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Las voces llegaron poco a poco. Las palabras se trepaban en las ceibas y se mezclaban con los ríos sin que nadie pudiera detenerlas.
Al principio pensamos que eran iguales a las mentiras que se contaban para asustar a los niños. Los hombres que tenían los truenos en las manos y cruzaban el mar en canoas tan grandes como los cerros no podían existir en este mundo. Ellos eran lo imposible, lo que no podía ser, lo que los dioses no habían creado. Sin embargo, esas voces se fueron haciendo macizas: los comerciantes que atravesaban las aguas saladas decían que los habían visto en la lejanía; que allá, en las tierras que están a muchos días de distancia, los hombres de metal se asentaron para beberse la sangre de todos los que se atrevían a enfrentarlo.
A pesar de esto, sus palabras no aguantaban los vendavales, eran idénticas a las de los cazadores y los pescadores que siempre contaban las historias de las bestias inmensas que se escaparon por su mala suerte.
No creímos en sus voces y eso tendría consecuencias.
VI
Cuando el corazón del viento dejó de latir, las palabras llegaron a Putunchán como las hormigas que devoran las milpas. Al principio, nadie escuchó sus pasos. Ellas sólo mostraron su furia cuando se nos metieron en la carne con sus bocas de tenaza para marcarnos con la ponzoña que chamusca como los rayos. Esas voces se oían quebradas, incapaces de detener la temblorina que nacía en las entrañas. Con cada repetición, las hormigas coloradas se transformaban en monstruos inmensos, en invocaciones que trataban de alejar al wáay. A pesar de esto, en el momento en que las escuchamos por primera vez, todas dudamos. La sonrisa burlona se marcaba en el rostro de Itzayana y a mí no me quedó más remedio que tragarme el miedo. De muy poco sirvió su sorna, algo de verdad había en esos murmullos. Lo imposible llegó a la costa para convencernos: los cuentos que asustaban a los niños eran tan reales como la muerte.
El palabrerío corría sin freno y el horror no nos dejaba salir de la casa. Ahí estábamos, enroscadas en la oscuridad, buscando los vaticinios, tratando de recordar lo que no nos venía a la cabeza y que nos ardía en el hígado y el corazón. Por más que los revisamos sin atrevernos a tocarlos, los metates seguían intactos y ninguna pudo escuchar en sus sueños el ulular del mal. Lo que sucedía estaba más allá de los poderes de los hombres búho. Los adivinos de Putunchán tampoco pudieron anunciar su presencia; a pesar de sus poderes, los hombres que todo lo veían jamás vaticinaron lo que estaba en las grandes peñas que emergían delante de la costa.
Algo pasaba y nada podíamos hacer para evitarlo.
Más de una de las mujeres del pueblo estaba convencida de que el wáay había llegado. La hechicera que se arrancaba la cabeza para ponerse la de un jabalí recorría la selva, ella quería encontrar a sus víctimas mientras sus gruñidos se convertían en un vaho maldito. Su nariz chata nos olfateaba y sus pies que recordaban a las pezuñas dejaban huellas en el lodo. Sin que nadie se diera cuenta, nos untamos ceniza en las coyunturas y nos llenamos el pescuezo de talismanes. Nuestra esperanza estaba depositada en las piedras del rayo. Ellas eran las únicas que podían alejar al mal que acechaba.
Sin embargo, ese poder no era suficiente. Todas sabíamos que el wáay atraparía a muchos para llevárselos a su tierra, sus alas de petate eran tan grandes y poderosas que podía levantarlos sin problemas. Y allá, en el lugar que está más lejos que el final de la selva y la otra orilla del mar, los devoraría o los convertiría en sus esclavos sin que pudiéramos evitarlo. El santo Santiago sabe que no miento, el wáay los engordaría y luego se los tragaría sintiendo en sus fauces el dulce sabor de la grasa de los hombres.
Las mujeres de Putunchán estaban seguras de que todo eso era cierto, sólo un engendro podía explicar la historia de los hombres que desparecieron en los otros pueblos antes de que las alas inmensas se perdieran en el horizonte. Esa vez, el wáay no había escupido en los cenotes para envenenar a la gente y aullar de alegría con el olor de la ponzoña.
