El rey Pakal había ordenado que se realizaran toda clase de ofrendas y sacrificios. Todos los que fueran necesarios para satisfacer las exigencias de los dioses. El Halach Uinik, el sacerdote y gobernador, se encontraba en trance. Según sus órdenes las cuales afirmaba recibir de los dioses, se les extirpaba de forma violenta y rápida el corazón a las víctimas del sacrificio. Las víctimas gritaban y en cada grito los ritos parecían encenderse aun más. Como si los dioses hallaran complacencia en el sufrimiento de los humanos.
−¡No!, ¡No! –gritaba un indígena mostrando gran espanto en sus ojos y forcejeando contra los guerreros mayas quienes lo conducían por la fuerza hacia la piedra de los sacrificios.
Aquel indígena era una de las muchas víctimas de tribus vecinas que habían sido capturadas en una reciente batalla contra los mayas. El rostro de aquel hombre de unos treinta años de edad se mostraba horrorizado pues sabía lo que le esperaba. Él sabía el precio que le había tocado pagar. Los guerreros mayas lo capturaron para derramar su sangre y ofrecer su corazón a los dioses.
–¡Suéltenme! ¡Piedad! –gritaba aquel indefenso indígena.
Sus palabras no ocasionaban ninguna reacción de piedad en aquellos quienes ya habían determinado ponerle fin a su vida. Allí, sobre una gran roca pusieron a su víctima por la fuerza mientras dos hombres le ataban las manos y otro le ataba los pies. Una vez el indígena se encontraba inmóvil se acercó uno de los sacerdotes. El aspecto del sacerdote era horrendo. Su rostro infundía temor. Su cara pintada, su duro rostro reflejaba falta de piedad y misericordia. De forma violenta y rápida el sacerdote extrajo el corazón de su víctima. El corazón de la víctima fue alzando en dirección a los cielos y se mantenía latiendo mientras el sacerdote hablaba palabras en lengua extraña. Su cuerpo se había manchado en gran manera por la sangre de sus muchas ofrendas humanas. El cuerpo de la víctima sacrificada dejó de estremecerse. Allí sobre la piedra le decapitaron. Se podía ver una extraña expresión de desesperación en los ojos de los indígenas mayas quienes danzaban e invocaban el favor de los dioses. Por medio de aquella ofrenda de sangre demandaban clemencia y respuesta. Se escuchaba el estruendo de miles de indígenas cantando, bailando y dramatizando lo que consideraban eran las victorias dadas por sus dioses en las guerras. El Halach Uinik, entraba en trance utilizando su té de hongos y su balché. La sangre corría y era quemada y ofrecida a lo que consideraban sus dioses y protectores. Según afirmaban los chamanes o sacerdotes, los dioses demandaban sangre para estar complacidos y poder responder a sus peticiones. Toda la arquitectura de la ciudad evocaba el designio de sus dioses. Piedra sobre piedra eran colocadas y talladas de acuerdo a la voluntad de sus ídolos. Quedaba sobre las rocas los grabados de su historia, los misterios, los enigmas, el conocimiento de aquellos seres de quienes recibían su dirección. Las pirámides mismas eran construidas en consonancia con la ubicación de las estrellas y planetas los cuales relacionaban con la divinidad. Todas ellas de forma cuidadosa y minuciosamente construidas para rendirle culto a los que consideraban eran los dioses del más allá.
K’inich Kan Balam entró de forma violenta en la habitación de su anciano padre K’inich Janaab’ Pakal a quien todos llamaban «Pakal el Grande», ya anciano de tiene 79 años. Pakal se encontraba en su palacio planeando nuevas incursiones contra tribus enemigas.
–Hijo, ¿qué sucede? –preguntó Pakal.
–Padre, hemos cautivado a decenas de víctimas de tribus enemigas, justo lo que necesitamos para cumplir los sacrificios de sangre de esta semana. –contestó Kan Balam.
