Cuando me detengo y me dejo llevar por la imaginación, me doy cuenta de que la escritura no es más que una resistencia estática. Uno de esos actos que nos retienen antes de cometer un delito. Una opción que nos salva y a la vez nos condena.
XXI
Más que una biografía o un perfil, lo que puedo trazar es una suma de anécdotas cazadas al vuelo, unidas unas a otras por posibilidades y suposiciones, como si me tocara completar una historia fragmentada. Son datos que se despliegan, que se proyectan en múltiples direcciones. Una realidad que se dispara hacia muchos lados y no se detiene en ningún momento.
Sé que, mientras estaba en Bousbecque, mi abuelo visitó varias veces Holanda. Sé también que se hospedó ocasionalmente en París y que allí se reunía con otros familiares y amigos. Lo veo ahora mismo en una de las fotos que conservo: a la derecha de un grupo de ocho personas, abrazando a un compañero, sonríe a la cámara con un gesto cansado. Como en otras imágenes, también viste traje y corbata. Al fondo, unos cuantos edificios del distrito XIV, donde se alojaban.
Compartía su piso con más gente y trató de abrir sus puertas a todos los que necesitaran emigrar por la zona. Las habitaciones tenían, al menos, cuatro inquilinos. Las camas estaban dispuestas en cada una de las esquinas. En medio, una mesa compartida. Uno de sus compañeros era árabe. Le encontraba por la noche rezando, sobre una alfombra que extendía a los pies de su cama. Entre el silencio y la oscuridad, debió tropezarse con él varias veces.
A pocos pasos de su casa de la rue Papeterie, se encontraba su trabajo. Era empleado en una fábrica, no sé si dedicada a la producción de papel o a la reparación de maquinaria pesada. Ignoro qué hacía exactamente, cuál era su función. Una vez me hablaron de una máquina de rodillos, la número 1. Allí debió de pasar todo su tiempo en Bousbecque, aunque nunca he podido confirmarlo.
Sé que se movía en bicicleta por el pueblo y que esa misma bicicleta fue pasando de mano en mano, entre la gente que se iba y la gente que llegaba. Así paseaba por los márgenes del río y hacía todas sus compras. Sobre todo en Bélgica, que por aquel entonces tenía mejor cambio de moneda que Francia.
Cruzaba la frontera a menudo, especialmente los sábados y domingos, mientras acudía a los pocos bares de algún pueblo limítrofe. Siempre iba en grupo y siempre bien vestido, elegante. Por eso en casi todas las fotos que conservo aparece con traje y corbata, como una vieja fotografía de August Sander.
Al comienzo, en la aduana le solicitaban sus documentos. No dejaba de ser una zona fronteriza, con sus propias reglas de juego y con las turbulencias que conlleva habitar una zona intermedia, entre dos aguas. Pienso en las bandas dedicadas al contrabando, a la extorsión, al tráfico ilegal de productos de toda clase. Eso es lo que generan ciertos lugares. Acarrean una sospecha detrás de ellos. Nos empujan a la desconfianza, como si todo lo que sucediera en sus calles llevara algún trazo enigmático. No he conocido ninguna frontera que no guarde un pasado turbio, un recuerdo inconfesable.
Más tarde, como ya le conocían, cruzaba la aduana sin problema alguno. Hasta que llegaron las huelgas de Mayo del 68. La vigilancia se hizo más exhaustiva y Bélgica no se fiaba de la moneda francesa. Desde entonces, fue imposible transitar con facilidad de un pueblo a otro. Tampoco hacer trasferencias. Durante los primeros años ingresaba el dinero en una cartilla. Luego, con las restricciones, se vio obligado a buscar otros mecanismos para guardarlo. Lo más frecuente era un bolsillo que añadía al pantalón. Cuando depositaba todo el dinero en efectivo, volvía a coserlo. Hasta que llegaba a España y podía cambiarlo en el Banco Popular.
