A Mijaíl Iványch le costaba mentir. Flaqueaba.
—Tengo que echar un trago —dijo.
—No te doy nada. Mosquéate, si quieres, pero yo no te doy nada.
—Pero si te digo que te lo devuelvo todo con el anticipo.
—Nada.
Para acabar con la conversación, Nikitin entro en la isba dando un portazo que hizo temblar el pequeño buzón azul incrustado en la hoja.
—¡Aguarda, vecino! —gritó indignado Mijaíl Iványch—. ¡Aguarda!… ¡Me las pagarás! ¡Ay, cómo me las vas a pagar, cabrito! ¡Te vas a acordar de esta conversación!…
No obtuvo respuesta alguna. Las gallinas iban de un lado a otro. Doradas ristras de cebollas se balanceaban sobre el porche…
—¡Verás la vida que te voy a hacer pasar! Te voy a…
Erizado, rojo como un tomate, Mijaíl Iványch seguía profiriendo alaridos:
—¡¿Ya te has olvidado?! ¡¿Eh?! Te has olvidado de todo, ¡¿no, cabrón?! ¡¡De todo te has olvidado!!…
—¿Me he olvidado de qué? —Nikitin asomó de nuevo.
—¡Ya te lo recordaremos, ya…!
—Venga, dime, ¿de qué me he olvidado?
—¡Te lo recordaremos todo! ¡Te vas a acordar del año diecisiete! ¡Ahí os dimos bien!… ¡A ti, carroña, te vamos a meter una purga que te cagas! ¡Os vamos a deskulakizar a todos! ¡Vamos a purgar a todo dios del partido! ¡A la cheka, como a este… como al padrecito Majnó23!… ¡En un plis plas!…
Y tras una pequeña pausa:
—Échame una mano, vecino, dame cinco rublitos… Venga, aunque sean tres… Por Jesucristo te lo pido… Perra tuberculosa…
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