Cristina sonrió y Rafael fue vagamente consciente de que realmente tenía una sonrisa que le iluminaba la cara, dándole un aspecto fugaz de belleza. Sin embargo, fue más consciente de que el tiempo apremiaba.
–Realmente he de irme –acabó la taza de café y se preguntó si tendría alguna idea de los planes descabellados que albergaba su madre. Decidió que no.
–Sé que es una imposición enorme, pero, ¿crees que podrías llevarme a Londres… hasta la estación de metro más próxima a tu casa? Es que realmente necesito volver y… desde allí podría pedir que el taller fuera a arreglar mi coche y que alguien lo lleve a Londres.
–O podrías quedarte y ocuparte de ello mañana a primera hora. Quiero decir que seguro que tu jefe te permitirá no ir a trabajar debido a una emergencia.
–No tengo jefe –repuso con un deje de orgullo–. Trabajo por mi cuenta.
–Mucho mejor. Puedes darte el día libre –arreglado eso, dejó la taza en el fregadero y comenzó a dirigirse hacia la puerta. Pero la imagen de su cara decepcionada lo hizo maldecir en voz baja y mirarla otra vez–. Me marcho en una hora –soltó, y vio cómo la desilusión se desvanecía como una nube oscura en un día soleado–. Si no estás lista, me iré sin ti, porque hay predicción de nieve y no puedo permitirme el lujo de quedarme atrapado aquí.
–Podrías pedirle a tu jefe que te diera el día libre –Cristina sonrió–. A menos que tú seas el jefe, en cuyo caso siempre podrías darte el día libre.
Hizo la maleta con rapidez y eficiencia. No había desayunado, pero decidió que a su figura le sentaría bien saltarse una comida. Y María, a pesar de sus protestas, le aseguró que ella misma llamaría al taller para asegurarse de que le llevaran el coche a Londres. Conocía a Roger, el propietario del taller, y le debía un favor después de haberle dado una generosa propina por los caballos.
Rafael quedó menos contento con el arreglo, aunque sabía que su madre no tenía la culpa del estado en el que se encontraba el Mini.
Pero mientras una hora más tarde conducía por caminos comarcales, no pudo evitar pensar que, de algún modo, sentía que lo habían manipulado para compartir su espacio con una perfecta desconocida.
Y extremadamente locuaz, a pesar de que él llevaba puestos unos auriculares inalámbricos para hablar por teléfono. Con paciencia esperó hasta que las conferencias de negocio terminaron y entonces se sintió libre de preguntarle por su trabajo.
–¿Es que nunca te relajas? –.preguntó, consternada después de que él le hiciera un breve resumen de cómo era su día.
Estaban empezando a dejar atrás los primeros copos de nieve y a regañadientes abandonó sus planes de llamar a su secretaria, Patricia, para pedirle que lo pusiera al día de la negociación con Roberts.
–Hablas como mi madre –le respondió con frialdad, pero ante el silencio desconcertado por su rudeza, cedió. Después de todo, sólo le quedaba un par de horas más en compañía de ella–. Supongo que, siendo tu propia jefa, sabes que dirigir una empresa es un compromiso de veinticuatro horas. A propósito, ¿a qué te dedicas tú exactamente?
Cristina, que se había sentido un poco herida por la falta de curiosidad mostrada por él acerca de su vida, sonrió, más predispuesta a ofrecerle el beneficio de la duda. Después de todo, era evidente que se trataba de un hombre muy, muy importante que dirigía un imperio propio. No le extrañó que se concentrara tanto en el trabajo y apenas tuviera tiempo para conversar con ella.
–Oh, a nada muy importante –respondió, súbitamente un poco avergonzada de su ocupación tan prosaica.
–Ahora has despertado mi curiosidad –sonrió a medias.
Y ese simple gesto le provocó escalofríos. Era estimulante y aterrador al mismo tiempo.
–Bueno… ¿recuerdas que te dije cuánto adoro los jardines y la naturaleza?
Rafael tenía un vago recuerdo, pero asintió de todos modos.
