—¿Eso es todo lo que necesita? ¿Estar demasiado cansado?
—Eso nos ayudará bastante. Y la buena noticia es que la mujer que os vendió el perro tenía razón, son animales muy inteligentes.
—Éste, no.
Audrey volvió a reír, acarició al animal, que volvió a ponerle las patas delanteras encima, incapaz de contener la emoción.
—Ves —dijo Simon.
Audrey lo empujó con cuidado y dijo:
—Tink, abajo.
El perro obedeció y se quedó mirándola, moviendo el rabo.
—Buen perro —añadió Audrey. Era una pena que no tuviese nada con lo que recompensarlo.
—No lo es.
—Bueno, en cualquier caso, es lo suficientemente inteligente para saber que no te gusta…
—Para eso no hay que ser un genio.
Audrey contuvo una sonrisa.
—Y, por el momento, ha sabido cómo llamar tu atención.
Simon la miró con incredulidad.
—Quiero decir que el perro siente la animadversión que existe entre ambos, y eso no está ayudando a solucionar el problema. ¿Qué tal si haces como si no te interesase pelear con él…?
—¿Quieres que me retire de la batalla? —preguntó Simon, de nuevo con incredulidad.
—Marion me ha dicho que detestas perder el tiempo. Y supongo que te has dado cuenta de que es una pérdida de tiempo intentar pelear con este perro. Es algo indigno de ti. ¿Por qué no vas a hacerte con el poder de un país, o algo así? ¿No te gustan más esos retos?
Él la miró sorprendido.
¿Estaría furioso?
Finalmente, dijo en tono altanero:
—Yo no dirijo ningún país.
Luego, se echó a reír, y Audrey volvió a respirar.
—Creo que lo vamos a pasar muy bien trabajando juntos, Audrey. Nos veremos el viernes por la noche, cuando vuelva a la ciudad.
Entró en el garaje, se metió en el Lexus negro y desapareció por el camino.
El perro empezó a gimotear para llamar la atención de Audrey.
«Maldita sea», pensó ella. ¿Dónde se había metido?
Simon no pudo apartar su imagen de la cabeza, a pesar de que se había tapado de los pies a la cabeza, lo que era una pena esconder un cuerpo así.
Sacó el teléfono mientras conducía y llamó a Marion.
—No me habías dicho que era impresionante.
—¿Desde cuándo necesitas que alguien te diga que una mujer es impresionante?
Simon juró entre dientes.
Y Marion rió.
—Todavía no me he recuperado de la última mujer que dejé entrar en mi vida.
—Créeme, eres el último tipo de hombre con el que Audrey Graham querría tener algo, lo que significa que no tienes nada de lo que preocuparte con ella.
—¿Y por qué no querría tener nada conmigo? Soy un partidazo.
Era rico. Rico, soltero y tenía menos de cuarenta años.
—Ya sabes que no me gusta hablar de los demás, Simon, pero te diré que Audrey acaba de deshacerse de un hombre muy parecido a ti, y no quiere repetir.
—¿Cómo que muy parecido a mí? ¿Qué quieres decir? Con buen carácter y muy sexy.
—Sí, en eso estaba pensando. Aunque tengo que decirte que estás de mejor humor que de costumbre. ¿Te encuentras bien?
—No te preocupes, estoy seguro de que se me pasará.
La idea de que alguien amaestrase al perro, hiciese feliz a Peyton, y a la señora Bee, le hacía estar más tranquilo.
¿O era el haber conocido a una mujer muy guapa, con buena actitud y a la que no le preocupaba enfrentarse a él lo que lo había puesto de tan buen humor?
No había muchas mujeres que se atreviesen.
O que pudiesen hacerle reír, como había hecho ella.
—Sólo necesito a alguien que se ocupe del perro y del jardín —dijo, tal vez para recordárselo a sí mismo, más que a Marion.
—Y la acabas de encontrar —añadió ella.
—No se te ocurra intentar emparejarme con ella, ¿de acuerdo?
—Ya te he dicho que ella tampoco quiere saber nada de hombres ahora mismo.
«Qué pena», pensó Simon.
Le gustaban las mujeres que no se sentían intimidadas por él, que escupían fuego de vez en cuando.
En especial, en la cama.
Audrey no podía creer que hubiese conseguido el trabajo. Y un lugar donde vivir, tan cerca de su hija.
Aquél sería el primer paso para volver a entrar en su vida.
Ni siquiera conocer a la señora Bee podría estropearle el día.
Y eso que la señora Bee era más fría que el viento del norte, bizca, muy delgada y estirada, y le gustaba dar órdenes todavía más que a su jefe.
Permitió la entrada a Audrey en su pulcra y tenebrosa cocina sólo el tiempo suficiente para que le diese su número de la seguridad social y para volver a reiterar el odio que sentía por el perro, y que esperaba que Audrey no causase más problemas ni a ella, ni al señor de la casa. Sobre todo los problemas que causaban las mujeres indignas cuando intentaban echarle el lazo a Simon Collier.
Audrey intentó asegurarle que no quería meterse en ningún tipo de problemas, aunque la señora Bee no pareció convencerse del todo.
Se sintió aliviada al salir de la cocina y se dijo que era una suerte no haber ido allí con la idea de hacer amigos.
Iba hacia el coche para marcharse cuando Tink, que había estado durmiendo bajo un árbol cercano, corrió hacia ella como si no quisiese quedarse allí solo con la señora Bee.
—Tengo que irme, pero volveré pronto. Y, luego, nos haremos amigos.
El perro gimió.
—Tengo que ir por mis cosas.
El animal gimió más.
—Lo siento, tengo que marcharme.
Tink empezó a ladrar como un loco.
Y ella no fue capaz de hacerlo callar.
La señora Bee apareció en la puerta trasera de la casa, con el ceño fruncido.
—Ah, todavía está aquí —dijo al ver a Audrey con expresión de disgusto—. ¿Va a hacer algo con esa cosa o va a ignorar su responsabilidad hasta que vuelva mañana? —le preguntó.
Audrey consiguió esbozar una sonrisa.
—Creo que voy a llevármelo a dar un paseo, tal vez algo más de ejercicio lo ayude a estar más tranquilo y a… hacerle a usted el día más agradable.
Si es que era posible que la señora Bee tuviese un día agradable.
A la señora Bee pareció sorprenderle su respuesta, resopló y cerró la puerta.
Audrey tomó aire, buscó la correa del perro en el garaje y salió con él de la propiedad.
Empezaron andando con rapidez y terminaron trotando. Y enseguida salieron de la zona en la que