–Por lo que veo tuvieron algunos problemas. –dijo Pakal al ver heridas en el rostro de su hijo.
–Nada de importancia, sólo un leve rasguño de batalla. Ninguno de nuestros guerreros pereció en el combate, por lo contrario, fueron muchas las bajas de nuestros enemigos de Calakmul, Toniná y Piedras Negras. –contestó Kan Balam.
–Vamos, cumple tu cometido. Lleva a las nuevas víctimas hacia el cenote de los sacrificios. –contestó Pakal.
Pakal dio la orden e inmediatamente sus sacerdotes y guerreros se dispusieron a realizar su mandato.
–Kan Balam, necesito hablar en privado contigo. –dijo Pakal retirándolo de sus acompañantes.
Inmediatamente sus acompañantes salieron de aquella cámara.
–Habla padre. –dijo Kan Balam.
–Hijo, como tú muy bien sabes, nuestras tribus han sufrido el castigo de los dioses en muchas ocasiones. Los dioses se han airado sobre nuestras tierras, sobre nuestras tribus y nos han mandado hambre, guerra, muerte y luto. Es necesario cumplir con las directrices de nuestros sacerdotes. Debemos seguir la guía y cumplir sus demandas. Llegará el tiempo cercano cuando yo no estaré presente y tú estarás en mi lugar. Debes asegurar nuestro regreso, ese será el día futuro cuando luego de nuestra partida de esta tierra, retornaremos como dioses sobre la tierra.
–¿Cómo se logrará esto? –preguntó Kan Balam.
–Hijo, dirige a los edificadores hacia la remota isla que se encuentra en el sur. Allí edificarás tu morada para cuando tenga lugar el gran momento. –dijo Pakal.
–¿El gran momento? ¿Cuándo será ese tiempo? –indagó Kan Balam.
–Kan Balam, el gran momento será el fin de todos los tiempos. Cuando nuestros días lleguen a su fin. Ese día, será el fin de nuestra era, pero sucederá que los dioses darán la señal en los cielos. Será el tiempo cuando descenderemos como dioses sobre toda la tierra. –respondió Pakal.
–¿Qué debo hacer? –preguntó Kan Balam.
–Edifica tu morada final en un lugar secreto, allá en la isla sagrada que se encuentra en los mares al sur. Tu morada debe permanecer oculta hasta el tiempo del fin. Cuando alguien descubra tu tumba, ese será el momento y el tiempo cuando el retorno de los dioses esté a las puertas. –profetizó Pakal–. Pero todavía falta mucho tiempo. Ocúpate en el sacrificio hacia los dioses, sólo de esta manera obtendremos su favor sobre la tierra. –le aconsejó.
–Padre, te juro que así lo haré. –dijo Kan Balam despidiéndose de su padre.
Así lo juró Kan Balam, edificaría su morada en lugar lejano con el propósito de poder contemplar el regreso de los que consideraban eran sus dioses. Sólo de esta manera y en un tiempo futuro regresarían junto con todos ellos para regir sobre toda la tierra.
“Ni el pasado ha muerto ni está el mañana, ni el ayer escrito.”
–Antonio Machado
Prólogo
Chiapas, México
Sitio arqueológico de Palenque
1949
Era temprano en la mañana, el Doctor Alberto Ruz Lhuillier había dejado su tasa de café a medias sobre la mesa de su apartamento. Había algo que halaba fuertemente la atención del profesor. Años antes había hecho su máximo esfuerzo intelectual en su natal Francia, desde donde partió luego rumbo a Cuba en su deseo de superación. Una vez en Cuba, sintió moverse hacia México. Tal parecía que su destino era moverse de ciudad en ciudad, buscando descubrir los misterios de la vida. Su visita a México le cautivó tanto que adoptó la ciudadanía. En México encontró las riquezas no necesariamente materiales sino de un legado histórico que invitaba a ser descubierto. Siglos historia y abundancia de lugares antiguos que se encontraban todavía vírgenes esperando la visita de