Grey no hizo ningún comentario sobre el reproche que le había hecho su madre. Tal vez se lo hubiera hecho muchas veces, y ya no se lo tomase en serio. Parecía un hombre que siempre hacía lo que creía conveniente, sin tener en cuenta los consejos de los demás. Daba la impresión de ser un hombre con gran empuje. Pero Lucía no sabía qué fuerza lo arrastraría. Seguramente sería el dinero o el poder, o ambas cosas. Aquellas parecían ser las motivaciones más comunes entre el sexo masculino. Ella prefería la gente creativa, los pintores, los músicos, los poetas. Grey seguramente veía los cuadros como una inversión más que como alimento para el espíritu.
La terraza de escaleras de piedra estaba en el lado sur de la casa. Tenía muebles de caña. Lucía bebió el café. Le habría gustado echarse hacia atrás y dormir un rato.
Había sido un día agotador y apenas había dormido la noche anterior. Le costaba mantener los ojos abiertos…
Mientras conducía hacia Londres, Grey maldijo el no haber previsto y abortado los planes de su madre para ayudar a aquella chica.
Su papel de llevar a los fraudulentos a los tribunales le había preocupado a su madre. Él amaba a su madre y a sus hermanas, pero eran todas iguales, unas incorregibles y sentimentales bienhechoras que podían encontrar excusas para todo, excepto para la crueldad con los animales y los niños, y los crímenes contra la humanidad. Y aun en esos casos, buscaban razones por las que hubieran actuado de ese modo los inculpados.
Grey no pertenecía a aquel grupo de gente que sentía lástima por aquellas víctimas de la sociedad, como decían ellas. No se consideraba un hombre duro, pero era realista. En el momento del juicio no había sentido remordimientos por mandar a los culpables a la cárcel.
Ahora que había conocido a Lucía, se sentía incómodo al pensar por cuántas cosas habría tenido que pasar la chica. La recordaba en la bañera. Cuánto se había excitado al ver sus pechos, algo que había aumentado su malestar hacia ella. Al principio, cuando estaba sumergida, sus pechos habían flotado como dos pálidas islas con una cresta rosada. Luego, cuando se había incorporado apresuradamente, antes de que se hubiera cubierto con la esponja, se habían transformado en dos exquisitas turgencias que habían despertado en su sexo una inmediata respuesta.
El hecho de que su cuerpo lo hubiera excitado lo había hecho reaccionar con más dureza de la que había tenido intención de emplear. ¿Aquella belleza la habría convertido en blanco de mujeres inmorales y frustradas sexualmente que poblaban las cárceles y de aquellas que detentaban posiciones de poder en ellas?
El hecho de que Lucía fuera además, lo que su madre y sus amigas llamaban «una dama», la habría convertido aún más en blanco de presidiarias y guardias de prisiones resentidas socialmente hacia aquellos que habían sido más privilegiados que ellas.
Tuvo desagradables visiones de Lucía encerrada en una celda con duras delincuentes de las que no habría tenido escapatoria. La imagen lo enfureció y conmovió tanto, que minutos más tarde se dio cuenta de que involuntariamente había apretado el acelerador y había sobrepasado la velocidad permitida en la carretera.
La redujo e intentó pensar en algo diferente de aquella muchacha que se había quedado dormida en los últimos minutos que la había visto.
–Está agotada, la pobrecilla. Dejémosla y vayamos a dar un paseo –le había susurrado su madre.
Más tarde, cuando se había despedido de él, Rosemary le había dicho:
–No estás enfadado conmigo por dejarte sin argumentos, cuando te reproché tu autoritarismo durante el almuerzo, ¿verdad? Tu padre hubiera estado furioso, pero no creo que tu ego sea tan grande y tan sensible como el suyo, afortunadamente. Aunque lo amaba, no siempre me gustaban sus reacciones, ya sabes. Nunca fuimos amigos y compañeros, como deberían ser los matrimonios… como espero que seáis tú y tu esposa, cuando la encuentres.
