«¿Y hace mucho tiempo que sucedió eso? me dijo un dia con semblante interrogativo.
—Sí, mucho tiempo, le contesté yo.
—Yo apostaria á que ha ya mas de mil años, replicó mirándome con una espresion de duda todavía mas marcada.
—No creo yo que haya mucho menos.» El escudero no preguntó mas.
Mientras al compas de sus gracias esplotábamos nosotros las provisiones que quedan descritas, se nos acercó un mendigo que casi parecia un peregrino. Su entrecana barba y el baston en que se apoyaba anunciaban vejez; mas su cuerpo muy poco inclinado, mostraba aun los restos de una estatura gallarda. Llevaba un sombrero redondo de los que usan los andaluces, una especie de zamarra de piel de carnero, calzon de correal, botin y sandalias. Sus vestidos, aunque ajados y cubiertos de remiendos, estaban limpios, y se llegó á nosotros con aquella atenta gravedad que se nota en los españoles, aun de la ínfima clase. Habia en nosotros disposicion favorable para recibir semejante visita, y así, por un impulso espontáneo de caridad, le dimos algunas monedas, un pedazo de pan blanco y un vaso de buen vino de Málaga. Recibiólo todo con reconocimiento; mas sin manifestar con ninguna bajeza su gratitud. Luego que probó el vino, le miró al trasluz, y mostrando cierta admiracion se lo bebió de un sorbo, diciendo: «¡Cuántos años ha que no habia yo probado tan buen vino! Esto es un verdadero cordial para los pobres viejos.» Contempló luego el pan, y dijo besándole: «Bendito sea Dios.» Dicho esto se lo metió en el zurron, y habiéndole instado nosotros para que se lo comiese en el acto: «No señores, replicó; el vino era preciso beberlo ó dejarlo, mas el pan debo llevarlo á mi casa y partirlo con mi pobre familia.» Sancho consultó nuestros ojos, y dió al pobre abundantes fragmentos de la comida, bien que con la condicion de que se comeria en el acto una parte.
Sentóse pues á poca distancia de nosotros y comió pausadamente, con una finura y una sobriedad, que hubieran podido honrar á un hidalgo. Yo creí descubrir en él una especie de tranquila dignidad y atenta cortesanía, que anunciaban que habia conocido mejores dias; pero no habia nada de esto: no tenia mas que la política natural á todo español, y aquel aire poético que caracteriza los pensamientos y el lenguage de este pueblo vivo é ingenioso. Nuestro peregrino habia sido pastor por espacio de cincuenta años, y al presente se hallaba desacomodado y sin medios para subsistir. «Cuando yo era jóven, decia, no habia cosa alguna capaz de hacerme tomar pesadumbre: hallábame siempre sano y contento; mas ahora tengo setenta y nueve años, me veo precisado á mendigar el sustento, y ya empiezan á abandonarme las fuerzas.»
Sin embargo, todavía no estaba acostumbrado á la mendiguez; hacia poco tiempo que la necesidad le habia obligado á recurrir á tan triste y desagradable recurso, y nos hizo una pintura muy patética de los combates que habia sostenido su orgullo contra la necesidad. Volvia de Málaga sin dinero, hacia mucho tiempo que no habia comido, y aun tenia que atravesar una de aquellas vastas llanuras en donde se hallan tan pocas habitaciones: muerto casi de debilidad, pidió primeramente á la puerta de una venta: Perdone usted por Dios, hermano, le contestaron. «Pasé adelante, dijo, con mas vergüenza aun que hambre, porque todavía no se hallaba abatido el orgullo de mi corazon. Al pasar por un rio, cuyas márgenes estaban muy elevadas y la corriente era profunda y rápida, estuve tentado de precipitarme en él. ¿Á qué ha de permanecer sobre la tierra, dije interiormente, un viejo miserable como yo? Iba ya á arrojarme; mas Dios iluminó mi corazon y me apartó de tan criminal idea. Dirigíme á una casita que se hallaba situada á cierta distancia del camino, entréme en el patio; la puerta de la casa estaba cerrada, mas habia dos señoritas asomadas á una de las ventanas. Las pedí limosna, y—Perdone usted por Dios, hermano, fue otra vez la respuesta que recibí, cerrándose al mismo tiempo la ventana. Salíme casi arrastrando del patio, pronto ya á desmayarme; y creyendo que era llegada mi hora, me dejé caer contra la puerta, me encomendé de todo corazon á la Vírgen nuestra señora, y me cubrí la cabeza para morir. Á pocos minutos llegó el dueño de la casa, y viéndome tendido á su puerta, se compadeció de mis canas, me hizo entrar y me dió algun alimento, con que pude recobrarme. Ya veis, señores, que nunca debe perderse la confianza en la proteccion de la santísima Vírgen.»
