El destino celeste. Mary Robinette Kowal. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mary Robinette Kowal
Издательство: Bookwire
Серия: La astronauta
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417525989
Скачать книгу
como para caminar por su cuenta.

      El británico levantó la vista desde su posición junto al marco de la escotilla, con el rifle preparado.

      —¿De dos en dos?

      Roy asintió.

      —Sin heroicidades.

      —Entendido.

      Avancé hacia la entrada. El británico extendió una mano para estabilizarme. El sol se había puesto en el cielo y lo teñía todo de un precioso color dorado salpicado por las luces rojas y azules de los servicios de emergencia. Las ambulancias se habían multiplicado y también habían llegado coches de policía. Los terraprimeristas habían conseguido sus equipos de noticias. Habían venido las tres cadenas de televisión, además de múltiples estaciones de radio.

      Pero no se acercaban demasiado, claro. Todo el mundo se situaba detrás del cordón militar con el que habían cercado el cohete. Cuando me asomé por el marco, todas las armas se levantaron para apuntarme. Tragué saliva antes de hablar.

      —Dejarán salir a algunos astronautas como muestra de buena fe. De dos en dos. Los paramédicos pueden acercarse para ayudarlos.

      Después me apartaron de la escotilla de un tirón. Las rodillas se me doblaron y caí al suelo de la nave. El británico me agarró y me levantó, pero el cambio repentino fue demasiado y me desmayé.

      Cuando desperté, estaba sola con los terraprimeristas en una nave que apestaba a vómito y miedo.

      Capítulo 3

      Un grupo de terraprimeristas aborda una nave espacial. Libera a 31 de los 32 rehenes «como gesto de buena fe»

      Por David Bird

      Montgomery, Alabama, 21 de agosto de 1961 — Un grupo perteneciente al movimiento La Tierra Primero aprovechó la oportunidad cuando la Cygnus 14 aterrizó fuera de curso. Los hombres asaltaron la nave y tomaron a 32 astronautas como rehenes. Esta mañana, «como gesto de buena fe», han liberado a todos excepto a una de los astronautas. La última rehén, la doctora Elma York, conocida como «la mujer astronauta», seguirá retenida hasta que se cumplan las exigencias de los terraprimeristas, y ha actuado como enlace entre sus captores y las autoridades.

      Han pasado diez horas. La nave estaba a oscuras, salvo por las luces de vigilancia que el equipo de rescate había instalado fuera. Mi aparato vestibular odiaba estar de vuelta en la Tierra con gravedad total. Estaba enferma y me sentía incluso más débil que al aterrizar. A pesar de mis esfuerzos, me desmayé dos veces más después de que me hicieran caminar hasta la escotilla para exigir de nuevo la presencia del presidente, el secretario general de la ONU y el doctor Martin Luther King Jr.

      No vendrían. Lo sabía. Solo era cuestión de tiempo que los terraprimeristas también se dieran cuenta. Se sabía que el presidente Denley había ordenado a las tropas disparar a civiles en la guerra de Corea. No cedería ante las exigencias de aquellos hombres.

      Entre los viajes a la puerta, me senté en uno de los sitios libres cerca de la parte delantera del cohete con la cabeza apoyada en las sujeciones para el cuello y traté de echar una cabezadita. Aunque fueran las dos de la mañana y estuviéramos a oscuras, estaba demasiado tensa para dormir, pero, cuando cerraba los ojos, mis captores se relajaban y hablaban con más libertad.

      —Joder, qué hambre tengo. —Era el británico, que se llamaba Lysander. Estaba casado con la hermana del hombre de Brooklyn, que era la prima de Roy. No cabía duda de que aquello no había sido planeado. Los hombres estaban cazando, vieron caer el cohete y la ira que habían acumulado durante los últimos diez años los había hecho actuar.

      —¿Podría conseguir que nos trajeran comida? —El de Brooklyn me sacudió el hombro.

