Moisés Ville ya tiene su primera novela testimonial, su primera obra de no ficción, y también, su primera novela policial. Y Javier ha entablado una relación especial con el pueblo. “Sí, la verdad es que Moisés Ville es una especie de secreto mejor guardado. Hoy es un pueblo típicamente argentino, uno más en la zona, en la región. Pero permanecen como testimonio de aquellos años de pioneros, los edificios importantes que construyó esa gente: un teatro con cuatrocientas butacas para un pueblo que hoy no pasa de dos mil quinientos habitantes, pero donde llegó a haber cinco mil, cuatro templos, dos bibliotecas y el cementerio, que es el más antiguo de los cementerios judíos de la Argentina. Todo es testimonio de un pueblo que fue esplendoroso. Me generan mucha admiración esos colonos”.
En ese cementerio, por ejemplo, hay una tumba, a la que llaman “la tumba larga” y que sirve de referencia para los guías del cementerio cuando tienen que indicar locaciones a los visitantes. Dicen: “A tantas lápidas de la tumba larga”, cosas así. Como cuenta Javier, un desprevenido puede pensar que es la tumba de un gigante. Y no. El padre, la madre, la hija adolescente y un niño fueron colocados en línea recta, tocando los pies de uno la cabeza del otro. Allí yacen los Waisman desde 1897.
Es costumbre colocar piedras sobre la tumba en lugar de flores. No sé por qué. Tal vez por aquello de “polvo eres y en polvo te convertirás”.
Recibir inmigrantes no fue fácil. Porque, además, desde 1860 el gaucho estaba siendo tironeado y sometido por la potenciación de los campos y su modernización como recurso económico.
Al gaucho errante sólo le quedaba convertirse en peón de estancia jaqueado por las restricciones a sus libertades, siempre a riesgo de quedar como “vago y malentretenido” y terminar alojado a su pesar en un fortín fronterizo o, peor, con sus huesos arrojados en una cárcel. Porque el que no acataba el nuevo orden que imponían las alambradas era considerado un marginal. Y, por eso, muchos se convirtieron en bandidos rurales.
Gracias a mis recorridas –a veces, un poco obstinadas, lo reconozco− pude traer al presente, desde el fondo de los tiempos, esa epopeya brutal, aquellas tierras hirsutas, esos años ásperos, donde un mundo venía y otro se iba.
Y así fue cómo, en el gran escenario de la pampa gringa, había encontrado otras historias, que con el amor y el crimen como protagonistas, me habían acercado de otro modo a esa gran epopeya de la inmigración que nos marcó a los argentinos –y a “nuestra” Argentina− para siempre.
2
De cuando Perón era Juancito
Dicen que la infancia es lo que más uno recuerda, y así parece que es, por lo menos en esta historia circular. El último invierno, en uno de mis largos viajes por la costa patagónica se me ocurrió conocer un lugar porque recordé, como una iluminación, que allí había pasado su infancia Juan Domingo Perón.
Como buen personaje destacado de la historia, el General, amado y odiado con la misma intensidad, dejó una marca tan profunda en el país de los argentinos que ya no se sabe bien cuál de las biografías que lo describen es la real, cuál lo acerca más al hombre de carne y hueso que fue y menos a la leyenda que lo inmortalizó.
En Chubut, después de una larga recta de setenta kilómetros que lo aparta de la ruta 3, la columna vertebral de las carreteras de la Patagonia, la tentación de pasar por el legendario Cabo Raso y ver ese caserío sin gente es irresistible.
Sé que nada queda aquí, pero siempre es bueno oler el mar antes de seguir adelante. Era un lugar chato, sin alturas, con algunas casas derruidas… parecía un pueblo, pero estaba muerto.
Cabo Raso había crecido como posta entre estancias, desde antes de 1900, y en su buena época había levantado un almacén, que también era bar, hotel y estafeta, y algo así como la casa de alguna autoridad.
El mar iba y venía; pensé que no había en ese lugar otra voz que no fuera la del viento, y el sonido de piedra arrastrada del perpetuo embate de las olas sobre las playas desiertas.
