¿Chavindecas? preguntó.
Pues no sé si así se llaman contesté.
Ocupamos masa y carne asada, chiles aquí hay.
Mientras las preparábamos, la muchacha me dijo: ¿Quiere saber más de cómo se metió el joven Alfonso con los malos?
Y sin esperar mi respuesta habló: un día doña Lore se fue derecho a ver al jefe, yo la acompañé. Vivía por Los Reyes y hasta allá fuimos para pedirle que le consiguiera trabajo al muchacho, pero algo que no sea peligroso le dijo la doña. Cómo conocía a ese señor y por qué él la ayudó, sólo Dios y ella y él lo sabían, pero lo hizo. Al poco tiempo el Alfonso ya se quedaba en la presidencia municipal, viendo todo y oyendo todo, y corría a contárselo al tal jefe. Gracias a eso, él sabía quién se casaba con quién cuál compraba qué cuánto valía tal casa terreno auto joya. A doña Lore le daba mucho gusto y hasta decía que Dios le estaba cumpliendo su sueño.
¿Y tú cómo sabes eso? pregunté.
Ay seño, ya le dije que a mí nadie me considera, es como si no existiera, entonces hablan todo y yo oigo todo contestó.
Un día cuando limpiábamos el arroz la muchacha me dijo:
¿Qué cree usted que era lo único que doña Lore no le permitía al muchacho?
Y sin esperar mi respuesta habló: decir groserías. Como ella era maestra de español, eso le importaba mucho. Él era de puro güey cabrón hijo de la chingada puta de mierda así nos hablaba a todos. Y pues la doña se enojaba y hasta le lavaba la boca con jabón y lo encerraba con llave al grito de en esta casa hablamos correctamente. ¡Imagínese! Decirle a un joven que no hable como hablan los jóvenes era como decirle a uno de tierra caliente que no tenga armas. Pero el muchacho se tuvo que cuadrar, porque doña Lore lo amenazó con pedirle al tal jefe que lo sacara del grupo y eso sí le pudo al joven Alfonso, su sueño era andar con ellos, ser como ellos.
Un día cuando limpiábamos los frijoles, antes de que la muchacha empezara a contar alguna historia, la abuela nos llamó: ayúdenme dijo.
Y allá fuimos atrás de ella, a acomodar las cosas de Poncho y de las niñas para cuando regresaran, y a guardar las de la difunta en unas cajas grandotas, que fueron a parar a un cuarto en donde tenía guardadas otras cajas grandotas con ropa de otros de sus hijos también ya difuntos.
En el trajín de doblar y guardar, doña Livia habló: cuando llegamos acá era un pueblo tranquilo, había bailes se coronaba a la reina se paseaba en el jardín se iba a las aguas termales. Todo muy bonito, pero a mí este lugar sólo me ha traído desgracias. A mi hija mayor se la llevó uno de ellos, por culpa del miserable de mi marido que se la regaló, pues según decía, lo mejor que le podía pasar en la vida era que un jefe le hiciera un hijo. El tipo estaba feliz porque la verdad es que ella era muy hermosa. Nunca la volví a ver, alguien me dijo que se fueron lejos.
Mis hijos chicos también se juntaron con los malos y también por culpa del miserable de mi marido, pues según decía, lo mejor que les podía pasar en la vida era estar protegidos por ellos. Nunca los volví a ver, alguien me dijo que a uno lo mataron y el otro anda en Estados Unidos.
Por eso del miserable de mi marido no guardo ni un pañuelo, ojalá se esté quemando despacito en las llamas eternas del infierno.
Otro día cuando picábamos las verduras, antes de que la muchacha empezara a contar alguna historia, otra vez la abuela llamó pero sólo a mí: ayúdame dijo.
Y allá fui atrás de ella, cuarto por cuarto, para sacar de adentro de los colchones y de las almohadas bolsas de plástico llenas de billetes. Eran dólares americanos, muchos, muchísimos. Y en el trajín de sacarlos, doña Livia habló: el miserable de mi marido me dejó bien provista, con todo y que se jugó mucho en la baraja y con todo y que le salieron otros hijos que reclamaron su parte. Poncho también nos daba dinero, bastante dinero. No me preguntes de dónde lo sacaba porque nunca nos dijo, pero mi hija se ponía feliz, lo gastaba en tinte fino para el cabello y bolsas de marca como las que usan las actrices de la televisión, era muy manirrota mi Lore que Dios la tenga en su gloria, el dinero se le escurría entre los dedos, igualita que a su padre. Yo en cambio lo guardé, porque en mi casa aprendí que hay que prepararse para las vacas flacas. Y mira tú, Bendito sea Dios que lo hice, porque si no, ahora nos moriríamos de hambre.
Y otro día cuando lavábamos la alfalfa para el agua y antes de que la muchacha empezara a contar alguna historia, otra vez la abuela llamó y otra vez sólo a mí: ayúdame dijo.
Y allá fui atrás de ella, a acomodar los dólares americanos que habíamos sacado, haciendo paquetes según la denominación de los billetes. Y en el trajín de hacer los montones, doña Livia habló: mi Lore que Dios la tenga en su gloria, era la más chica. Ella se hizo maestra por culpa del miserable de mi marido que la obligó a estudiar y le compró su plaza con los del sindicato, porque según decía, lo mejor que le podía pasar en la vida era tener con qué mantenerse puesto que era muy fea y jamás se casaría.
Pero sí se casó. O mejor dicho, se juntó con uno que trabajaba en el municipio, vivían en una casa pequeña, bien puesta y adornada con las cosas que le gustaban a él, y no les iba mal con todo y que al José le quitaban un montón de su sueldo, casi la mitad, como donativo obligatorio para sus superiores.
Lo bueno fue que la aceptó con el chamaco. Nosotros nunca supimos quién es el padre de Poncho, ella no dijo nada y nosotros no preguntamos nada ¿para qué? A lo hecho pecho como dicen acá. Luego tuvo a las dos niñas y una más que se murió al nacer.
Hasta que un día el hombre desapareció sin dejar rastro. Decían que se había ido con una que lo habían levantado que lo habían mandado a otra plaza que lo habían visto en tal municipio, vete tú a saber. Lo único seguro es que no supimos más de su persona y entonces Lore se regresó para acá, a vivir conmigo.
Fue entonces cuando se le ocurrió lo de rentar el cuarto que fue del miserable de mi marido ojalá se esté quemando despacito en las llamas eternas del infierno, que para ayudarse decía, pero yo creo que lo hizo para conocer gente, porque siempre vemos las mismas caras decía.
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