–Soy dueña de una floristería en Londres. Quiero decir, no es gran cosa. Cada una de nosotras heredó algo de dinero al cumplir la mayoría de edad y yo elegí gastar mi parte en eso.
–¿En Inglaterra? ¿Por qué? –aunque tenía el aspecto de alguien que podría dirigir una floristería.
Cristina se encogió de hombros y se sonrojó.
–Me apetecía estar fuera de Italia. Quiero decir, tengo unas hermanas perfectas que llevan una vida perfecta. Fue agradable alejarme de las comparaciones. Pero, por favor, no le menciones eso a tu madre, por si se lo cuenta a mis padres.
–No lo haré –prometió con solemnidad. ¿Es que imaginaba que hablaba de ese tipo de cosas con su madre?
No obstante, el reconocimiento fue conmovedor, al igual que el entusiasmo mostrado hacia su profesión. Esa mujer era una enciclopedia andante sobre árboles y plantas y Rafael se sintió satisfecho de escucharla hablar de su tienda, de los planes que tenía para ampliar en algún momento el negocio hacia el paisajismo, empezando con pequeños jardines londinenses para luego pasar a cosas más importantes. Adoraba la exposición floral de Chelsea, a la que había asistido un par de veces y que jamás dejaba de asombrarla. Su sueño era exponer algún día sus flores allí.
–Creía que tu sueño era el paisajismo –indicó él, avivado su cinismo por tanta ambición optimista.
–Tengo muchos sueños –la timidez la llevó a callar unos segundos–. ¿Tú no?
–Pienso que no es rentable pensar demasiado en el futuro, el cual, si no me equivoco, es el reino de los sueños, así que supongo que mi respuesta debe ser que no –para su sorpresa, habían llegado a Londres antes de lo esperado. Ella vivía en Kensington, cerca de su ático de Chelsea, y además en una zona residencial, que supuso que habrían pagado los padres discretamente ricos que tenía.
Por primera vez pensó en las ventajas de una mujer a la cual su dinero le inspirara indiferencia. Casi siempre las mujeres con las que salía estaban impresionadas por la enormidad de su cuenta bancaria. Y las que habían heredado dinero, en un sentido eran casi siempre peores, ya que se veían motivadas por el rango social, e invariablemente querían exhibirlo como la presa del día.
Esa joven no parecía motivada por esas cosas. Ni tampoco daba la impresión de estar interesada por él. En ningún momento había tenido lugar ese coqueteo descarado.
–Parece un poco drástico trasladarte hasta aquí para evitar comparaciones con tus hermanas.
–Oh, he estado en Inglaterra cientos de veces. Fui a un internado en Somerset. De hecho, ahora mismo vivo en el apartamento de mis padres. Y no vine para huir de las comparaciones. Bueno… en realidad, sí. ¿Te haces una idea de lo que se siente al tener dos hermanas preciosas? No, supongo que no. Roberta y Frankie son perfectas. Perfectas en un sentido bueno, si entiendes lo que quiero decir.
–No, no lo entiendo.
–Algunas personas son perfectas de un modo desagradable… cuando lo saben y quieren que también el mundo lo sepa. Pero Frankie y Roberta son, simplemente, adorables, con talento, divertidas y amables.
–Suenan como ciudadanas modelo –comentó con sarcasmo. En su experiencia, esas criaturas no existían. Estaba convencido de que, como tantas otras cosas, eran simples leyendas urbanas.
–Lo son, de verdad –Cristina suspiró–. En cualquier caso, son hijas modelo. Las dos son bastante mayores que yo. Creo que yo fui una especie de error, aunque mis padres jamás lo reconocerán, y he de reconocer que disfruté de una vida maravillosa siendo la pequeña de la familia. Mi padre me llevaba a ver un montón de partidos de fútbol. De hecho, ése es otro de mis sueños. Quisiera ser entrenadora de fútbol. Solía jugar mucho siendo joven, y se me daba bastante bien, pero luego lo dejé y ahora me encantaría volver. No a jugar, sino a entrenar. Puede que ponga un anuncio en los