Y después de atravesar ese pueblo fantasma, llegué a Camarones, una pequeña ciudad recostada sobre el Atlántico, en el sur de la provincia de Chubut. El tiempo estaba variable, y de tanto en tanto llovía. Pero a veces salía el sol y alumbraba las aguas azules de la bahía.
Los ojos de Juan Domingo Perón habían visto lo que yo estaba viendo ahora, pero muchos años antes. Estaba allí el enigmático Perón de la infancia, el territorio menos explorado de su existencia.
En pleno centro de Camarones, me acerqué al solar donde se había edificado la casa donde vivió Perón.
La casa paterna se quemó en 1970 y por muchos años fue un baldío, con un simple muro de cemento, solitario, en medio de la nada. Pero ahora alguien hizo un museo, dicen que replicando lo que era la vieja casa familiar.
Me recibió Gerardo “Titi” Roberts, cuyo padre fue amigo de Juan Domingo, cuando ambos eran unos chicos de apenas diez años jugando en la interminable meseta patagónica, ajenos al destino que les reservaría la vida.
Titi Roberts me guio hasta la estancia El Porvenir, el lugar donde Perón pasaba sus vacaciones de verano cuando era apenas un cadete militar y su padre administraba ese campo. “Los dos chicos −me dijo Roberts− jugaban a ver desde las colinas la llegada del barco que los llevaría de regreso a Buenos Aires al final de las vacaciones”.
Juan Domingo fue hijo natural de Juana Sosa y Mario Tomás Perón.
Lo sé porque vi una vieja foto de marzo de 1895 donde, en el frente mismo de una pobre choza, Juana muestra el embarazo de cinco meses: Juan nacerá en octubre en esa humilde casa de Roque Pérez −y no de Lobos, como cuenta la historia oficial−. Las teorías más modernas indican que Perón fue hijo natural y que los padres se casaron cuando él ya tenía dos años. Y en su primera fotografía, a los cinco meses de edad, ya se denotan los rasgos que lo acompañarán hasta su muerte.
Pero el pasado poco difundido del hombre que llegó a concentrar mayor poder que ningún otro presidente en el país está ligado a la Patagonia.
La primera incursión del padre de Perón para cuidar un campo de ovejas fue entre Cabo Raso y Camarones, en la estancia La Maciega, a partir de 1901.
Entre 1902 y 1904 la familia estuvo en la estancia Chankaike, en el sur de Santa Cruz –soportando temperaturas de hasta 25 ºC bajo cero−, cuando su padre quiso trabajar un campo que no prosperó. Era una patriada, pero él estaba convencido de que el mito de la Patagonia cruel e inhóspita se desvanece cuando se tiene espíritu de lucha.
Allí no había caminos: solo huellas, dibujadas por el rodaje de los carros. Y muchos pumas. Tantos, que hasta atacaban de día. “En Chankaike el capataz era un escocés marinero y la mayoría de los peones tenía origen chileno −recordará Perón muchísimos años después−. Pero eran también gente de primera, porque de uno y otro lado de la cordillera los hombres son los mismos. Cuando era chico, mi ambición era ser como ellos: seres extraordinarios en lucha continua con la naturaleza”.
Hombres dados a comparar la acciones de los seres humanos con las de los animales que los rodean. En ese ámbito, “Juancito” cultivó el cariño por perros y caballos, animales que pasaron a formar parte de la iconografía peronista. “Sin embargo, creo que toda la familia recibió en la Patagonia una lección de carácter. Yo doy gracias a Dios por eso: he comprendido que esos cinco años en los que se formó mi subconsciente ejercieron una influencia favorable sobre el resto de mi vida. Yo siempre tuve perros ovejeros, porque en la Patagonia un perro vale más que un peón. […] Yo también tenía galgos, para cazar guanacos y avestruces. Y de los caballos, ni se hable. Para alguien que, como yo, ha andado por el desierto, el caballo es parte de la vida”.
Pero la vida era insoportable, no hubo negocio, y en 1905 volvieron