto todas las energías del hombre y toda la inteligencia del marino para luchar con Dios. Y esto, porque yo entonces era feliz; porque volver a la vida era para mí volver a la felicidad; porque aquella muerte yo no la había llamado ni la había elegido; porque el sueño, en fin, me parecía intolerable en aquel lecho de algas y de légamo… , era que me indignaba a mí, criatura, imagen de Dios, el servir de pasto a los albatros o a los tiburones. Pero hoy ya es otra cosa: he perdido cuanto me encariñaba con la existencia; hoy la muerte me sonríe como una nodriza al niño que va a amamantar; hoy muero como se me antoja; muero cansado, como dormía en aquellas noches de desesperación y rabia después de haber dado tres mil vueltas en mi camarote; es decir, treinta mil pasos; es decir, diez leguas sobre poco más o menos.
En cuanto esta idea germinó en la imaginación del joven, púsose un tanto más alegre, más risueño, se conformó más con su pan negro y con su dura cama, comió menos, dejó de dormir, y comenzó a parecerle soportable aquel resto de existencia, que podría dejar cuando quisiese, como se deja un vestido viejo.
Dos maneras tenía de morir; una era sencilla: atar su pañuelo a un hierro de la ventana y ahorcarse; otra era dejarse morir de hambre, sin que su carcelero se diera cuenta de ello. La primera repugnaba mucho a Dantés, porque recordaba a los piratas que mueren ahorcados en las vergas de los navíos que los apresan: tenía pues a la horca por un suplicio infamante y no quería aplicárselo a sí mismo, por lo que adoptó el segundo medio, empezando desde aquel día a ponerlo en práctica.
Cerca de cuatro años habían transcurrido en