Ella no podía imaginar a Grant convertido en víctima de una mujer. Tenía demasiado autocontrol.
–Creo que eres lo bastante fuerte como para resistirte a mí.
–Maldita sea … –de pronto, él inclinó la cabeza y la besó apasionadamente–. Estas cosas han sucedido otras veces, Francesca.
–¿Y cuál es la solución? –ella sintió la necesidad de aferrarse a él en busca de apoyo.
–Que ninguno de los dos se deje llevar –respondió él con brusquedad.
–Entonces, ¿por qué me besas?
Él se echó a reír con una risa baja y atractiva. Parecía sentirse culpable.
–Eso es lo peor de todo, Francesca. Conciliar el deseo sexual y el sentido común.
–¿No habrá más besos? –preguntó ella, escéptica.
Él, consciente de la complejidad de sus emociones, bajó la mirada buscando los ojos azules de Francesca. Estaba muy bella. Parecía una pieza de porcelana, una mujer a la que había que cuidar y proteger de cualquier daño.
–¿Podré evitarlo si estoy continuamente a la defensiva? –preguntó, irónico–. Eres tan hermosa… Entraste en mi vida como la princesa de un cuento de hadas. Conozco a muchas mujeres interesantes y solteras. ¿No sería el mayor imbécil del mundo si te eligiera precisamente a ti? ¿A una mujer que ha llevado una vida regalada? Además, no creo que tu padre saltara de alegría si supiera que pierdes el tiempo con un bruto como yo.
Eso no lo describía en absoluto.
–Tú eres duro, Grant, pero no bruto. Solo eres mucho más impulsivo que tu hermano, que es uno de los hombres más agradables que conozco.
–Quieres decir que no es tan agresivo como yo –Grant asintió, sarcástico–. Sí, es un don de nacimiento que heredó de mi padre. Yo, en cambio, no soy nada simpático.
La dulce voz de Francesca se tornó ácida.
–Bueno, eso no me parece tan malo. A mí me gustas. Con tu mal carácter y todo. Me gusta la forma en que te marcas un objetivo y vas tras él. Me gusta tu amplitud de miras. Me gusta que tengas grandes proyectos. Hasta me gusta que seas tan competitivo. Lo que no me gusta es que me veas como una amenaza.
Grant vio el dolor reflejado en sus ojos, pero sintió la necesidad de seguir hablando.
–Porque eres una amenaza, Francesca. Una amenaza real. Para los dos.
–Eso es horrible –ella volvió bruscamente la mirada hacia el jardín iluminado por la luna.
–Lo sé –musitó él, sombrío–, pero así es.
A pesar de sus turbulentas emociones, Francesca disfrutó de la cena y, al final, se ofreció a preparar el café.
–Te ayudaré.
Grant se levantó de la silla impulsivamente. Deseaba que no se acabara el placer de la velada.
Brod y Rebecca habían acercado sus sillas y tenían las manos entrelazadas. La joven pareja no podía pasar mucho rato separada.
En la enorme cocina, Francesca mandó a Grant que moliera el café, cuyo delicioso aroma los envolvió. Ella se ocupó de sacar las tazas y los platos para la tarta. Todo con mucha destreza, notó Grant.
–Te manejas muy bien –dijo él.
–¿Qué quieres decir con eso?
La lámpara que había sobre sus cabezas daba al hermoso pelo de Francesca el colorido de una llama.
–¿Alguna vez has cocinado? –preguntó Grant con sorna.
–He hecho la ensalada –dijo ella tranquilamente.
–Y estaba muy buena, pero no creo que nunca hayas tenido necesidad de entrar en una cocina para ponerte a hacer la cena.
Ella no recordaba que le permitieran entrar en la cocina más que en Navidad, para amasar el pudding.
–En Ormond, no –se refería a la casa de su padre–. Teníamos un ama de llaves, la señora Lincoln, que tenía mucho carácter y lo controlaba todo. Cuando yo me instalé en Londres para empezar a trabajar, tenía que hacerme la comida. Y la verdad es que no me resultó difícil –añadió secamente.
–Eso cuando no salías, ¿verdad? –él puso el agua en la cafetera–. Seguro que recibías un montón de invitaciones.
–Tenía una vida social muy activa –ella le lanzó una mirada brillante–. Pero eso no me obsesiona.
–¿Ninguna relación amorosa? –Grant se dio cuenta de que no podía soportar pensar en ella con otro hombre.
–Uno o dos. Lo mismo que tú.
A Grant Cameron no le faltaban admiradoras.
–¿Nada serio? –insistió. La idea le corroía por dentro.
–Todavía tengo que encontrar a mi hombre ideal –contestó ella suavemente.
–Lo que me lleva a preguntarme por qué te has fijado en mí.
La pregunta dejó a Francesca sin habla.
–Pues porque me dejo guiar por mis instintos. Me atrae tu personalidad y físicamente eres muy atractivo.
En broma, él hizo una elegante reverencia.
–Gracias, Francesca. Haces que mi corazón se inflame.
–Pero no tu cabeza –contestó ella, irritada.
–Mi cabeza se mantiene fría por el momento –dijo él–. Pero lo he pasado muy bien esta noche. Brod y Rebecca son una buena compañía, y tú eres tú.
Ese vaivén entre el sarcasmo y la pasión resultaba desconcertante. Pero tal vez probaba que la atracción entre ellos era poderosa, aunque él se empeñara en combatirla por todos los medios.
–Vaya, me alegro de hacer algo bien –respondió Francesca.
Trataba de mantener un tono frívolo, pero estaba tan confundida que las lágrimas afluyeron a sus ojos. Cuando estaba con él se sentía mucho más vulnerable. Grant la miró alarmado, justo en el momento en que ella cerraba los ojos con furia.
–¡Francesca! –se acercó a ella y la tomó en sus brazos, con el corazón martilleando de preocupación y deseo–. ¿Qué ocurre? ¿Te he molestado? Soy un bruto, perdóname. Solo trato de hacer lo mejor para los dos. Seguro que puedes entenderlo.
–Por supuesto.
Su voz era un murmullo seco. Se pasó la mano por los ojos, como una niña pequeña.
Impulsado por su instinto de protección, Grant la estrechó con más fuerza, sintiendo el roce de sus delicados pechos. Estaba a punto de perder el control. Era terrible, pero maravilloso.
Francesca intentó decir algo, pero él sintió la necesidad urgente de besarla, de comerse su dulce boca de fresa y buscar su lengua. Ese increíble deseo por una mujer era algo nuevo para él. Algo que iba mucho más allá de sus anteriores experiencias sexuales. La quería. La necesitaba como se necesita el agua.
Había una tremenda pasión en su beso. Ella se dio cuenta de que significaba para Grant mucho más de lo que él se atrevía a reconocer. Casi tumbada en sus brazos, le permitió que se saciara, y algo en lo más profundo de ella comenzó a derretirse. Estaba a punto de desmayarse bajo aquel torbellino de sensaciones ardientes. Nunca se había sentido tan cerca de un hombre. Y, aunque sabía que aquello podía causarle mucho dolor, no le importaba.
Se separaron, momentáneamente desorientados, como si emergieran de otro mundo. Grant se dio cuenta de que todas las decisiones que había tomado respecto