Así habríamos seguido hasta que el tiempo se agotara y descubriéramos la ceiba que abre el camino al Inframundo. Si nada se hacía, todos terminaríamos en el Xibalbá. Por eso mismo, los hombres tuvieron que decidirse para evitar que las palabras pusieran en duda su valor. Ellos no podían darse el lujo de ser unos cuiloni, unos mujerujos que se echaban para atrás ante el peligro. Algo debían hacer aunque el miedo también los lamiera. El viento que llegaba del mar era negro.
A esas alturas, sus opciones casi se habían terminado, apenas les quedaba una: los arcos y las flechas, las lanzas y las mazas se mostraron antes de que empezaran a caminar hacia el lugar donde estaba la confirmación de lo imposible. Tal vez por eso se fueron a las peñas sin alimentar a los dioses, las mujeres sólo nos quedamos esperando lo peor.
Matar al wáay no es fácil, hay que cortarle la cabeza y ponerle sal en la herida, es necesario quemar la testa del jabalí y regar sus cenizas en los cuatro rumbos del mundo. Si algo falla, el wáay vuelve y su venganza se niega a los límites.
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Ese día tuvimos suerte. Los hombres no se tardaron mucho en volver, sus rostros casi estaban tranquilos, pero los objetos que traían contradecían su apariencia. Ninguna los vio por completo, pero muchas decían lo que eran: cosas del wáay, bártulos de gigantes, objetos de diablos. Nada bueno puede existir en lo desconocido.
Durante un largo rato se quedaron juntos, sus voces apenas podían escucharse.
Las palabras que pronunciaban se parecían al murmullo que anuncia la guerra, al sonido que presagia la muerte y los males que nunca se curan. Todas las voces sonaban graves, opacas, profundamente ensombrecidas. Las mujeres no tuvimos el valor de acercarnos, los susurros y las armas dispuestas bastaban para que nuestros pies buscaran otros rumbos. El metate que molía y remolía los mismos granos era la única posibilidad que teníamos. Nuestra curiosidad tenía que estar encadenada.
Así siguieron las cosas: ellos allá, nosotras acá.
Cuando llegó la noche, los hombres regresaron a sus casas y nuestras piernas permanecieron cerradas. Los dioses los habrían castigado por adentrarse en nuestros cuerpos. La frialdad de nuestra parte apagaría el calor que necesitaban para mantener el valor. La guerra era enemiga de las profundidades de las mujeres.
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A la mañana siguiente, la tranquilidad se impuso con la parsimonia del rosario. Ellos habían decidido que no había peligro y que valía más que nos llevaran a ver lo que parecía imposible. Eso era lo único que podían hacer para que las almas nos volvieran al cuerpo y Putunchán recuperara la vida sin sobresaltos.
Durante un largo rato caminamos por la playa.
Los hombres iban al frente. Nosotras seguíamos sus huellas.
Por grande que fuera la curiosidad, ninguna se atrevió a rebasar a su dueño. Las marcas del corazón del viento aún se notaban. Las palmeras arrancadas por el huracán estaban tiradas en la arena, aunque el Sol ya quemaba y las nubes no manchaban el cielo que abandonó su grisura. La tormenta, a pesar de su rabia, no había causado tantos males, las casas del pueblo seguían en pie y sus techos de ramas resistieron los vendavales. Nadie murió, pero muchos tenían las almas en vilo.
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Cuando llegamos delante de las piedras que nacen del agua vimos lo que no podía existir: las inmensas maderas estaban atrapadas entre las rocas. Cada una de ellas parecía una gigantesca costilla que ennegreció por la caricia de los espectros del mar. Casi todas estaban cubiertas con las conchas de los animales que anidaron en ellas. Los largos troncos que aún se levantaban sobre su superficie estaban quebrados, sólo un mástil seguía firme y de él colgaban las inmensas telas que fueron desgarradas por el viento. Ningún ruido salía del esqueleto que nos amenazaba con su presencia. El wáay no había llegado, las alas de petate sólo eran jirones.
Los pájaros estaban mudos. El sonido de las olas era lo único que podía escucharse.