Es curiosa la vida de Andreu Nin, sobre todo si se superpone con la de Trotski. En 1921 fue elegido por la CNT como uno de los delegados que acudirían a la Unión Soviética con motivo de un congreso de la Internacional Sindical Roja. En 1922 la CNT abandonó la organización, pero Nin permaneció en Moscú. Se convirtió en un estrecho colaborador de Trotski, casi su secretario personal, y en 1926 pasó a formar parte de su Oposición de Izquierda para evitar el ascenso de Stalin en el partido. Aprendió ruso y volcó al catalán por primera vez a los grandes novelistas rusos del siglo XIX. Tradujo a Dostoievski y a Tolstoi. Tal vez Nin también soñaba en su infancia con ser escritor, quién sabe. Esas traducciones, según me cuenta un escritor catalán amigo mío, están hoy algo superadas. Es normal. El idioma literario envejece mucho más rápido que el idioma común, por eso es necesario volver traducir a los clásicos cada cierto tiempo. Sin embargo, se me ocurre ahora que esas traducciones ya prefiguraban entonces el destino vital de Nin. Es imposible no comparar a sus asesinos, oscuros funcionarios que cumplían con espeluznante diligencia la tarea que les había sido encomendada, con el Raskólnikov de Crimen y castigo cuya voz tradujo Nin, siempre tan inmerso en miedos y tribulaciones.
En 1930 Andreu Nin fue expulsado de la Unión Soviética y tras romper con Trotski en 1934, que abogaba en España por infiltrar al PSOE, fundó el POUM en 1935. Al principio de la Guerra Civil ocupó puestos de responsabilidad en la Generalitat republicana, para ser detenido después de los sucesos de mayo de 1937. Fue trasladado a Valencia, luego a Madrid y finalmente a Alcalá de Henares donde fue torturado y ejecutado por agentes rusos. No obstante, la muerte de Nin estuvo cubierta por un halo de misterio durante mucho tiempo. Según la versión oficial se pasó al bando nacional. El propio Negrín sostuvo que había sido liberado por sus amigos de la Gestapo. A grandes rasgos, esa es la vida de Nin. Todas las vidas, en realidad, incluso las de los grandes aventureros, están compuestas por unos pocos movimientos y pueden resumirse en un párrafo.
Durante una etapa de mi juventud, poco antes de entrar en la universidad, sentí cierta curiosidad por la figura de Nin. Ahora, con la distancia del tiempo, me da la impresión de que me interesaban más las circunstancias de su muerte que su propia vida. En mi cándido pensamiento de entonces creía que ese asesinato sin resolver tenía la facultad de ocultar un secreto providencial. Recuerdo la relación que establecí con el que en aquel entonces era mi profesor de historia. Yo tenía 17 años. De alguna manera, él percibió mi interés por la Guerra Civil, acontecimiento histórico que a él también le interesaba. A menudo nos quedábamos conversando después de clase sobre hechos que yo conocía vagamente de discusiones con mi madre, de los relatos de mi padre y de alguna lectura azarosa. Ahora me viene a la memoria como en un pasillo, tras terminar una clase, me explicó con todo lujo de detalles cómo habían matado a Andreu Nin. A veces piensa uno que en cuestión de crímenes, la sofisticación es más aterradora que la brutalidad. Aquello me pareció entonces una nueva forma de ingeniería del dolor. Creo que a partir de ahí, una vez resuelto el misterio, mi interés por Nin empezó a desfallecer. Apenas he pensado en él durante todos estos años. A veces he encontrado su rastro en artículos, en conversaciones con amigos, incluso en algún cartel, sin que me produjera grandes emociones. Podría decirse que lo había olvidado. O que había olvidado, al menos, el efecto de una curiosidad que se fue sin dejar huella. Sentí algo especial, sin embargo, cuando vi que era el traductor de Mis peripecias en España y a medida que iba avanzando en la construcción de este texto, se me fue apareciendo como una sombra latina, como una proyección meridional de Trotski, como si la historia fuese a veces una mera repetición de los mismos argumentos en distintas latitudes con ligeras variaciones. Un poco como la literatura. Y es que puede decirse que Nin fue el telonero de un destino trágico. Bien mirado, existe una simetría macabra entre ambas muertes. A Nin, que era catalán, lo mataron los rusos. Y a Trotski, que era ruso, lo mató un catalán.
