A la mañana siguiente, muy temprano, Nébel llamaba al pobre cuarto de aquél. La expresión de su rostro era sobrado explícita.
–¿Es ahora? –le preguntó el paternal amigo, estrechándole con fuerza la mano.
–¡Pst! ¡De todos modos!... –repuso el muchacho, mirando a otro lado.
El dibujante, con gran calma, le contó entonces su propio drama de amor.
–Vaya a su casa –concluyó–, y si a las once no ha cambiado de idea, vuelva a almorzar conmigo, si es que tenemos qué. Después hará lo que quiera. ¿Me lo jura?
–Se lo juro –contestó Nébel, devolviéndole su estrecho apretón con grandes ganas de llorar.
En su casa lo esperaba una tarjeta de Lidia:
«Idolatrado Octavio:
Mi desesperación no puede ser más grande. Pero mamá ha visto que si me casaba con usted, me estaban reservados grandes dolores, he comprendido como ella que lo mejor era separarnos y le jura no olvidarlo nunca.
tu Lidia»
–¡Ah, tenía que ser así! –clamó el muchacho, viendo al mismo tiempo con espanto su rostro demudado en el espejo. ¡La madre era quien había inspirado la carta, ella y su maldita locura! Lidia no había podido menos que escribir, y la pobre chica, trastornada, lloraba todo su amor en la redacción–. ¡Ah! ¡Si pudiera verla algún día, decirle de qué modo la he querido, cuánto la quiero ahora, adorada de mi alma!...
Temblando fue hasta el velador y cogió el revólver, pero recordó su nueva promesa, y durante un larguísimo tiempo permaneció allí de pie, limpiando obstinadamente con la uña una mancha del tambor.
OTOÑO
Una tarde, en Buenos Aires, acababa Nébel de subir al tranvía cuando el coche se detuvo un momento más del conveniente, y Nébel, que leía, volvió al fin la cabeza.
Una mujer con lento y difícil paso avanzaba entre los asientos. Tras una rápida ojeada a la incómoda persona, Nébel reanudó la lectura. La dama se sentó a su lado, y al hacerlo miró atentamente a su vecino. Nébel, aunque sentía de vez en cuando la mirada extranjera posada sobre él, prosiguió su lectura; pero al fin se cansó y levantó el rostro extrañado.
–Ya me parecía que era usted –exclamó la dama–, aunque dudaba aún... No me recuerda, ¿no es cierto?
–Sí –repuso Nébel abriendo los ojos– La señora de Arrizabalaga...
Ella vio la sorpresa de Nébel, y sonrió con aire de vieja cortesana que trata aún de parecer bien a un muchacho.
De ella –cuando Nébel la conoció once años atrás–sólo quedaban los ojos, aunque más hundidos, y ya apagados. El cutis amarillo, con tonos verdosos en las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían ocultar una dentadura del todo cariada. Bajo el cuerpo demacrado se veía viva a la morfina corriendo por entre los nervios agotados y las arterias acuosas, hasta haber convertido en aquel esqueleto a la elegante mujer que un día hojeó la lIustration a su lado.
–Sí estoy muy envejecida... y enferma, he tenido ya ataques a los riñones... Y usted –añadió mirándolo con ternura–, ¡siempre igual! Verdad es que no tiene treinta años aún... Lidia también está igual.
Nébel levantó los ojos:
–¿Soltera?
–Sí... ¡Cuánto se alegrará cuando le cuente! ¿Por qué no le da ese gusto a la pobre? ¿No quiere ir a vernos?
–Con mucho gusto... –murmuró Nébel.
–Sí, vaya pronto; ya sabe lo que hemos sido para usted... En fin, Boedo, 1483; departamento 14... Nuestra posición es tan mezquina...
–¡Oh! –protestó él, levantándose para irse. Prometió ir muy pronto.
Doce días después Nébel debía volver al ingenio, y antes quiso cumplir su promesa. Fue allá –un miserable departamento de arrabal–. La señora de Arrizabalaga lo recibió, mientras Lidia se arreglaba un poco.
–¡Conque once años! –observó de nuevo la madre–. ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Y usted que podría tener una infinidad de hijos con Lidia!
–Seguramente –sonrió Nébel, mirando a su rededor.
–¡Oh! ¡No estamos muy bien! Y sobre todo como debe estar puesta su casa... Siempre oigo hablar de sus cañaverales... ¿Es ése su único establecimiento?
–Sí... En Entre Ríos también...
–¡Qué feliz! Si pudiera uno... ¡Siempre deseando ir a pasar unos meses en el campo, y siempre con el deseo!
Se calló, echando una fugaz mirada a Nébel. Este, con el corazón apretado, revivía nítidas las impresiones enterradas once años en su alma.
–Y todo esto por falta de relaciones... ¡Es tan difícil tener un amigo en esas condiciones!
El corazón de Nébel se contraía cada vez más, y Lidia entró.
Ella estaba también muy cambiada, porque el encanto de un candor y una frescura de los catorce años no se vuelve a hallar más en la mujer de veintiséis. Pero bella siempre. Su olfato masculino sintió en su cuello mórbido, en la mansa tranquilidad de su mirada, y en todo lo indefinible que denuncia al hombre el amor ya gozado, que debía guardar velado para siempre el recuerdo de la Lidia que conoció.
Hablaron de cosas muy triviales, con perfecta discreción de personas maduras. Cuando ella salió de nuevo un momento, la madre reanudó:
–Sí, está un poco débil... Y cuando pienso que en el campo se repondría enseguida... Vea, Octavio: ¿me permite ser franca con usted? Ya sabe que lo he querido como a un hijo... ¿No podríamos pasar una temporada en su establecimiento? ¡Cuánto bien le haría a Lidia!
–Soy casado –repuso Nébel.
La señora tuvo un gesto de viva contrariedad, y por un instante su decepción fue sincera; pero enseguida cruzó sus manos cómicas:
–¡Casado, usted! ¡Oh, qué desgracia, qué desgracia! ¡Perdóneme, ya sabe!... No sé lo que digo... ¿Y su señora vive con usted en el ingenio?
–Sí, generalmente... Ahora está en Europa.
–¡Qué desgracia! Es decir... ¡Octavio! –añadió abriendo los brazos con lágrimas en los ojos–: A usted le puedo contar, usted ha sido casi mi hijo... ¡Estamos poco menos que en la miseria! ¿Por qué no quiere que vaya con Lidia? Voy a tener con usted una confesión de madre –concluyó con una pastosa sonrisa y bajando la voz–: Usted conoce bien el corazón de Lidia, ¿no es cierto?
Esperó respuesta, pero Nébel permanecía callado.
–¡Sí, usted la conoce! ¿Y cree que Lidia es mujer capaz de olvidar cuando ha querido?
Ahora había reforzado su insinuación con una lenta con una leve guiñada. Nébel valoró entonces de golpe el abismo en que pudo haber caído antes. Era siempre la misma madre, pero ya envilecida por su propia alma vieja, la morfina y la pobreza. Y Lidia... Al verla otra vez había sentido un brusco golpe de deseo por la mujer actual de garganta llena y ya estremecida. Ante el tratado comercial que le ofrecían, se echó en brazos de aquella rara conquista que le deparaba el destino.
–¿No sabes, Lidia? –prorrumpió la madre alborozada, al volver su hija–. Octavio nos invita a pasar una temporada en su establecimiento. ¿Qué te parece?
Lidia tuvo una fugitiva contracción de cejas y recuperó su serenidad.
–Muy