El arte de amar
El amor cortés revela cómo el amar era un arte en el sentido antiguo; un saber práctico, una técnica. La literatura cortesana muestra un arte de amar, cómo decir un saber y practicar el amor, una enseñanza del amor. Ars Amandi, el arte de amar, es una expresión antigua, título de un poema de Ovidio, quien considera al amor como una técnica susceptible de ser enseñada, comparándolo con la navegación o la conducción de un carro; se trata de una técnica de la seducción. En la Edad Media, Ovidio encontró a sus más apasionados lectores, pero no se conformaron con imitarlo, se ha dicho que en esta época se inventó una idea nueva y original del amor que, como suele pasar en estos casos, reveló algo de la verdad en juego, tomando en serio al deseo. (7) El amor es tomado en su naturaleza paradójica y contradictoria. Un amor que es alegría, pero también sufrimiento. Los trovadores utilizaban la palabra joy, que si bien participa de la alegría, era diferente; se trata de una joya en la que la alegría del amor contempla la presencia de cierta sombra. La insatisfacción era considerada como una esencia del deseo, verdad que nos revela la clínica de la histeria. Por otro lado, los obstáculos en juego llevan a la exaltación del amor. (8)
Como lo plantea Jean Markale: “la pareja constituida por la dama y su amante, sean cuales fueran los motivos reconocidos o subyacentes, es una especie de pareja infernal que se lanza a través de la sociedad medieval cristiana y turba su buena conciencia”. (9)
Un carácter esencial del amor cortés es el ser furtivo, término cuyo sentido etimológico proviene de la palabra latina que remite a ladrón. Una tradición incierta habla de las “cortes de amor”, tribunales donde las Damas dictaminaban sentencias de acuerdo a una ética del amor. André de Champelain nos permite acceder a algunos de los fallos dictados por las Cortes de Damas. Tomaremos como ilustración uno dictado por la condesa de Champagne. Se trata de un caballero enamorado de su Dama; ésta se negaba a amarlo hasta que decide hacerle la propuesta de que acepte un compromiso solemne si quiere obtener su sentimiento: deberá obedecer todas sus órdenes o quedará privado de su amor. El enamorado acepta. La dama ordena no pensar más en su amor y no alabarla jamás en público. El enamorado sufrió estos condicionamientos hasta que escuchó a unos caballeros hablar inconvenientemente de su dama, atacando su reputación; cuando no soportó más reaccionó violentamente y defendió su honor. Cuando ella se enteró del hecho le hizo saber que quedaba privado de su amor, por alabarla en público. La condesa de Champagne dictaminó a favor del joven ya que se considera injusto que se le ordene al enamorado no inquietarse por su amor. No se puede sustraer al amor esa dimensión inquietante. (10) Estos tribunales pretendían reglamentar aquello que no pude ser regulado de la diferencias entre los sexos, aquello que siempre se escapa por más depurado que resulte el juego amoroso. Pese a ser una escolástica del amor desgraciado, al igual que las cartas de amor, el amor cortesano guarda relación con un decir verdadero que se escapa por los poros al pretender suplir lo imposible de escribir de la relación entre los sexos. (11)
El lugar de la Dama
En el amor cortés, el centro del cuadro que nos interesa es ocupado por la Dama, del latín domina, dueña en el sentido literal del término, en tanto que esta mujer tiene la posición dominante, además de tener la particularidad de estar casada. Los trovadores la llaman mi dons, es decir en masculino, mi señor. Su amante acepta ser su vasallo.
A partir de cierta mirada furtiva, de un flechazo, un joven queda cautivado, no pudiendo pensar en otra cosa que en ella.
La dama tenía una jerarquía social que estaba por encima de la del enamorado. Podía llegar a ser, y en este caso no sin ciertas complicaciones, la esposa de su propio Señor. En cuanto al joven, lo entendemos en un doble sentido de la palabra: con respecto a la edad, pero también célibe, es decir, sin esposa pero cortejando a una mujer casada, rodeada de estrictas prohibiciones. El triángulo lo completa el Señor, es decir, el esposo de la Dama, cuyo matrimonio era el producto de negociaciones preestablecidas.
George Duby (12) se interroga sobre la verdadera naturaleza de esta relación entre los sexos. La mujer acaso sólo sea una ilusión, un señuelo, quizás tenga la función de velo. Podría conjeturarse, según Duby, que en este triángulo el vector que se dirige del joven a la Dama, rebote en la misma, para continuar su camino hacia quien sería su verdadero objetivo: el Señor. Otra posibilidad es que se proyectara hasta él sin rodeos
Este planteo lleva a Duby a preguntarse si el amor cortés no es en realidad un amor entre hombres. Si bien no descartamos esta consideración, estamos sosteniendo la teoría de que el amor, y particularmente el cortesano, es vacío. En este sentido, la figura de la Dama resulta para nosotros central, y toda la lógica de estos amoríos se fundamenta en contornear a esa mujer cuyas condiciones consisten precisamente en representar un vacío. Lacan plantea cómo la Dama presenta caracteres despersonalizados, a tal punto que todos los que le cantan parecerían dirigirse a la misma persona, todas ellas presentan el mismo carácter. (13) El objeto femenino se encuentra vaciado de toda sustancia real. En el Seminario de La angustia (14) Lacan plantea que el amor cortés se dirige a un lugar muy diferente que al de la Dama, más bien es el signo de vaya a saber qué carencia.
Del amor lejano
Resulta de sumo interés la producción literaria que es el resultado de estas maniobras. Los trovadores componían la letra y la música que cantaban los juglares. Lo cierto es que en los poemas se comprueba cómo se retrasa constantemente el momento en el que la amada puede quedar atrapada. La satisfacción estará en la espera. Como nos dice Lacan “el objeto, señaladamente aquí el objeto femenino, se introduce por la muy singular puerta de la privación, de la inaccesibilidad”. (15) A la Dama se le puede cantar, pero teniendo en cuenta una barrera que la aísla. El placer no tiene que ver con la satisfacción sino que está desplazado a la espera. Un claro ejemplo de esto es el de Ulrico de Lichtenstein, quien cortejó a su Dama antes de obtener una entrevista durante diez largos años.
El trovador podía enamorarse de una Dama aun sin siquiera haberla conocido, por el mero hecho de oír hablar de ella, cómo le sucedió a Jaufré Rudel, príncipe de Blaya, señor de Pons y de Bergerac, quien se enamoró sin haberla visto nunca de una condesa de Trípoli (Odierna, esposa de Raimundo I); partió para ofrecerle su amor muriendo en los brazos de ella al llegar. Según su biógrafo la condesa lo hizo sepultar en la Casa de los Templarios y el mismo día ella tomó el velo. (16) A la pluma de Rudel le debemos la frase: “Mi dama es una creación de mi espíritu y se desvanece con el alba”.
Para René Nelly todo sucede como si la parte masculina de la humanidad hubiera hecho desaparecer la mujer de carne y hueso. El planteo de un amor dirigido, en el fondo, a un espacio vacante nos permite un contrapunto con la fábula del andrógino que Platón pone en boca de Aristófanes en El Banquete para explicar el amor. Mito en el cual Lacan reconoce un padrinazgo histórico al
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