La verdad era que se había enfadado cuando le había dicho que tenía modales de dictador, delante de las otras dos mujeres. Pero nunca podía durarle demasiado tiempo el enfado con su madre. Muchas veces, en vida de su padre, había mediado entre padre e hijo y había impedido enfrentamientos entre ellos. Él sabía que su madre había pagado un alto precio por amar a un hombre que, aunque declaraba adorarla, había esperado de ella que respondiera a su idea de esposa perfecta y nunca le había permitido la libertad de adaptar ese papel a sus propias necesidades.
Grey sabía que su madre deseaba que él imitara a sus hermanas casándose y formando una familia. Pero no creía que eso fuera a suceder. Había disfrutado de varias relaciones con mujeres, pero no había conocido a ninguna que lo hubiera tentado con abandonar su libertad. Y no pensaba que pudiera ocurrir algún día.
Cuando Lucía se despertó, se encontró sola con Rosemary, que estaba trabajando en una pieza de bordado.
–Lo siento. ¿Cuánto tiempo he estado dormida?
–Solo una hora aproximadamente. No tiene que disculparse. Lo necesitaba. Grey ha vuelto a Londres. Vive al lado del río, en el mejor sitio en el que se pude vivir en una gran ciudad. Yo lo puedo aguantar cuarenta y ocho horas, pero después siento claustrofobia. Necesito volver al campo. Le diré a Braddy que está despierta. Tomaremos un poco de té y luego la llevaré a dar un paseo.
A las siete, cenaron algo liviano mientras veían las noticias en la televisión. Luego había un programa sobre jardinería que Rosemary quería ver, y más tarde una serie cómica.
Cuando terminó, Rosemary dijo:
–Yo, en su lugar, me acostaría temprano, o al menos leería en la cama. En la mesilla encontrará una selección de libros que he pensado que podían interesarla.
Mientras ambas se ponían de pie, Lucía dijo:
–No sé cómo agradecerle la oportunidad que me brinda. Haré todo lo que esté en mi mano para que jamás se arrepienta de ello.
–Estoy segura de que no lo haré –dijo Rosemary amablemente–. Buenas noches, Lucía. Espero que duerma bien. Mañana planearemos juntas nuestra primera expedición.
Para su sorpresa, la mujer puso sus manos en sus hombros y le dio un beso en ambas mejillas.
Durante su permanencia en la cárcel, había podido soportar la actitud autoritaria de algunas de las vigilantes, y el comportamiento hostil de sus compañeras. Sin embargo lo que siempre había debilitado su autocontrol había sido la inesperada amabilidad.
El afectuoso gesto le había formado un nudo en la garganta y le había llenado los ojos de lágrimas. Pero hasta que no se encontró a solas en su habitación, no se permitió el lujo de sollozar.
Más tarde, después de lavarse la cara, cepillarse el pelo y los dientes, y de ponerse un camisón blanco bordado que había para ella encima de la cama, abrió las cortinas y apagó las luces.
No tenía ganas de leer aquella noche. Simplemente quería estar tumbada en la cama y observar la luna por la ventana sin rejas, e intentar acostumbrarse al milagroso cambio de suerte.
Dudaba que pudiera hacer cambiar de opinión a Grey. Para él, como para tanta gente, ella llevaría el estigma de su delito toda su vida.
Cuando sintió que temblaba su barbilla, y que iba a ponerse nuevamente a llorar, se dijo que no debía sentirse mal. ¿Qué importaba que Grey siguiera despreciándola? Era un hombre rico y arrogante, que no sabía nada acerca de la vida de la gente normal y de las presiones que tenían que soportar. Evidentemente no estaba acostumbrado a que nadie lo desafiara. Seguramente la culparía a ella de que su madre se negara a abandonar su plan. Y seguramente también buscaría el modo de salirse con la suya.
Si lo hacía, ella opondría resistencia, como lo había hecho aquella mañana cuando él había intentado comprarla. Le vendría bien tener a alguien que se negase a ser sumisa con él.