Pero claro que le interesaba ver el interior de la casa. Había estado en varias ocasiones y siempre le había entristecido su decadencia.
¿Acaso no daría Kat su ojo derecho por ese privilegio?, pensó con una repentina sonrisa. Y acompañada por el señor importante en persona.
–Has sonreído –dijo Gregory a su lado, mostrando que la estaba observando–. Empezaba a preguntarme si sabías hacerlo.
–¿Qué quiere decir, señor Wallace?
–¿No te parece que es hora de dejar las formalidades? –caminaron alrededor de la casa, hasta llegar a una parte donde trabajaban varios hombres. Algunos eran de la zona y Sophie les saludó y se detuvo a charlar con uno que conocía bien.
–James, ¿puede saberse por qué nunca trabajaste con este ahínco cuando me arreglaste la cocina? –sonrió ampliamente al hablar, sujetándose el pelo con una mano. James tenía su edad y habían ido juntos al colegio.
–No parabas de ofrecerme tazas de té y me hacías perder la concentración –rió el hombre.
–¿Cómo están Claire y los niños?
–Ten cuatro hijos y no tendrás que hacer esa pregunta –de nuevo rieron,
–Me habías mentido sobre tu incapacidad genética –dijo Gregory con seriedad cuando entraron en la casa.
–¿De qué hablas?
–Eres amable. Así que sólo te molesto yo –se detuvo en la puerta y miró a su alrededor, captando todos los detalles.
Sophie ignoró su comentario, se olvidó de él y se puso a pasear, asombrada por los cambios. Las viejas alfombras raídas habían desaparecido. El suelo de baldosas blancas y negras ampliaba enormemente el vestíbulo. Las paredes estaban preparadas, aún sin cubrir de papel, y la escalera central rehecha.
–Te enseñaré todo esto –dijo Gregory y la tomó del brazo. Con educación y firmeza, Sophie se apartó.
–No pensaba molestarte –dijo el hombre con un gesto burlón.
–No pretendía indicar que así fuera –replicó Sophie fríamente, mirándolo sin pestañear–. Pero prefiero caminar sola.
El hombre masculló algo inaudible y comenzó a guiarla por la obra. La casa era una hermosa mansión victoriana, amplia y algo siniestra. La reforma se estaba haciendo con gusto impecable y cuidado de los detalles. Ya había varias habitaciones completas y el resto avanzaba velozmente.
–¿No es mucha casa para una persona sola? –preguntó Sophie mientras entraban en un salón cuya alegría contrastaba agudamente con el oscuro y decrépito lugar que ella recordaba. Reconoció sin embargo algunos muebles pertenecientes a la antigua propietaria, sin duda demasiado voluminosos para caber en su nueva y más modesta residencia–. A menos –continuó Sophie, mirándolo todo y reconociendo a pesar suyo el acierto de los cambios– que seas muy ambicioso en cuestión de hijos.
–Oh, me bastará con una docena –declaró él con seriedad–. ¿Alcanzo así la categoría de ambicioso en cuestión de hijos?
–Alcanzas la categoría de mentiroso compulsivo –replicó Sophie.
Gregory rió de buena gana y continuó mirándola, lo que no la molestó lo más mínimo. Podía mirar lo que quisiera mientras no pretendiera tocar. No se sentía amenazada porque sabía que el hombre la miraba con abierta curiosidad, como un espécimen perfecto de pueblerina. Sin duda, él creía que el maquillaje o la peluquería eran lujos sofisticados que nadie podía obtener fuera de Londres. Ya cambiaría de opinión cuando conociera a las joyas sociales de Ashdown, las damiselas residentes de fin de semana.
–Bueno –comentó cuando regresaron al vestíbulo–. Muchas gracias por la visita guiada. Ha estado muy bien.
–¿Por qué no tomas una taza de té antes de marcharte? –y añadió como explicación–. La cocina es lo primero que terminaron los obreros, como podrás comprender.
–Les gusta hacerse un té –confirmó educadamente Sophie. Miró el reloj y declaró que tenía que irse.
–¿Adónde?
–¿Cómo que adónde? –aquel tipo era un impertinente. ¿A él qué le importaba lo que tuviera que hacer?
–¿Vas a la biblioteca?
–No –estuvo a punto de añadir que no era asunto suyo, pero mientras él permanecía con la cabeza ligeramente ladeada a la espera de una respuesta, decidió morderse la lengua–: Tengo mucho que hacer en casa.
–¿Y las tareas no pueden esperar media hora? –comenzó a avanzar hacia la cocina, y Sophie lo siguió a su pesar. Cuando llegaron, le pareció inútil perder diez minutos discutiendo, así que se sentó a la mesa de madera y esperó a que le preparara el té.
–¿Dónde vives? –preguntó Gregory sentándose frente a ella. Se había quitado el abrigo, pero seguía teniendo un aspecto incongruente con el traje de ejecutivo en la cocina semiacabada. Habían quitado los muebles viejos sin colocar los nuevos, salvo la cocina y un aparador que mostraba las huellas de los trabajadores: la cafetera sobre la alacena, el enorme paquete de café, azúcar, leche, todo de tamaño gigante.
–Estoy a la distancia justa para ir en bici –respondió Sophie–. Como todo el mundo en el pueblo.
–¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?
–Mucho –bebió de la taza, disfrutando del calor que emanaba de ésta, y deseó que abandonara esa línea de conversación, o tendría que pararle en seco. Era obvio que no le interesaba ella como mujer, pero cualquier clase de interés sobraba. No tenía ganas de ponerse a hacer confidencias sobre su vida privada.
–Eso lo aclara todo.
Sophie no respondió.
–No pretendes vivir aquí todo el tiempo, ¿verdad? –preguntó a su vez, sin pedir perdón por su reserva.
–Puede que lo haga –fue la respuesta de Gregory–. ¿Por qué? ¿No te parece buena idea?
Sophie se encogió de hombros.
–Puedes hacer lo que quieras, pero francamente, no creo que este pueblo sea adecuado para una persona como tú –frase que sonó, a sus propios oídos, mucho más impertinente de lo que pretendía. Por su expresión, podía verse que a él tampoco le había gustado el comentario.
Pero, ¿por qué debía disimular lo que sabía? Los hombres como Gregory, como Alan, no estaban hechos para lugares tranquilos y aburridos. Alan la había acompañado tres veces a Ashdown y lo había odiado.
–Esto es como vivir en el cementerio –había dicho. Tumbada en la cama junto a él, llena de la energía y la sorpresa de su nueva vida en Londres, de su nuevo trabajo, de su nueva relación con un hombre del que había desconfiado al principio para luego dejarse embaucar, Sophie había enterrado la sensación de malestar que aquel comentario poco benévolo le produjo.
Salvo tres años en la universidad y seis meses en Londres, había vivido en Ashdown toda su vida y lo amaba. Si odiaba Ashdown, ¿qué pensaría de ella? Cuando pudo descubrirlo, ya se había convertido en la señora Breakwell.
–¿Una persona como yo? –preguntó con frialdad Gregory.
–Oh, perdona –Sophie se terminó el té y se puso en pie–. No quería ser grosera.
–¿Pero? –él no se levantó y, cuando sus ojos se encontraron, Sophie pudo ver que toda huella de humor había desaparecido de su semblante. De pronto, vio al hombre que había ganado millones y levantado una empresa. Se preguntó a cuántas mujeres habría roto el corazón, cuántas se habrían enamorado de aquel aire duro y voluntarioso bajo la capa de encanto mundano. Aunque era inmune a esa mezcla, Sophie no era idiota. Sabía que el hombre la atraía, y la tensión brillaba como un faro en