XXII
Fotografías, anécdotas, charlas con familiares o amigos, testimonios de primera y segunda mano… Así delimito una figura desdibujada. En otras ocasiones esa imagen adquiere una nitidez asombrosa y me da por pensar que ya conozco todo, que apenas hay flecos que se me hayan escapado. Pero entonces esa claridad se ensombrece y vuelve a sumirme en innumerables círculos de intriga. Son cuestiones que se van agolpando una tras otra. ¿Cuántas veces fue a París? ¿A quién conoció? ¿Qué espacios hemos compartido, en épocas distintas? ¿De quién heredó la bicicleta y a quién se la dejó cuando estaba de regreso en España? ¿Qué hizo durante los fines de semana, mientras cruzaba la frontera con el resto del grupo? ¿Cómo vivió las revueltas que originaron el Mayo del 68? ¿Qué queda de todo lo que habitó? ¿Es el mismo paisaje que me encontré tiempo después, cuando fui a visitarlo?
Lo único que conservo son datos dispersos que provocan aún más cuestiones. Cuando pienso en esta historia y cuando admito por fin que se trata de una narración inconclusa, recuerdo un fragmento de Ryszard Kapuściński: «Hoy en día, ningún libro que gire en torno a la contemporaneidad puede ser otra cosa que un texto abierto. Tenemos que acostumbrarnos a la idea de que escribimos libros inacabados».
Eso es lo que debo asumir ahora. Hacerme a la idea de que hay historias que jamás tendrán un final cerrado, porque nacen sin darnos cuenta y desaparecen sin que lo advirtamos. Son narraciones que nunca podrán completarse del todo. Están ahí, han sucedido y, sin percatarnos apenas, se van de nuestro lado. Por ese motivo no escribimos más que libros incompletos, segundas partes, epílogos que vamos añadiendo justo antes de dar por concluido algo que no tendrá ninguna conclusión. Porque cuanto más analizamos un suceso más nos queda por descubrir, como si entráramos en una ciudad sin nombre en la que siempre estuviéramos de paso.
En eso consiste vivir: en dar inicio a historias y en recomenzar luego otras distintas. Consiste en atesorar experiencias con el riesgo de que se crucen entre ellas. Aunque las creamos olvidadas, pueden volverse y reclamar un protagonismo momentáneo. Al fin y al cabo, vivir no es más que acumular memoria. No es más que ir sumando recuerdos, aunque esos mismos recuerdos aún nos duelan.
Tenía razón William Faulkner: el pasado no pasa nunca. Por eso es imposible detenerlo y por eso también no termina de cerrarse. Intentamos abarcarlo mientras lo narramos, pero siempre habrá algo que se nos escapa. Por muy cerca que estemos, logrará desviarse por algún lado.
XXIII
Esas historias abiertas dieron paso a todo tipo de lecturas. Dependiendo de quien fuera el interlocutor que lo explicara, la historia adquiría un matiz u otro. Al final un mismo suceso, narrado por dos voces distintas, solo compartía el punto de partida. A veces, ni eso siquiera. Todo lo que venía después no era más que un cúmulo de explicaciones dispares, tan lejos de la realidad que incluso hoy nos causan cierta vergüenza.
Reviso el fondo de Radio Televisión Española y voy a uno de sus archivos, el que guarda todas las entregas del NO-DO, el aparato propagandístico del régimen de Franco. Veo algunos: el primero, emitido cuatro años después de que la guerra terminara; unos pocos más de la década del cuarenta, con especiales sobre Semana Santa, triunfantes inauguraciones de viviendas y desfiles de moda; y otros de décadas posteriores, con cacerías de patos en Alcudia, costureras de Madrid optando a premios del Teatro Real y cabras salvajes en los acantilados de Palma de Mallorca. Entre todos ellos, busco los noticiarios y documentales que se ocuparon de los emigrantes. Desde el inicio, el sesgo político es evidente: bajo una cortina de aceptación y festejos, la propaganda franquista escondió una realidad completamente opuesta a la que mostraban. Los emigrantes españoles dejaron de ser mulos de carga y se convirtieron en productores, o en operarios que gozaban «de justa fama por la eficacia y el pundonor que ponen siempre a sus empresas», según la voz en off que oímos mientras se suceden las imágenes. Los barracones donde se alojaban eran presentados como lugares de refugio, situados muy cerca de la fábrica para facilitarles el tránsito desde su casa hasta el trabajo. Sus residencias estaban perfectamente aclimatadas. La interacción entre los trabajadores españoles y los habitantes del pueblo que los acogía no generaba problema alguno. Todo lo contrario. Las palmadas y el cante andaluz eran