El origen del pensamiento. Armando Palacio Valdés. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Armando Palacio Valdés
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664128089
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alfombrado que cubría sus hombros era riquísimo; el vestido, de seda pura; en los dedos y en las muñecas sortijas y brazaletes de valor y en las orejas dos orlas de brillantes con zafiro en el medio; todo lo cual pregonaba que, si D.ª Rafaela no vestía de señora, no era seguramente por falta de dinero.

      Nadie lo ponía en duda, D.ª Rafaela poseía en la calle de Hortaleza un comercio de antigüedades que en otro tiempo había sido prendería y aún lo era cuando le venía bien. Unas veces predominaban los objetos antiguos, otras los viejos. Como complemento indispensable de tal negocio, D.ª Rafaela prestaba con usura. Hallaríase entre los cincuenta y sesenta años. Gruesa, morena, de facciones abultadas y con un extenso lunar de pelos largos, cerdosos, en la mejilla derecha, cerca de la boca. Vivía sola con una sobrina a quien dejaba cerrada en casa mientras acudía invariablemente todas las noches a tomar un vaso de grosella y a leer la cuarta plana de La Correspondencia. Era campechana, servicial y sencilla hasta la simpleza, pero en sus negocios de prendera y prestamista mostrábase inflexible y astuta como pocas.

      —Acérquese un poquito si ha concluido de tomar su grosella.

      D.ª Rafaela trasladó su silla cerca de la joven y en seguida se pusieron a departir amigablemente en voz baja. Claro está que el tema de su plática fue el acontecimiento de la noche, la presentación de Mario a la familia de Sánchez.

      —Al fin parece que eso lleva buen camino. Me alegro mucho... mucho. No deje de decírselo a su mamá, y que sea para bien. Es un chico muy decente, y si tira a su padre... ya ve usted... Por supuesto que Carlota, por lo guapa y bonachona, merecía un infante de Ingalaterra... Pero, hijita, los tiempos no están para andar a escobazos con los hombres. Así se lo digo muchas veces a la gazmoñita de mi sobrina, que hace melindres al vidriero de la esquina... Ahora, si usted me pregunta mi sentir, le diré que el que más me gusta de esa cuadrilla que se sienta en el rincón es aquel muchacho rubio que llaman Godofredo. No es que tenga que decir ni pensar nada malo de éste. Al contrario, me parece bastante formal y simpático; guapo no lo es... ¿para qué más de la verdad?... pero el otro... el otro es una alhaja, un bendito... ¡Si le viese usted, como yo le veo muchos días, comulgar en San Antón!... Vamos, que enternece hallar un chico tan humilde y devoto ahora en que a todos les da por despreciar las cosas santas y decir mil borricadas y escandalizar a las personas honradas. A veces se pasa media hora y más de rodillas delante del altar de la Virgen... Hijita, ¡qué feliz será su madre! Y la mujer que le lleve bien puede decir que no tiene que envidiar a ninguna duquesa.

      Presentación se ruborizó levemente con estas palabras y dirigió una mirada rápida hacia el rincón, tropezando sus ojos vivarachos con los suaves y místicos de Llot, que estuvieron posados buen rato sobre ella. D.ª Rafaela lo advirtió bien, y adoptando un semblante enteramente picaresco, le dijo bajando aún más la voz:

      —Ya sé, ya sé, querida, que usted y él... ¡vamos!... Apriete, hijita, apriete, y que no se escape, que bien merece la pena... Al que no puedo ver ni en pintura es a aquel otro que se come los periódicos, aquel de las barbas y las gafas...

      —¡Ah, sí, Moreno!...

      —¡Un moreno bien desaborío!... tan desgarbadote y tan sucio... Creo que no tiene más gusto que escandalizar a ese pobrecito de Godofredo. ¡Desalmadote! ¡pordiosero! ¡Puhá!

      Y miraba al mismo tiempo con ojos coléricos a la mesa donde Adolfo Moreno seguía enfrascado en la lectura, muy lejos de pensar que en aquel instante excitaba la cólera de la prendera.

      Mario y Carlota habían desaparecido, no corporalmente, pero sí en espíritu. Timoteo gemía y se lamentaba amargamente, por conducto de su violín, de que la niña menor de Sánchez se hubiese vuelto de espaldas y hablase tan animadamente con la señá Rafaela, sin cuidarse para nada del Día de sol ni de su intérprete. D.ª Carolina decía a Romadonga mientras su marido se atusaba gravemente el triste y pacífico bigote:

      —No necesito decirle, Sr. Romadonga, que entiendo perfectamente la intención con que su amiguito se ha hecho presentar por usted esta noche. Sabía hace tiempo que Carlota y él se miraban con buenos ojos, y cuando lo supe yo lo supo éste, porque yo no tengo costumbre de ocultar jamás nada a mi marido. Le pregunté si le parecía mal el muchacho. Me dijo que no, y entonces pensé: bueno, pues que corra el agua por donde quiera. El otro día me dijo Carlota: «Mamá, ese chico desea ser presentado.—¿A mí qué me cuentas? le respondí. Díselo a tu papá.—Es que yo no me atrevo... Si tú te encargases...—Está bien, hija, para mí han de ser todos los apuros.» Y armándome de valor me atreví a decírselo a éste. Crea usted que temblaba como una hoja, porque no sabía cómo lo iba a tomar; tenía miedo que me echase con viento fresco. Afortunadamente, estaba de buen humor aquel día, ¿verdad, querido?

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