      Esperé a que me sacudiera de nuevo antes de abrir los ojos. Una vez más, aplicaba lo que había visto en el cine, convencida de que fingir estar más débil de lo que ya estaba me ayudaría. Aunque tampoco es que pudiera estar mucho peor.

      —¿Qué?

      Señaló a la puerta y me lo repitió.

      —Diles que nos traigan algo de comer.

      Roy negó con la cabeza.

      —No seas idiota. Podrían envenenar lo que nos manden.

      —Pues pedimos latas. —El de Brooklyn se encogió de hombros—. Una lata de cerdo ahumado y una barra de pan. Haremos unos bocatas.

      Al oír la palabra «cerdo», el estómago me subió a la garganta. Intenté tragar para devolverlo a su sitio.

      —¿Puedo ir al baño? Creo que voy a… —Me puse una mano sobre la boca—. Por favor.

      Roy me sujetó por debajo del brazo y me llevó hasta el aseo. Estaba optimizado para los viajes espaciales, con un inodoro de vacío y una barra para sujetarse. En la Tierra, funcionaba con la gravedad.

      Entré a trompicones y cerré la puerta. Me apoyé en la madera unos segundos antes de caer de rodillas y vomitar de forma espantosa. Odiaba vomitar. Me quedé jadeante y sin fuerzas en el suelo de la diminuta habitación.

      Roy aporreó la puerta.

      —¿Has acabado?

      —¡Casi!

      Solo de pensar en tener que levantarme y recorrer otra vez todo el camino hasta el asiento me paralizaba y…

      Disparos.

      Lo reconozco, chillé. Fuera del baño, solo se oían los estruendos de las escopetas entre la constante percusión de los rifles de asalto. Y a hombres gritando.

      Sí, pasé miedo. Estaba aterrorizada. Había servido en la Segunda Guerra Mundial y, aunque se suponía que nunca debería haberme acercado a una batalla, en la realidad, a veces, las misiones de transporte me habían obligado a sobrevolar lugares asediados. Sabía lo que pasaba allí fuera y habría sido una idiota si no hubiera tenido miedo cuando lo único que me separaba de la muerte eran las paredes y la puerta de plástico del baño.

      Me agaché, me rodeé la cabeza con los brazos y traté de convertirme en un blanco lo más pequeño posible. Nada más. Esa fue la suma total de mis heroicidades: intentar que no me disparasen.

      Los disparos pararon.

      —¡Despejado! —repitió una voz masculina tras otra, hasta que uno se detuvo ante la puerta del baño e intentó girar la manilla.

      —¿Doctora York? Soy el sargento Mitchell Ohnemus de la ONU.

      —Sí. Un momento.

      Me limpié los ojos y me apoyé en la pared para levantarme. Tal vez me había encogido en el suelo muerta de miedo, pero no iban a rescatarme en esa posición. Me costó un par de intentos conseguir la coordinación suficiente para quitar el pestillo.

      Afuera, el olor a pólvora se mezclaba con el del vómito y la orina. Me había parecido imposible que el cohete pudiera oler peor y, sin embargo, así era. El joven soldado de la ONU tenía la piel blanca y pecosa y las pestañas tan pálidas que debía de ser rubio natural debajo del casco.

      —¿Se encuentra bien, señora?

      —Sí, gracias. —Le tendí una mano—. Pero necesitaré ayuda para caminar.

      Roy estaba tendido en el suelo y el pecho le sangraba. Entre los asientos asomaba otro brazo extendido en la alfombra, como en una súplica. Alguien gimió. Di las gracias al cielo. No porque sufriera, sino porque estaba vivo.

      No tendría que haber acabado así. Por extraño que parezca, creía que, si el presidente hubiera venido, me habrían dejado ir. Si hubiera venido. Pero eso nunca había sido una posibilidad.

      Tardaron otras cuatro horas en darme el alta médica y en interrogarme. Y después… Deja que te describa lo maravillosa que resulta una ducha tras tres meses de toallas de lino y champú en seco. Quienes nunca han