-Tez morena, cabellos, ojos y patillas negros, levitón azul abotonado hasta la barba, roseta de oficial de la Legión de Honor, sombrero de alas anchas y bastón de junco.
-¡Vaya! ¿Conque se sabe eso? -dijo Noirtier-. ¿Y por qué no le ha echado la mano?
-Porque ayer le perdió de vista en la esquina de la calle de Coq-Heron.
-¡Cuando yo os digo que es estúpida la policía!
-Sí, pero de un momento a otro puede dar con él.
-Sí, si no estuviese sobre aviso -dijo Noirtier mirando a su alrededor con la mayor calma-; pero como lo está, va a cambiar de rostro y de traje.
Y levantándose al decirlo, se quitó el levitón y la corbata, tomó del neceser de su hijo, que estaba sobre una mesa, una navaja de afeitar, se enjabonó la cara, y con mano firme quitóse aquellas patillas negras que tanto le comprometían.
Su hijo le miraba con un terror que tenía algo de admiración.
Cortadas las patillas, peinóse Noirtier de modo diferente, cambió su corbata negra por otra de color que había en una maleta abierta, su gabán azul cerrado, por otro de su hijo de color claro, observó ante el espejo si le caería bien el sombrero de alas estrechas de Villefort, y dejando el bastón de junco en el rincón de la chimenea donde lo había puesto agitó en su nerviosa mano un ligerísimo junco del cual Villefort se servía para presentarse y andar con desenvoltura, que era una de sus principales cualidades distintivas.
-¿Y ahora crees que me reconocerá la policía? -preguntó volviéndose hacia su estupefacto hijo.
-No, señor -balbució el sustituto-. A lo menos, así lo espero.
-Encomiendo a la prudencia -prosiguió Noirtier- estos trastos que dejo aquí.
-¡Oh! Id tranquilo, padre mío -respondió Villefort.
-Ya lo creo. Oye: empiezo a comprender que en efecto puedes haberme salvado la vida; pero, anda, que muy pronto te lo pagaré.
Villefort inclinó la cabeza.
-Creo que os engañáis, padre mío.
-¿Volverás a ver al rey?
-¿Quieres pasar a sus ojos por profeta?
-Los profetas de desgracias no son en la corte bien recibidos, padre.
-Pero a la corta o a la larga se les hace justicia. En el caso de una segunda restauración pasarás por un gran hombre.
-¿Y qué he de decir al rey?
-«Señor, os engañan acerca del espíritu reinante en Francia, y en las ciudades y en el ejército. El que en París llamáis el ogro de Córcega, el que se llama todavía en Nevers el usurpador, se llama ya en Lyón Bonaparte, y el emperador en Grenoble. Os lo imagináis fugitivo, acosado, y en realidad vuela como el águila de sus banderas. Sus soldados, que creéis muertos de hambre y de fatiga, dispuestos a desertar, multiplícanse como los copos de nieve en torno del alud que cae. Partid, señor, abandonad Francia a su verdadero dueño, al que no la ha comprado, sino conquistado; partid, señor, y no porque estéis en peligro, que él es bastante poderoso para no tocaros el pelo de la ropa; sino porque sería una mengua para un nieto de San Luis, deber la vida al hombre de Arcolea, de Marengo de Austerlitz.» Dile esto, Gerardo… , o mejor será que no le digas nada. Disimula tu viaje a todo el mundo; no te vanaglories de lo que has venido a hacer, ni de lo que hiciste en París; si has bebido los vientos a la venida, devóralos a la vuelta, entra en tu casa de modo que nadie lo sospeche y en particular sé desde ahora humilde, inofensivo, astuto; porque te juro que obraremos como aquel que conoce a sus enemigos y es fuerte de suyo. Andad, andad, mi querido Gerardo, que con obedecer las órdenes paternales, o mejor dicho, si queréis, con atender a los consejos de un amigo, os sostendremos en vuestro destino. Así podréis -añadió Noirtier sonriendo-, salvarme por segunda vez si la rueda de la fortuna política vuelve a levantaros y a bajarme a mí. Adiós, mi querido Gerardo: en el primer viaje que hagáis, venid a parar en mi casa.
