Así se lo comenté a mi maestro, y acto seguido sacó un pequeño álbum de fotos, en el que solo cabía una foto por página. Fue pasando cada página, y desde la primera hasta la última mostraban fotografías de mis amores, mis novios, mis amados; deteniéndose sobre cada una, me decía: «Si te hubieses quedado con ese, te habría pasado tal o cual cosa». Y veía imágenes de escenas maravillosas, pero también de situaciones horrorosas; incluso vi que uno de esos hombres me habría matado. De hecho, hasta que no terminé de ver todo el álbum no recordé que había tenido tantos amoríos en mi vida.
Finalmente, en la última página había una foto en la que estaba yo sola embarazada de muchos meses; me quedé mirándola y le pregunté al maestro:
–¿Y eso?
Y me respondió:
–Ese es tu tesoro.
Pero me veía sola, sin un compañero a mi lado que fuese a acompañarme en todo el trayecto que tendría por delante como madre de ese bebé. Hasta que no pasó mucho tiempo no lo comprendí, pero en ese sueño él me respondió: «Para que veas que siempre he estado contigo, siempre he estado a tu lado, siempre te he cuidado y te he protegido».
Por lo tanto, mi tesoro era tener a mi hija... Cuando nació, él me dijo: «Cuando yo ya no esté, nunca más vas a estar sola, porque tienes a Joanna. Nunca más vas a estar sola, pero yo siempre voy a estar contigo; siempre te amaré, más allá de esta vida, más allá del tiempo y del espacio, y siempre te haré saber que estoy a tu lado».
Entonces hoy, el día de Sant Jordi, el día del libro y de la rosa, es aquel en el que tengo una revolución en mi corazón que me inspira a iniciar este libro, el cual tenía proyectado pero aparcado pensando que iba a empezarlo a partir de la muerte de uno de mis padres. Así que voy a intentar aprovechar este sentimiento para imprimirlo en la obra, pues sé que quizás ahora es el momento exacto de compartirlo
El protagonista de Salvado por la luz, hacia el final de la película, cuando finalmente ha entendido cuál es su trabajo, la razón por la que ha vuelto a la vida, tiene esta conversación con un amigo justo antes de entrar en una casa para ayudar a una persona a irse:
–¿Qué vienes a hacer aquí exactamente?
–Los ayudo en los últimos cinco minutos. Cuando llega el fin, todo el mundo quiere cinco minutos más; quieren decir cosas que nunca dijeron, quieren sentir cariño una vez más. Yo les doy esos cinco minutos; luego, los dejo ir. ¿Sientes el olor?
–Sí. Huele a... muerte.
–No... Es miedo, el miedo a la muerte. Cuando haga mi trabajo, notarás el olor a rosas.
Siento que, a través de este libro, también tengo que ayudar a las personas a irse en paz. Cuando vayan a morir, tienen que saber que no hay nada que temer, ya que lo que les espera es su hogar en el cielo; volverán a casa. El miedo solo es causado por la propia ignorancia. A la vez, debemos saber que cuando muramos no estaremos solos, pues tenemos derecho a estar acompañados en ese tránsito de vuelta a casa.
Creo que muchas personas han sentido ese olor a rosas u otra flor al recordar con mucho amor a un ser querido fallecido. Por ejemplo, esa abuelita, que utilizaba un perfume de lavanda que asocian con su presencia. Creo que ese olor, ese perfume, esa fragancia, esa belleza es algo que nos transporta como seres humanos.
¡Cuánto simbolismo hay detrás de una rosa o un ramo de rosas! Me maravillo con su textura, su perfección, los colores... Cuando veo una rosa en toda su perfección en un rosal, no me entran ganas de cortarla y apartarla así de su estado natural; sin embargo, cuando alguien me entrega una rosa o un ramo de rosas, siento la ilusión que hay detrás de ese regalo, vinculado al simbolismo de esta flor, y siempre las pongo en mi altar.
