el cual
asume que un sujeto comete un crimen si su utilidad esperada supera la que obtendría usando su tiempo y otros recursos en otras actividades. Algunas personas, entonces, se convierten en “criminales” no porque su motivación básica difiera de las de otras personas, sino porque lo hacen sus costes y beneficios12.
A partir de esta noción se puede construir una función que pone en relación el número de delitos que comete un sujeto con la probabilidad de que su conducta sea detectada y objeto de condena, el castigo que se le impondrá en caso de ser condenado y otras variables, como la renta que puede obtener mediante otras actividades (legales o ilegales) o su predisposición a cometer un acto ilegal13.
Como puede inferirse de lo anterior, las penas, que son incentivos negativos, no son el único medio para prevenir el delito. La teoría de la elección racional también predice que una mejora de los incentivos positivos, por ejemplo, mediante una mejora de las posibilidades laborales, tendrá así mismo efectos preventivos. Sin embargo, y dado el objeto de este trabajo, me ceñiré a esta única posibilidad preventiva14.
La asignación eficiente de los recursos sociales en la prevención del delito
El análisis positivo de las penas en términos de homo oeconomicus indica que, dada una probabilidad suficiente de ser castigados, los eventuales delincuentes resultarán disuadidos. La siguiente cuestión (aún dentro del modelo y sin contrastarlo todavía con la realidad) es la eficiencia. En este punto, la percepción más usual entre los penalistas es que el objetivo del análisis económico es acabar con el delito y que para ello sigue una lógica preventivogeneral negativa con tendencia a la intervención policial masiva, la exasperación punitiva y el recorte de derechos y garantías. No obstante, la preocupación del análisis económico no es acabar con el delito, sino otra muy distinta, que resumió Becker de forma brillante en su artículo fundacional:
¿Cuántos recursos y cuánto castigo debería usarse para aplicar diferentes tipos de legislación? Expresado de forma equivalente pero quizás más extraña: ¿cuántos delitos deberían permitirse y cuántos criminales deberían dejar de ser castigados?15.
En otras palabras, la cuestión para el AED no es establecer un sistema de “tolerancia cero” y prevenir todos los ilícitos, sino, antes bien, utilizar solo aquellas medidas preventivas cuyos costes no superen sus beneficios, incluso aun cuando ello suponga, contra el “mito de la no impunidad” conforme al que funcionan los sistemas de justicia penal, dejar de perseguir algunos (o muchos) delitos. La idea, por tanto, es minimizar los costes del delito, tanto los de los delitos en sí mismos como los costes de prevención, sean estos públicos o privados, y sea cual sea la estrategia de prevención16.
De nuevo, se ha de insistir en que para minimizar los costes mencionados se puede actuar utilizando medidas de muy distinto tipo, acudiendo a estrategias preventivas que afecten tanto a los incentivos negativos como a los positivos: el objetivo es lograr una distribución de recursos tal que el último euro gastado en una medida arroje el mismo saldo preventivo que el gastado en la más efectiva de las demás. Si este no es el caso, entonces procederá transferir recursos de una medida preventiva a otra17. Sin embargo, cumpliendo con el limitado objeto de esta contribución, voy a ocuparme solo del análisis de eficiencia de las distintas posibilidades punitivas, y lo haré distinguiendo dos cuestiones: la eficiencia comparativa de los distintos tipos de pena y la eficiencia comparativa de distintas configuraciones de la misma pena.
Así pues, en términos de eficiencia, la multa es superior al resto de las penas usualmente establecidas por los códigos penales actuales. Esto, sin embargo, no significa que tal sanción no tenga importantes problemas. Así, y para empezar, existen delitos que, por su contenido expresivo, desafían la imposición de una pena pecuniaria (piénsese en delitos sexuales o delitos contra las personas de carácter grave: ni siquiera una multa confiscatoria se vería como una sanción adecuada). Adicionalmente, siempre habrá sujetos que no pueden pagar multas, y para ellos no quedaría otra opción que acudir a otras penas.
El problema, siendo de la mayor relevancia, es común a todo análisis político-criminal que pretenda utilizar la pena de multa como sanción y que pretenda hacerlo en sociedades donde algunos o muchos de sus miembros tienen dificultades económicas. Insistir en que el problema es general a toda punición basada en multas no pretende insinuar que estamos ante un mal de muchos, lo que, como es sabido, solo consuela a los tontos. Pienso más bien que lo que se muestra es una inusual persistencia del problema que nos obliga a reformular la pregunta: ¿estamos dispuestos a dejar de utilizar este tipo de sanciones por el hecho indiscutido de que en ocasiones producen quiebras del principio de igualdad?
En el debate sobre el igualitarismo en teoría ética se suele discutir sobre la denominada “levelling down objection”: si la igualdad es un valor absoluto, ¿significa esto que en una sociedad con un 99 % de población invidente habría que cegar al restante 1 %? Evidentemente, estamos ante ejemplos distintos, pero el núcleo de la discusión es común: ¿cabe imponer a un sujeto una sanción distinta y más dura que una multa que puede pagar con el argumento de que otros sujetos que han cometido el mismo delito no pueden pagar la multa e indefectiblemente tendrán que someterse a la otra sanción? Por mero instinto, muchas personas nos inclinamos por responder afirmativamente a la pregunta. A pesar de ello, este tributo que hacemos al principio de igualdad quizás se apoye en exceso en nuestra tendencia a comparar a personas con abundantes recursos y bien capaces de pagar la pena de multa con otras sin recursos que no pueden en modo alguno pagarla. Ocurre, sin embargo, que no todos los que pueden pagar la pena se distinguen de forma tan extrema de los que no pueden pagarla, y también a estas personas de pocos, pero no inexistentes recursos, las estaríamos enviando a la cárcel cuando pueden pagar la multa, con el argumento de que otros no pueden hacerlo. En cualquier caso, se responda como se responda esta última cuestión, cabe recordar la conclusión previamente alcanzada: ceteris paribus, el AED se inclina por la pena de multa, no por ninguna otra, mucho menos la de prisión.