Thomas Jefferson, a la sazón secretario de Estado, se opuso enérgicamente al programa de Hamilton, pero el presidente Washington jugó su prestigio y autoridad a favor de este último y desautorizó a Jefferson. Sin embargo, a pesar del apoyo presidencial, el Congreso siguió muy tímidamente las audaces recomendaciones de Hamilton.
Reflexionando sobre el modelo económico propuesto por Hamilton, el economista coreano Ha-Joon Chang afirma, irónicamente, que, de haber sido Hamilton ministro de Economía de un país en vías de desarrollo actual, “el FMI y el Banco Mundial se habrían negado, sin duda, a prestar dinero a su nación y estarían ejerciendo presiones para su destitución” (78). Aunque las ideas centrales de Hamilton tuvieron que esperar hasta la finalización de la guerra de secesión para poder ser integralmente aplicadas, puede afirmarse que “Hamilton proporcionó el proyecto para la política económica estadounidense hasta el final de la Segunda Guerra Mundial” (78).
Vale la referencia a la entonces pobre y relativamente poco poderosa república norteamericana que se planteó desde sus mismos orígenes el proyecto de salir adelante siguiendo un camino que imitara la esencia del desarrollo inglés –y se atreviese a enfrentar abiertamente a Gran Bretaña, por entonces la primera potencia universal indiscutida– en comparación con la posición ideológica y fáctica de subordinación adoptada por los integrantes de la Primera Junta de Gobierno en 1810. Por desconocimiento (valga la mención de la posibilidad) o por mera admiración y convicción ideológica, la mayoría de las elites hispanoamericanas adoptaron la “fórmula” vendida por Inglaterra y no su ejemplo práctico. Las Provincias Unidas del Río de la Plata, por cierto, no fueron la excepción, y es en ese sentido que se inserta este capítulo a esta altura de nuestra descripción histórica.
La diferencia entre adoptar una y otra postura no necesita mayores ampliaciones.
Capítulo 4
El huevo de la serpiente
El único medio de comprender un fenómeno es saber cómo comenzó.
Karl Kautsky
El reino de la ilegalidad y la especulación
Una vez creado el virreinato del Río de la Plata –el 1 de agosto de 1776– se agudizó, en su seno, la contradicción entre los intereses del interior protoindustrialista y los de la oligarquía contrabandista del puerto de Buenos Aires. Mientras Buenos Aires crecía con el comercio y el contrabando, el interior prosperaba a partir de la producción manufacturera. La región de Cuyo, que contaba por entonces con más de veinte mil habitantes, basaba su economía en la industria del vino y los aguardientes. Las provincias de Cuyo poseían, además, una excelente ganadería y una muy buena agricultura que las convertían en el granero de Santiago de Chile y de Buenos Aires. En la región de Tucumán, habitada por 150.000 almas, se fabricaban carretas, ropas diversas, ponchos, mantas, frazadas, manteles, paños finos, sombreros. En Corrientes se levantaban astilleros y carpinterías. En la zona de Misiones se cultivaba la yerba mate, como también el algodón.
En cuanto a Buenos Aires, que contaba con veinticuatro mil habitantes, legalmente, su actividad principal estaba constituida por la exportación de cuero y carne salada, pero la ciudad progresaba y se desarrollaba, fundamentalmente, a partir del contrabando. Se fue conformando entonces –como afirma con agudeza Fermín Chávez en su obra Historia del país de los argentinos– paulatinamente en la ciudad puerto una mentalidad proclive a la ilegalidad, desligada de la producción, inclinada a la especulación, que miraba hacia Europa y le daba la espalda al interior del continente. La conformación de esta mentalidad tendría profundas consecuencias políticas a lo largo de toda la historia argentina.