Tengo una querida compañera de la enseñanza zen, Maite, que cuando nos preparábamos para impartir un curso siempre me ponía rosas en el escenario, sin que yo lo supiese. Finalmente, descubrí su secreto. Ella sabía lo importantes que eran las rosas para mí para transmitir la enseñanza y canalizar las lecciones del maestro o de quienes querían hablar a través de mí durante esas dos horas de clase. Así que gracias, Maite, por todas tus atenciones. Siempre con tu humildad, tu sonrisa y tu cara de pillina te encogías de hombros y decías: «Bueno, no es nada; para ti, cariño, con todo mi amor».
El gran mensaje de la película Salvado por la luz es que, como seres humanos, somos seres espirituales poderosos, y que lo más importante en esta vida es el amor, sea como sea, y la importancia de despertar al ser humano al amor, porque solo el amor puede cambiar todo.
En el momento de escribir estas líneas, llevamos cuarenta días encerrados en casa confinados, en España, con nuestros familiares. Puede ser una experiencia maravillosa, pero también puede ser que destruya relaciones, ante la frustración, ante el no saber, ante la impotencia, ante la pobreza, y ante la falta de luz natural, de sol, de aire fresco, de contacto con la naturaleza.
¿Cuántos de nosotros estamos en este momento deseando pasear por un parque, sentir la brisa de la primavera, ver a los niños jugar juntos disfrutando con sus inocentes juegos? ¿Cuántos padres querrían ver brincar y saltar a sus hijos y oírles decir «¡Mamá, mira lo que hago!», «¡Papá, ven a jugar conmigo!»? O tal vez esperemos disfrutar de ver cómo corretean nuestras mascotas... De hecho, hoy en día parece que los perros tienen más derechos que los niños; los perros pueden salir con su amo a pasear, pero los niños, encerrados en casa, no tienen este derecho. Espero que a partir de hoy impere el sentido común y los dejen salir porque lo que necesitan es jugar y disfrutar con sus amigos al aire libre. Un niño desarrolla inmunidad a partir de jugar, saltar, moverse, reírse, y, sobre todo, a partir de hacer ejercicio en la naturaleza. ¿Cuántos padres darían lo que fuera para poder disfrutar con sus hijos al aire libre? ¿Cuántos dejarían la corbata, el traje y el ordenador ahora mismo para salir a disfrutar de su familia en un entorno natural? Hasta el confinamiento teníamos esta posibilidad y ahora no la tenemos; no contamos con esta libertad.
Estamos todos y cada uno buscando su paz. Los adolescentes, alborotados, tienen más energía que nadie y necesitan estar en contacto con los suyos, con la gente de su edad. Necesitan su vida social, su espacio, su libertad; no pueden estar encerrados en casa veinticuatro horas al día detrás de las pantallas, que constituyen su única forma de comunicarse con la vida exterior. Es antinatural, es antivida.
Por otra parte, están todos esos ancianos encerrados en su casa, tal vez solos y necesitados del contacto físico y el cariño de sus familiares, que ahora no pueden recibir. ¿Cuántas de estas personas lamentablemente terminan muriendo en soledad?
En estos días de confinamiento, creo que estamos valorando las cosas sencillas de la vida que antes dábamos por sentadas. Valoramos realmente las cosas cuando dejamos de tenerlas. Quizá, al menos esta es mi esperanza, cuando se termine el confinamiento seremos diferentes: sabremos valorar más que nunca una sonrisa, un apretón de manos, un abrazo eterno, una mirada eterna; sabremos decir mejor «te quiero», pero un «te quiero» de verdad, habiendo sido privados del derecho y el privilegio de estar en contacto con nuestros familiares y amigos queridos. Ahora es cuando quizás lo vamos a valorar más que nunca. Yo, al menos, sé que en cuanto pueda estrujar a mi familia lo haré con toda el alma; por muchas diferencias que pueda haber entre mis hermanos, por mucho tiempo que hayamos estado sin vernos, sé que les podré decir: «Te he echado de menos; eres mi hermana, eres mi hermano, eres mi padre, eres mi madre».
Hemos venido a este mundo habiendo pactado, antes de nacer, dar lo mejor de nosotros, buscar lo que más nos une y no lo que más nos separa. Hemos venido a cumplir el propósito de vivir la experiencia de ser una familia terrenal aun sabiendo que nuestros lazos vienen del más allá, que arrastramos karmas