De hecho, después de esa experiencia, yo también me quedé andando raro un par de días. No estaba cómodo, era como si ningún calzoncillo me quedara bien. Ni bóxer, ni slip ni tanga. Nada. La gente me veía por la calle y no sabía si era yo o el Langui.
A pesar del sustazo, volví a intentarlo, y ya con las precauciones adecuadas descubrí un mundo nuevo. Os lo recomiendo muchísimo. Eso sí, es como el reverso tenebroso de la fuerza. El que lo prueba no quiere volver, y cualquier cosa le parece poco.
Lo bueno, lo mejor, lo superior, es sentarse y experimentar con distintas temperaturas y potencias de chorro, que, por otra parte, va directo al hojaldre y te lo deja bruñido, ¡níquel!
El chorrito es adictivo, es el descanso del guerrero, con el chorrito te premias después de una larga jornada. Al final pasas tanto tiempo sentado con el chorrito que te sacas unas oposiciones a notarías. Los museos de Japón están todos vacíos, y es porque los turistas descubren el chorrito y se pasan el día en el hotel. No quiere salir nadie.
Tanto me privaba el chorrito que arrastré la televisión al baño para ver los programas de gente sufriendo que tanto les gustan a los japoneses. Los tienen de todas clases: de trompazos, de gente cayéndose rodando por un barranco, de sustos de muerte que casi te dan un infarto…Había uno en el que cambiaban el suelo del ascensor por otro de corchopán y cuando la gente entraba, al pisar, el trampantojo del suelo se rompía y caían al vacío. Tenían una cámara colocada en un punto estratégico para ver qué cara ponía la víctima cuando pensaba que se iba a matar. ¡Y los presentadores y el público se morían de risa! Luego, en realidad, los inocentes aterrizaban en un tobogán y, mientras resbalaban hasta el suelo con el corazón en la boca, a los lados había gente disfrazada con cubos llenos de moco verde. Se lo echaban por encima al hombre que no entendía lo que estaba pasando sin ningún tipo de contemplaciones. Los vaciaban con rabia, como diciendo, ¡toma!
¡PARA QUE VUELVAS A COGER OTRO ASCENSOR!
¡MAMARRACHO!
El pobre tipo acababa rodando por una colchoneta y una señorita vestida de azafata le daba un ramo de flores, ¡y asunto arreglado! Conociendo a los japoneses seguro que se las daban porque era alérgico al polen.
¡Hay que ver qué gente! ¡Qué ratos más buenos pasan! Por mí, me hubiera quedado allí, con la tele y mi chorrito, pero tenía que salir a la calle, tenía que ir a comprar mis cositas para el programa. Eso sí, cuando llegaba con los pies ardiendo después de estar todo el día andando, no lo perdonaba ni por un millón de euros. Bueno…, por un millón de euros sí, que me gusta el dinerito.
Sin duda, lo que más echo de menos de Japón son sus váteres. Al llegar a mi casa y entrar al cuarto de baño, le eché un vistazo a mi bidé, también conocido como bidet o bidel, pero casi con desprecio. En comparación con el chorrito japonés, el bidet es como el Mickey Mouse que está pintado en los cacharritos de la feria. Lo miras, y es Mickey, tiene todas las cosas de Mickey… Pero no, no es Mickey. Aunque reconozco que de vez en cuando me siento allí un rato para matar el gusanillo.
Este libro para mí va a ser como un gran confúndir, eso en lo que mucha gente pone dinero para que otra persona se compre algo sin poner un duro de su bolsillo. Si se vende bastante, me lo voy a gastar en un váter con chorrito. Esa va a ser mi prioridad número uno; la número dos, comprarme un poni para ponerle un sombrero de paja con dos agujeros para que saque las orejas. Le voy a llamar Lucero, le voy a escribir poemas como Juan Ramón Jiménez y le voy a poner a Álex Ubago cuando esté triste. ¡Qué emoción!
¡YA ME LO ESTOY IMAGINANDO!…
¡AY, MI LUCERO!
Aunque pensándolo mejor, el sombrero va a ser de cuero, como el de Indiana Jones. Es que el de paja igual se lo come si le entra hambre. Eso sí, la paja baja enseguida. No hace noche. ¡Pobre Lucero!
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