Muchos años después, cuando las tierras de la llanura pampeana y de las cuchillas orientales –debido al invento del barco a vapor y el frigorífico– fueron incorporadas efectivamente a la división internacional del trabajo –como zonas exclusivamente productoras de materias primas e importadoras de productos industriales, sobre todo británicos–, esa mentalidad de la ciudades-puerto de Buenos Aires y Montevideo –esa forma de pensar, de sentir y de vivir del porteñaje bonaerense y del montevideano– volvió a modificarse en sentido aun más negativo al desaparecer casi por completo de la cultura de las clases altas y medias el ascetismo. Al respecto afirma agudamente Alberto Methol Ferré (1971):
La producción, la cultura humana, nos señala Freud, se ha erigido sobre la represión, la disciplina de las apetencias. El “principio de realidad” le ha exigido al “principio del placer”, para sobrevivir, la ascética. Sin ascética no ha sido viable ninguna empresa cultural de aliento. Ascetas hubo en la base de la cultura europea, con las órdenes religiosas; ascetas hubo en el origen del capitalismo, con el puritanismo, y su máximo exponente, el mundo yanqui; ascetas emprendieron la revolución socialista, con el partido bolchevique, y ahí está el proceso ruso o el más reciente monasterio laico de la China. ¿Ha conocido nuestro país un ascetismo creador? ¿Tenemos reservas de ejemplaridad? Pareciera que no. Se ha dicho respecto de nosotros que “en principio fueron las vacas”; antes estuvo la abundancia, luego vino el hombre. Hernandarias fue ya el introductor de nuestra “cibernética natural”, la ganadería, en circunstancias absolutamente excepcionales en la historia universal. No tengo noticia de vaquería semejante. Así, tuvimos la sobriedad rústica de los paisanos; modos austeros en sectores del viejo patriciado, aún ligados a una moral tradicional ella también generada por siglos de escasez sufrida por el hombre; y tuvimos asimismo el sacrificio tenaz y esperanzado de cada inmigrante, proveniente de medios en que la vida era normalmente más dura, pero pronto sus hijos, en condiciones menos exigentes, se ablandaron. De tal modo, la facilidad de la renta diferencial ha generado un aflojamiento general del país, ha consolidado una mentalidad de comensales, ha hecho privar, diríamos, el “principio del placer” sobre el principio de realidad. (51)
Esta clave de comprensión de la historia y de la sociología de los pueblos del Río Plata que descubre Methol Ferré es de fundamental importancia para la interpretación del comportamiento de las sociedades argentina y uruguaya, principalmente de sus clases medias y altas, hasta nuestros días.
El Reglamento de Libre Comercio de 1778
La llegada de los Borbones al trono de España implicó una progresiva liberalización del comercio con las colonias que culminó con el denominado “Reglamento de Libre Comercio”, de 1778. Importa destacar que ese Reglamento –con el cual comienza el primer proceso de apertura económica oficial que sufre la América española– ocurre tres años después de que los norteamericanos comenzaran su proceso de rebelión colonial que, naturalmente, produjo el cierre de ese mercado para el comercio inglés. Por lógica consecuencia, a partir de 1775 comenzaba a ser, para Inglaterra, imprescindible la conquista de nuevos mercados. No resulta descabellado pensar, entonces, que en la redacción y sanción del Reglamento de Libre Comercio de 1778 estuvo presente la “mano invisible” de la diplomacia británica, un resorte siempre oculto de nuestra historia.
Conviene recordar que en 1778 España era un reino desindustrializado, mientras que Inglaterra ya era “la fábrica del mundo”. De toda apertura económica, realizada en cualquier parte de la tierra, el primer beneficiario era, siempre, el Imperio Británico.
A partir del Reglamento de Libre Comercio de 1778 Hispanoamérica, sin dejar de ser formalmente una colonia española –sometida al imperialismo borbón– se fue convirtiendo paulatinamente en una semicolonia inglesa. Así, el virreinato del Río de la Plata, sin dejar de ser formalmente parte del imperio español, se fue incorporando informalmente al imperio inglés hasta convertirse en la “perla más apreciada” de la Corona británica.
Puede afirmarse que, si a partir de 1778 Hispanoamérica comienza, de facto, a transformase en una semicolonia inglesa, el decadente imperio borbón se convertía, entonces, en el enemigo