9
Fue en Alicante, y yo debía de tener alrededor de quince años, cuando explorando en la colección de películas en formato VHS de mi tío Iñaki encontré una titulada El asesinato de Trotski. Mi tío Iñaki es uno de los más fieles coleccionistas que he conocido jamás de cualquier fascículo que entreguen con los periódicos, ya sean vólumenes de la literatura universal, del cine clásico o un montón de plásticos inservibles para montar el Titanic. Tenía en su habitación paredes repletas de libros y de películas. Explorando en esas colecciones populares encontré aquella película, de la que en primer lugar me extrañó el título, tan explícito, y después la carátula. La vimos aquella misma noche. Aquellos meses de agosto, en una Alicante canicular, Iñaki y yo veíamos una película cada noche, con todas las ventanas abiertas y un ejército de ventiladores. A menudo teníamos que hacer verdaderos esfuerzos para que la conversación familiar de mi abuela y mis tías no interfiriese en la propia trama.
De la película solo conservo unas pocas escenas vagas. La casa mexicana de Trotski protegida por voluntarios. Su capacidad de trabajo. Un fallido intento de asesinato. Y ese extraño personaje, un belga, alto y moreno, que se introducía con facilidad en el círculo de confianza de Trotski. Se me quedó grabada en la memoria la escena del asesinato. En un alarde de originalidad, el asesino empleó un piolet para agujerear el cráneo de Trotski, algo que seguramente ha contribuido a hacer del crimen uno de los más famosos de la historia. Recuerdo la escena como algo más bien desagradable. Y sangriento. Trotski sentado en su despacho, leyendo unos papeles que le ha entregado ese nuevo amigo que aguarda de pie a su espalda, hasta que de pronto el belga, que esconde el piolet en la chaqueta, percute por detrás el cráneo de su víctima. Trotski se queda estupefacto durante unos segundos, doblemente estupefacto: por el dolor físico y por el dolor del asombro, que es siempre el dolor de la traición. Bracea, después grita y el belga se queda paralizado unos segundos. Recuerdo todavía el alarido de Trotski que espantó a su asesino y evitó que lo rematase en el suelo en ese mismo momento. Un grito sobrecogedor: el grito del siglo XX. Mucho tiempo después he leído que a Trotski lo que más le obsesionaba mientras se desangraba en el suelo de su despacho mexicano, era que su nieto, todavía un niño, no presenciara la escena. Mantengan al niño alejado, no debe ver esta escena, dijo un Trotski agonizante. Ese niño era Estebán Volkow (en ese momento todavía Seva Volkow, antes de que cambiara su nombre), el padre de Verónica y el único descendiente de Trotski, después de que su madre se suicidase en Berlín en 1933, y de que Stalin asesinase al resto de sus hijos. El último superviviente de un linaje maldito que, lo que son las cosas, tras ser podado en Europa brotó de nuevo en México, y al casarse con una madrileña de Lavapiés y tener cuatro hijas se transformó en un linaje americano.
No sé cuando volví a pensar en el asesinato de Trotski. Creo que pasaron algunos años hasta que alguien me dijo o leí algo, da igual. El caso es que en algún momento adquirí conciencia de que el asesino de Trotski era Ramón Mercader. La imagen que tengo de Mercader, por mucho que busque fotos en Internet de su verdadero rostro, no puedo remediarlo, es siempre la imagen cada vez más borrosa de Alain Delon que lo interpretaba en aquella película, en particular en aquella escena final en el despacho de Trotski. La imagen gris y casi lateral de un hombre apuesto y elegante con un traje oscuro: un funcionario del asesinato político.
La historia de una vida puede mirarse desde muchos ángulos, pero vista desde uno en particular parece como si todos los datos encajasen y hubiese una trama secreta que orienta todos los giros para dotarla de un sentido y, en algunos casos, incluso de una impresión de circularidad. Un relato siempre se construye desde un lugar concreto, descubriendo algunos nudos y ocultando otros, porque las vidas en bruto no son más que un conjunto de espasmos y de huidas hacia delante, carentes de la arquitectura superior de una narración. Visto así, bajo una determinada luz, parece como si a Trotski le hubiese perseguido la ciudad de Barcelona. Aquella Niza en un infierno de fábricas en la que se reunió con su familia en el lejano 1916 para subirse al buque Montserrat y a la que ya nunca volvió. La misma ciudad en la que nació