He aquí el Kerigma, cuyo contenido el faro es llamado a custodiar en su interior; el gran Anuncio, fruto de la Pascua de Cristo, que está llamado a testimoniar lanzándolo con fuerza y esperanza, cuales señales en la noche, para atraer del navegante la mirada, y orientarlo con confianza hacia la plenitud del amor de Dios que se manifiesta a su corazón como Luz y Vida verdaderas, en Jesús, el Señor (cfr. Jn 1, 5. 9-12).
La vida cristiana es como un faro puesto en la montaña para servir a los navegantes, hombres y mujeres, que surcan los mares de la Historia. Ha de permanecer fuertemente arraigada a Cristo, la Roca firme (cfr. Sal 17); encumbrada, es decir, construida en lugar elevado, mas sólo porque su misión es lograr que la luz de Jesús alcance a todos. Por eso, ha de permanecer también fiel a su esencia verdadera y custodiar con alegría la fe sobrenatural que le ha sido dada como un don, siendo transparente para que todos vean la luz, especialmente los más alejados, los que están en peligro de encallar contra las rocas, los que se dejan arrastrar por las olas del consumismo, el individualismo, las modas y tendencias pasajeras, y que buscan hundir su barca con la fuerza desintegradora de una tempestad.
La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que lo acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz. Cristo es Aquél que, habiendo soportado el dolor, «inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2)6.
La vida cristiana se alimenta de Cristo, «Luz del mundo» (Jn 8, 12), que brilla en el interior del corazón y se manifiesta en su Palabra, y de quien, por gratuidad, se sabe partícipe y testigo (cfr. Lc 24, 44-49). Por esto, no ha de esconder la luz, sino lanzarla al tiempo y en todas las direcciones sin temor, confiando en que la luz llegará con su potencia y libertad hasta aquél que podrá percibirla en la distancia, pudiendo abrazarla, ya que se habrá vuelto una atracción irresistible de salvación.
Cuando el cristiano contempla que el errante navegante encontró al fin su rumbo y que arribó sano y salvo al seguro puerto, esto se convierte en su más plena alegría, pues sabe que ha cumplido con su misión y que la luz que ha entregado gratuitamente ha llegado al corazón del osado navegante; una misión que le habrá demandado, sin duda, perseverancia y paciencia, confianza plena en Aquél que a tiempo siempre llega, fidelidad y alegría verdaderas, aunque también desolación y sacrificio en la espera, pero dejando, con todo, traslucir la escondida certeza de que habrá sido para él una hermosa y resplandeciente misión de Luz eterna... ¡He aquí su más radiante recompensa!
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