—Vamos, ¿qué tienes, hija mía?
—No tengo nada—contestó destapándose al fin. Su cara sonreía; pero tenía los ojos húmedos.
—Ya sé, ya sé—dijo la señora—¿Quieres el éter? ¿Sientes opresión?
—No siento nada. Estoy muy bien.
La plática se enredó de nuevo. Doña Paula expresó la idea de que Gonzalo se viniese a vivir con ellos. Este se resistió un poco, porque comprendía que esto iba a disgustar a su tío. No obstante, concluyó por ceder a los ruegos de ambas. ¡Era tan natural que no quisieran separarse!
—Pueden ustedes tener independencia. Yo me encargo de ello. Hay una sala grande, la sala amarilla... ya sabes, Cecilia... Tiene una alcoba espaciosa... Sólo falta el despacho para Gonzalo; pero ya he pensado en eso. Al lado de la sala está el cuarto de la ropa, que aunque da al patio, tiene buena luz. Hoy está hecho un asco; pero haciendo obra en él puede quedar una habitación muy decente... ¿Quiere usted verlo, Gonzalo?
El joven manifestó que no había necesidad; que pasaba por todo lo que ella dijese; que ya lo vería... Sin embargo, la señora insistió y tomando una palmatoria los guió al otro extremo de la casa.
—Esta es la sala... Grande, ¿no es verdad? Dos balcones... La alcoba. Caben muy bien dos camas... cuanto más una—añadió mirando a su hija, que se hizo la distraída cerrando un balcón.—Vamos ahora a ver el cuarto de la plancha.
Y salieron de la sala, y salvando un corredor y dando una vuelta, entraron en otro cuarto lleno de armarios y otros trastos.
—No se asuste usted por la distancia. Este cuarto está pegado a la sala. No hay más que abrir una puerta de comunicación.
Gonzalo se inclinó hacia su novia y le dijo por lo bajo:
—¿Por qué no me tratará mamá de tú, como tu papá? Díselo de mi parte... yo no me atrevo.
Cecilia entonces se acercó al oído de su madre y murmuró con voz apagada, llena de vergüenza:
—Gonzalo se alegraría de que le tratases de tú.
—¿Qué dices, niña?—preguntó doña Paula, poniendo la mano en la oreja.
Cecilia levantó un poquito la voz, haciendo un terrible esfuerzo.
—Dice Gonzalo que por qué no le tratas de tú como papá.
—Ah... me alegro que haya salido de él. No me atrevía... Bueno, pues en cuanto se abra una puerta aquí, en esta pared, ya puedes pasar de la sala al despacho sin cruzar el pasillo... ¿Te gusta la habitación? ¿Es bastante grande?
—Demasiado. Mis negocios, por ahora, no exigen tanto.
A Cecilia le retozaba en el cuerpo una pregunta. Estaba inquieta. Varias veces estuvo por tomar la palabra, pero el temor la retenía. Allá, al fin, en una pausa larga, se aventuró a decir:
—Falta una cosa, mamá.
—¿Qué falta?
La joven se detuvo un instante, como para tomar arranque, y dijo al fin con voz temblorosa:
—Falta un cuarto para arreglarse Gonzalo.
—Es verdad; no me había hecho cargo... ¿Dónde tendría yo la cabeza? Pues ahora no encuentro sitio aquí cerca... Aguarda un poco... aguarda... Podríamos bajar la despensa al sótano y quedaba un cuartito, que bien arreglado, acaso serviría... Lo que hay es que no comunica con estas habitaciones. Tendrías que cruzar el pasillo.
—¡Qué importa eso!
Fueron de nuevo al comedor y se sentaron en el mismo rincón. Poco después de hacerlo apareció Venturita con un peinador blanco que dejaba ver enteramente la garganta de alabastro y una parte de su hermoso seno virginal. Traía sueltos por la espalda los cabellos, y calzaba unos lindos pantuflos bordados. Venía a despedirse para ir a la cama. Acercóse a su madre y la dió un beso en la mejilla, haciendo, mientras tanto, muecas maliciosas a su hermana, que Gonzalo no podía ver.
—Vaya, buenas noches—dijo alargando a éste la mano.
—Buenas noches—repuso él mirándola extático, con cierta especie de embelesamiento que no pasó inadvertido para la niña.
Iba a retirarse, pero un sentimiento de coquetería la hizo volver desde la puerta y preguntar a Cecilia:
—¿Dónde has colocado el calzador? He tenido que venir con chinelas por no hallarlo...
Y al mismo tiempo mostró su lindo pie.
—Pues allá está, en el cajón de la mesa de noche.
—¡Si supierais qué sueño tengo!—dijo avanzando más y colocando una mano sobre la cabeza de su hermana.—¿Sabéis con qué se quita esto?—añadió sonriendo.
Gonzalo la examinaba con atención. Era realmente una criatura perfecta. Cuanto más de cerca se la observase, más se admiraban las singulares partes de que estaba, dotada. La epidermis era suave y brillante como el raso, de un color rosa desvanecido; la boca húmeda y fresca, de labios rojos un tanto grandes que descubrían al abrirse dos filas de dientes menudos e iguales; los cabellos dorados, sedosos, abundantes. Su única imperfección consistía en la estatura. Si tuviera la de su madre nadie se atrevería a ponerle un reparo, exceptuando, por supuesto, sus amigas.
Notando que la examinaban, no acababa de marcharse. Daba vueltas en redondo para que se la viese bien por todas partes, adoptaba posiciones caprichosas, afectadas, dirigía preguntas impertinentes a su hermana, reía sin motivo, la cubría de besos y la sobaba sin consideración.
—Déjame, Ventura. ¡Qué retozona estás hoy!—exclamaba aquélla con su franca sonrisa bondadosa, procurando desasirse.
—Vaya, vaya, a la cama—decía doña Paula.
—Voy.
Pero en lugar de irse se abrazaba de nuevo a Cecilia; la hacía cosquillas aprovechando cualquier movimiento para decirla al oído:
—¡Cómo estás gozando, picarona! No le eches esos ojazos, mujer, que le vas a aturdir.—Adiós, adiós, señores—concluyó por decir en voz alta...—Y dejar algo para mañana, ¿eh?
—¡Qué tonta!—exclamó Cecilia ruborizándose.
Doña Paula y Gonzalo sonrieron. Este dijo en voz baja:
—¡Qué pelo tan hermoso!
Ventura lo oyó, y dijo sacudiéndolo:
—Es postizo.
Todos se echaron a reir.
—¿No lo cree usted?—preguntó con seriedad y acercándose.—Tire usted. Verá cómo se le queda en la mano.
El joven no se atrevió, y continuó sonriendo.
—Tire usted, tire usted—insistió ella volviendo la espalda y metiéndole el pelo por la cara.
Gonzalo llevó la mano a él, pero no hizo más que acariciarlo.
—¿Qué, no se le ha quedado? Es que está muy bien sujeto.
Y salió corriendo de la estancia.
Un rato todavía duró el cuchicheo secreto. Se tocaron algunos puntos de la vida futura. Cecilia escuchaba a su madre disertar sobre lo que debían hacer una vez casados, sintiendo un cosquilleo en el alma que apenas era poderosa a ocultar. Le había cogido una mano y se la apretaba y acariciaba con intermitencias nerviosas. De vez en cuando la llevaba a los labios y se la besaba con fuerza. Doña Paula la miraba con enternecimiento y sonreía gozándose en la felicidad que inundaba el corazón de su hija.
El reloj del comedor vibró, dando las doce y media. Gonzalo levantóse apresuradamente.