¿Sentir el soplo —helado o ardiente, depende— en el ejercicio de la palabra? Se trata a la vez de cierta concepción del aire y de cierta concepción del lenguaje: mediante el fraseo profundo de su pensamiento, Pierre Fédida construía un lugar teórico que puede situarse como el más allá del aire según Freud (al que nunca cesó de volver, desde luego) y del lenguaje según Lacan (al que cuestionó sin nunca alejarse de él). Para Freud, el aire de “los sueños de vuelo” (Flugträume) no es, una vez más, sino un espacio abstracto —ni medio ni materia— en el que se vuelven a representar los “juegos de movimiento, tan singularmente atractivos para los niños”.[15] Para Lacan, el lenguaje subyacente a la “palabra plena” no es, una vez más aún, sino un dispositivo simbólico, pues justamente le falta aire. Ese aire que Pierre Fédida habrá ido a buscar a Kreuzlingen, con el gran psiquiatra y psicoanalista Ludwig Binswanger (el amigo de Freud, el lector de Husserl, el terapeuta de Nijinsky, de Kirchner, de Warburg).
Sin embargo, sería erróneo ver en Pierre Fédida un discípulo de Binswanger. Aunque también resultaría insuficiente considerarlo como uno de los mejores “conocedores” de su pensamiento, entre Michel Foucault de un lado (a quien Binswanger ayudó a fundar su análisis estructural de los discursos y su crítica histórica de la institución psiquiátrica)[16] y Henri Maldiney del otro (a quien Binswanger ayudó a rechazar todo análisis estructural y a teorizar la comprensión fenomenológica de los conceptos psiquiátricos)[17]. Pierre Fédida habló de Binswanger a partir de la perspectiva de la “imposibilidad de concluir”.[18] En retrospectiva, hoy veo en ello una manera de expresar para sí mismo —y siguiendo el modelo de una situación que fue también la de Binswanger al momento de los grandes debates teóricos que habían atravesado el psicoanálisis en los años veinte y treinta— un rechazo a concluir la reflexión, es decir, un rechazo a encerrar nuevamente el psicoanálisis en los modelos existentes del debate intelectual.
Se trataba, primero, de una relación entre psicoanálisis y filosofía: ninguno de los dos podría “concluir” —acabar, subsumir, superar— al otro. Según Pierre Fédida, los conceptos freudianos no dejan de poner en cuestión el orden filosófico; pero lo contrario es también cierto (en su homenaje a La ausencia, Deleuze lo habrá comprendido muy bien), lo cual exige al psicoanalista el esfuerzo, rara vez asumido, de salir de sus propios marcos de inteligibilidad. Y además, se trataba de una relación entre estructuralismo y fenomenología: ninguno de esos dos grandes movimientos del pensamiento contemporáneo podría refutar al otro por completo y pretender sustituirlo. Pues lo que a uno le falta es precisamente el objeto del pensamiento del otro.
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La posición de intervalo que mantuvo de manera constante Pierre Fédida se debía ante todo a su incapacidad de ser dogmático: le era imposible detener el pensamiento, fijar de una vez por todas las determinaciones de un concepto metapsicológico. Esta elección tal vez explica su voluntad de poner al psicoanálisis en situación de diálogo con la filosofía, la poesía, la antropología, la historia del arte, la biología… Que la situación psicológica sea imperativamente específica no implica que su pensamiento deba constituirse como la definición de un dominio, de un “campo” del que uno sería a la vez el experto y el dueño. Se puede poseer el diván, pero no aquello que permite pensar lo que ocurre en él: eso rebasa los límites del consultorio mismo. Si Pierre Fédida prefería circular de un campo a otro, siguiendo caminos inesperados, es porque el pensamiento no cobraba sentido para él sino en el recorrido mismo, más que en el asentamiento en un sitio y en su delimitación por un dueño.