Y con esto se marchó tranquilo, como no había dejado de estarlo un solo momento durante esta conversación, mientras que Villefort, pálido y agitado, corrió a la ventana, desde donde le pudo ver pasar impasible entre dos o tres hombres de mala traza, que emboscados detrás de la esquina, y en los portales, esperaban quizás al de las patillas negras, el gabán azul y el sombrero de alas anchas, para echarle el guante.
Villefort permaneció de pie y lleno de ansiedad, hasta que, viéndole desaparecer en la encrucijada de Bussy, se precipitó sobre el malhadado traje, ocultó en el fondo de su maleta el levitón azul y la corbata negra, aplastó el sombrero escondiéndolo debajo de un armario, hizo pedazos el bastón arrojándolos al fuego, y poniéndose la gorra de viaje llamó al ayuda de cámara, vedándole con un gesto las mil preguntas que éste ansiaba hacer; pagóle la cuenta y se precipitó al carruaje que ya le estaba aguardando. En Lyón supo que Bonaparte acababa de entrar en Grenoble, y participando de la agitación que reinaba en los pueblos del tránsito llegó a Marsella henchida el alma con las angustias con que la ambición y los primeros medros suelen envenenarla.
Capítulo 13 Los cien días
El señor Noirtier resultó un profeta verídico. Tal cual los auguró pasaron los sucesos. Todo el mundo conoce lo de la vuelta de la isla de Elba, suceso extraño, milagroso, que no tiene ejemplo en lo pasado ni tendrá imitadores en lo porvenir probablemente.
Luis XVIII no trató parar golpe tan duro sino con mucha parsimonia. Su desconfianza de los hombres le hacía desconfiar de los acontecimientos. El realismo, o mejor dicho, la monarquía restaurada por él vaciló en sus cimientos mal afirmados aún; un solo gesto del emperador acabó de demoler el caduco edificio, mezcla heterogénea de preocupaciones y de nuevas ideas. Villefort no alcanzó de su rey sino aquella gratitud inútil a la sazón y hasta peligrosa, y aquella cruz de la Legión de Honor, que tuvo la prudencia de no enseñar a nadie, aunque el señor de Blacas le envió el diploma a vuelta de correo, cumpliendo la orden de Su Majestad.
Napoleón hubiera destituido a Villefort, de no protegerle Noirtier, que gozaba de mucha influencia en la corte de los Cien Días, tanto por los peligros que había corrido, como por los servicios que había prestado. El girondino del 93, el senador de 1806, protegió pues a su protector de la víspera; tal como se lo había prometido.
Durante la resurrección del imperio, resurrección que hasta a los menos avisados se alcanzaba poco duradera, se limitó Villefort a ahogar el terrible secreto que Dantés había estado en trance de divulgar.
El procurador del rey fue destituido de su cargo por sospechas de tibieza en sus opiniones bonapartistas. Sin embargo, restablecido apenas el imperio, es decir, apenas habitó Napoleón en las Tullerías que acababa de abandonar Luis XVIII, apenas lanzó sus numerosas y diferentes órdenes desde aquel gabinete que conocemos, donde encontró abierta aún y casi llena sobre la mesa de nogal la caja de tabaco del rey Luis XVIII, Marsella, a pesar del vigor de sus magistrados, empezó a dejar traslucir en su seno las chispas de la guerra civil, nunca apagadas enteramente en el Mediodía. Muy poco faltó para que las represalias fuesen algo más que cencerradas a los realistas metidos en su concha, los cuales se vieron obligados a no poder salir de su casa, porque en las calles los perseguían cruelmente si se dejaban ver.
Por un cambio natural, el naviero, que como dijimos pertenecía al partido del pueblo, llegó a ser en esta ocasión, si no muy poderoso, porque Morrel era prudente y algo tímido, como aquel que con su laborioso trabajo va amasando lentamente una fortuna, por lo menos, alentado por los bonapartistas furibundos que criticaban su moderación, hallóse, repetimos, bastante fuerte para levantar la voz y hacer una reclamación, que como ya se adivinará, fue en favor de Dantés.
Villefort continuaba siendo sustituto, a pesar de la caída del procurador: su boda, aunque resuelta, habíase aplazado para mejores tiempos. Si el emperador se afianzaba en el trono, necesitaba Gerardo de otra alianza, que su