Trabajar interiormente es trabajar sin tregua para que aflore lo mejor de uno mismo. Se trata de abrir una senda hacia la naturaleza real que palpita dentro, unificar la consciencia, someter hábitos y tendencias de carácter nocivo, conocer y reorientar las fuerzas ciegas del inconsciente, cultivar y desarrollar la atención mental pura, erradicar las cualidades negativas y promover las positivas, mejorar las relaciones con uno mismo y con los demás, vivir sincrónicamente en el presente, encauzar las energías físicas y mentales, acrecentar la consciencia y actuar con lucidez y compasión. El yogui trabaja para conseguirlo porque comprende que le falta mucho de todo esto. Apela a su inteligencia primordial y sus buenos sentimientos con inquebrantable motivación para mejorar.
El trabajo sobre uno mismo es un trabajo de gran envergadura, que exige muchas modificaciones de carácter, así como también discernimiento claro para que aflore una ética genuina que permita traspasar los denominados pares de opuestos. Este trabajo requiere la movilización de todos los potenciales de la voluntad y las técnicas yóguicas, experimentadas a lo largo de milenios, y que nos ayudan a llevar a cabo los pasos necesarios para acelerar la evolución interna. Este desarrollo no llega por sí mismo y sin esfuerzo. Es necesario cambiar actitudes y enfoques, reorganizar la vida psíquica, superar la ofuscación, propiciar la lucidez y desmantelar hábitos nocivos. En resumen, llevar a cabo un elaborado conjunto de técnicas que no solo nos procurarán mayor bienestar y equilibrio, sino que nos permitirán distinguir entre lo esencial y lo aparente, reportarán sabiduría transformativa y nos ayudarán a despertar a nuestra verdadera naturaleza. Por eso el yoga es meta y es medio; apunta a un fin, pero provee todas las técnicas, enseñanzas y actitudes para poder aproximarse al mismo.
En el yoga hay mística, filosofía, metafísica y medicina natural, pero el yoga es básicamente un verdadero arsenal de técnicas para el autoconocimiento y por eso ha sido incorporado a todos los sistemas soteriológicos de Oriente, desde el hinduismo al budismo, desde el tantra al jainismo, pasando por el zen, el budismo tibetano y otras numerosas técnicas de autorrealización.
Hay que entender el trabajo interior de manera integral, pues pretende un desarrollo completo y armónico del individuo sin excluir ninguno de sus planos. Los grados expuestos por Patanjali abarcan la totalidad de la persona, del mismo modo que el Noble Óctuple Sendero mostrado por el Buda procura todas las actitudes y técnicas para la mutación consciente. La triple disciplina aconsejada por el Buda (conducta ética, entrenamiento mental y sabiduría) es también asumida por el yogui, pues forma parte de la columna vertebral del trabajo interior. Tanto la vigilancia (o austeridad) sobre el cuerpo, la palabra y la mente como el esfuerzo bien encaminado, el desapego y, por supuesto, la aplicación de técnicas (pranayama, pratyahara, dharana, dhyana y otras) son necesarios para cultivar estados yóguicos de consciencia. Todo ello debe estar encaminado al samadhi, pero esto no quiere decir que en el desplazamiento hacia el mismo no se consigan otros frutos, aun si la experiencia samádhica no llega. Con el trabajo interior intentamos influir en el cuerpo físico y en el cuerpo energético, poniéndolos al servicio de la Búsqueda para estimular los estadios más elevados de la consciencia, que son los que procurarán la ética genuina, la concentración y la Sabiduría.
Afortunadamente, hemos recibido mucha información y gran variedad de «cartografías» de los antiguos yoguis y maestros despiertos que nos orientan en el trabajo sobre el Sí-mismo, pues este requiere la meditación y la aplicación de la introspección.
Es posible que la interiorización sea una técnica tan antigua como el homo sapiens. Ha sido utilizada por yoguis, anacoretas, místicos, ascetas, monjes budistas, devotos, jainas, sufíes, gnósticos, etc. Es una senda hacia las profundidades de uno mismo, un viaje a los adentros, hacia nuestra realidad más íntima. Retirando la consciencia de los órganos sensoriales a fin de neutralizar esta dinámica y superar las influencias externas, la atención se dirige hacia adentro, en busca de la sabiduría más escondida. Esta aventurada empresa no siempre está exenta de riesgos, pues busca un conocimiento allende el mundo fenoménico. El yogui se impone una rigurosa y paciente búsqueda interior, un viaje hacia el centro del ser, el denominado «núcleo del núcleo» por los sufíes. La interiorización es recogimiento, introspección, ahondamiento en uno mismo. Va intensificándose en la medida en que se acentúa la retracción sensorial y el pensamiento es subyugado. Se consigue la llamada «mirada interior», tan estimada por los místicos de todas las tradiciones. Este proceso de adentramiento progresivo lleva a una abstracción reveladora, que proporciona un tipo especial de conocimiento, transforma y genera sosiego y ecuanimidad inquebrantables, además de una alegría avasalladora.
En mi relato iniciático-espiritual, El Faquir, hago referencia a la metafóricamente denominada «La Mansión del Silencio», el Nirmanakala, que es un estado de consciencia sin pensamiento, de completo vacío, al que accede el yogui a través de sus técnicas y en el que encuentra un tipo de percepción muy diferente a la ordinaria, por completo transformativa, capaz de mutar realmente la consciencia. Ese estado de mente que es no-mente o unmani, funciona por parámetros y leyes incomparables a los de la mente ordinaria. Ese es el ángulo de quietud (a la vez personal y transpersonal) que han conocido de primera mano tanto los místicos orientales como los occidentales. El yogui aprende a desligarse de sus ataduras (cuerpo, órganos sensoriales, mente) y accede a ese especialísimo y revelador estado mental, como un ojo de buey que apunta al Infinito.
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