Esto explica también, me parece, un gran número de paradojas que Pierre Fédida se forjaba como tantas otras experiencias heurísticas propicias para extraer el psicoanálisis de sus propias adquisiciones, cuando éstas se limitan a crear un hábito, una “capa de confort” teórica. Por ejemplo, su trabajo atípico sobre la hipocondría —“esa suerte de alucinación verbal del órgano de la palabra en el que, al haber sido primitivamente investidas, las palabras se vuelven el lugar de la modificación de los órganos”—[19] habrá sido, tal vez, tan decisivo como la histeria en el joven Freud: el lugar privilegiado, en la clínica, para pensar nuevamente el síntoma (symtoma) y al mismo tiempo los vínculos del cuerpo con la palabra, del soma con el sema. Se perfila entonces la noción de un “cuerpo de la palabra”: [20] gracias a Lacan y más allá de cierta vulgata fenomenológica, el cuerpo salía de su estado de “mutismo”, preso en el puro Dasein; pero, gracias a Binswanger y más allá de cierta vulgata estructuralista, la palabra salía de su puro estado “enunciativo” para convertirse en algo así como un gesto que involucra todo el cuerpo, un gesto de aire creador de significados y significantes, pero también de flujos, de intensidades, de suspensos, de atmósferas, de acontecimientos impalpables que, sin embargo, se encarnan.
Luego vino el “cuerpo del vacío”.[21] Pero el “vacío” o la “ausencia” ya no se reducían al espaciamiento abstracto que, en aquella época, hacía de ellos el modelo estructuralista. Vacío y ausencia se volvían medios, materias, movimientos, órganos. De manera que, en Pierre Fédida, el “intervalo” posee ciertamente, desde el inicio, este fecundo doble sentido: estructural como entre, fenomenológico como cavidad (es decir, como espacio orgánico concebido según el paradigma hipocondríaco).[22] Más tarde, será cuestión de pensar nuevamente la metáfora (que dice el sema) junto con la noción de crisis (que dice el soma y el symtoma), o de reinventar la tópica freudiana respondiendo a la hipersimbolicidad de la topología lacaniana mediante un recurso arqueológico y antropológico a la imagen informe de chora, el “lugar portador de huellas” de los antiguos griegos.[23]
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Pensar el intervalo como un evento concreto —como soplo de aire—, más que como estructura abstracta y lugar vacío, reintroducir las descripciones sensibles de Binswanger más allá de los dispositivos teóricos de Lacan: todo esto respondía, en el pensamiento de Pierre Fédida, a la necesidad de poner en movimiento lo que nuestros hábitos intelectuales tan a menudo buscan poner en interrupción. Por ejemplo, Fédida sitúa primero la noción psicoanalítica de objeto en la acepción —por supuesto necesaria y fecunda— que ha dado de ella Lacan: de ahí que el objeto deba pensarse a partir del “poder de instituirse en lugar de una ausencia”.[24] Pero una vez que hemos planteado la ausencia estructural, tendríamos que recordar por qué “una metapsicología del objeto corre el riesgo de la abstracción discursiva”, para que —me atrevería a decir— después se dinamice la ausencia buscando su ritmo, su “salto”, su “impulso”, su “brote”, que nos indica ya, si se le interpreta bien, la palabra “objeto”.[25] Por último, ahí donde el objeto de la doctrina psicoanalítica estándar, si este calificativo tiene algún sentido, depende de un dispositivo que se piensa generalmente según esquemas espaciales (los esquemas de Lacan, por ejemplo), el objuego, que Fédida toma de la poesía de Francis Ponge, brindará los medios para pensar la temporalidad del dispositivo, es decir, su metamorfosis misma, su plasticidad compuesta por síntomas, acontecimientos, singularidades.
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Una de las más bellas descripciones del objuego —descripción que es a la vez psicoanalítica y filosófica, clínica y ética, incluso estética— se encuentra, a mi parecer, en un pasaje en el que Pierre Fédida muestra cómo el juego, que implica gesto, ilumina el duelo, que implica abatimiento del gesto. Describe ahí, magníficamente, a dos niñas pequeñas que “ponen en juego” el duelo de su madre al inventar algo así como una forma coreográfica —como tal, atravesada por el placer, la risa y el movimiento— de la muerte:
Algunos días después del deceso de su madre, Laure —de cuatro años de edad— juega a que está muerta. Con su hermana —dos años mayor que ella— riñe por una sábana con la que desea la cubra mientras explica el ritual que escrupulosamente deberán seguir para que pueda desaparecer. La hermana obedece las instrucciones hasta que, al ver que Laure ya no se mueve, se pone a gritar. Laure reaparece y, para calmar a su hermana, le pide que a su vez sea la muerta, y le exige que, mientras la cubre, la sábana permanezca impasible. Pero no cesa de acomodarla, ya que los gritos de llanto se han transformado en risas que ondulan la sábana con sobresaltos de alegría. Y la sábana —que era sudario—