El anciano se dirigió hácia Archidona, su pais natural, que descubríamos á poca distancia en la cima de un monte escarpado, y en el camino nos hizo reparar en las ruinas de un antiguo castillo de los moros, que habitó uno de sus reyes en tiempo de las guerras de Granada. «La reina Isabel, nos dijo, le sitió con un egército poderoso; mas él, mirándolo desde lo alto de su fortaleza, se burlaba de sus esfuerzos. Entonces se apareció la Vírgen á la reina, y á ella y á sus soldados los condujo por un camino misterioso, que nadie hasta entonces habia frecuentado ni frecuentó despues. Cuando el moro vió llegar á la reina quedó pasmado, y acosando el caballo hácia el precipicio, se arrojó en él y se hizo pedazos. Aun se ven á la orilla del peñasco las señas de las herraduras, y ustedes mismos pueden descubrir desde aquí el camino por donde la reina y el egército subieron á la montaña, que se estiende á manera de una cinta á lo largo de sus laderas; mas lo que hay en esto de milagroso es, que aunque á cierta distancia puede conocerse, desaparece luego que se trata de examinarle de cerca.» El camino ideal que el buen pastor nos enseñaba, no era probablemente otra cosa que alguna arroyada arenosa, que se distinguia á cierta distancia en que la perspectiva disminuía su anchura, y se confundia con el resto de la superficie cuando se miraba mas de cerca.
Como con el vino y la buena acogida se habia restablecido el anciano, nos refirió otra historia de un tesoro que el rey moro habia enterrado bajo el castillo, junto á cuyos cimientos estaba situada su casa. El cura y el boticario del pueblo, habiendo soñado por tres veces en el tesoro, hicieron una escavacion en el parage que sus sueños les habian indicado, y el yerno de nuestro convidado oyó por la noche el ruido de los azadones. Nadie sabe lo que hallaron; pero lo cierto es que ellos se hicieron ricos de repente y guardaron su secreto. De modo que el viejo pastor se habia visto al umbral de la fortuna; mas estaba decretado que él y esta no habian de morar jamas bajo un mismo techo.
Tengo observado que las historias de tesoros enterrados por los moros corren principalmente entre las gentes mas pobres de España, como si la naturaleza quisiese compensar con la sombra la falta de la realidad: el hombre sediento sueña arroyos y fuentes cristalinas, el que tiene hambre banquetes opíparos, y el pobre montes de oro escondido: no hay cosa mas rica que la imaginacion de un mendigo.
La última escena de nuestro viage que referiré, es la noche que pasamos en la pequeña ciudad de Loja, célebre plaza fronteriza en tiempo de los moros, y en cuyas murallas se estrelló el poder de Fernando. De esta fortaleza salió el viejo Aliatar, suegro de Boabdil, acompañado de su yerno para la desastrada espedicion, que acabó con la muerte del general y la prision del monarca. Está Loja en una situacion pintoresca en medio de un desfiladero que sigue las márgenes del Genil, circuida de rocas inaccesibles, bosquecillos, prados y jardines. Nuestra posada, que en nada desdecia del aspecto del pueblo, la tenia una jóven y linda viudita andaluza, cuya basquiña negra de seda guarnecida de franjas, dibujaba graciosamente unas formas mórbidas y elegantes. Paso firme y ligero, ojos negros y llenos de fuego, y su aire de presuncion y su esmerado aliño, manifestaban sobradamente que estaba acostumbrada á escitar la admiracion.
Un hermano, que tendria en corta diferencia la misma edad, ofrecia con ella el perfecto modelo del majo y la maja andaluces. Era alto, robusto y bien dispuesto; color moreno claro, ojos negros y brillantes, y patillas castañas y rizadas que se unian por bajo de la barba. Ajustaba su cuerpo una chaquetilla de terciopelo verde, adornada de un sinnúmero de botoncillos de plata, y por cada una de las faltriqueras asomaba la punta de un pañuelo blanco; calzon de la misma tela, con una carrera de botones que bajaba desde la cadera á la rodilla; rodeaba su cuello un pañuelo de seda color de rosa, que pasando por una sortija, bajaba á cruzarse sobre una camisa aplanchada con esmero. Llevaba ademas un cinto, lindos botines de hermoso becerro leonado, que abiertos hácia la pantorrilla, dejaban ver una media muy fina; y en fin, zapatos anteados, que hacian campear con ventaja un pie perfecto.
Hallándose este á la puerta llegó un hombre á caballo, y en voz baja entabló con él una conversacion que parecia muy séria. Su trage era del mismo gusto, y casi tan elegante como