Después de haber visto su alto grado de fe -tanto que la llamamos Reina de la fe- podemos creer confiadamente y en razón de nuestra alianza de amor, que ella está dispuesta a regalarnos la fuerza, el calor, la intimidad de su fe si nos esforzamos por alcanzar el ideal del heroísmo en la fe.
María, educadora de la fe
Su carácter de contrayente de la alianza le confiere plena responsabilidad por nosotros; ella, con amor y solicitud maternales, quiere conducir en la alianza a sus hijos al Padre. Esto significa que también nosotros hemos de otorgar el Poder en Blanco y responder valiente y fielmente con nuestra vida.
Este Poder en Blanco dado a Dios, es decir, este sí creyente, dispuesto y alegre, dicho por adelantado a todo lo que Dios ha determinado para nosotros en su plan de amor, nos exige una formación muy profunda en la fe.
Es tarea de María realizar en nosotros esta obra maestra. Ella lo hace al tomar en serio su Alianza de amor con nosotros. Por Alianza de amor entendemos: un intercambio mutuo y lo más perfecto posible de corazones y bienes.
El énfasis se pone en la palabra "mutuo". Al ser la Alianza de amor un contrato mutuo, que encierra los derechos y deberes para ambas partes, no sólo nosotros confiamos nuestros intereses, bienes y corazones a María, sino que también ella hace otro tanto con nosotros.
Tratándose de intercambio de intereses con respecto a la fe, ambos contrayentes se encuentran a un mismo nivel; a ambos contrayentes interesa sobremanera la vida de fe.
María sabe, y mucho mejor que nosotros, cuán difícil nos es ser hombres simples, creyentes, cuando todo a nuestro alrededor está impregnado de ateísmo. Ella conoce la inmensa y abrumadora carencia de fe de nuestro tiempo, en el cual el hombre ni como sujeto ni en cuanto a comunidad quiere saber de Dios; en el cual no se encuentra a gusto con Dios y lo divino; donde todos nosotros estamos en peligro de perdernos en una felicidad terrena, en el activismo y negocios humanos sin dirigir la mirada hacia arriba; donde cientos de acontecimientos incomprensibles en la vida actual trastornan tan profundamente nuestro concepto e imagen de Dios.
Ella acoge con amor en su corazón todas estas dificultades de nuestra fe; hace suyas nuestras ansiedades. Lo hace con todos, permanentemente y con gran alegría. Su sí en la Anunciación y bajo la cruz la hizo Madre nuestra; y por una Alianza de amor mutua, libremente renovada y profundizada, la hemos elegido Madre y Educadora nuestra, y ella se siente obligada a aceptarnos nuevamente como a hijos predilectos y a tratarnos como tales.
Dentro de sus intereses, está el de educarnos a ser maestros y héroes en la fe según su ejemplo, para que, en la vida, reconozcamos y amemos a Dios como a nuestro Padre a pesar de las dificultades y antítesis que nos presente el tiempo actual.
Es interés suyo que, tras lo que suceda en el mundo, tras todos los acontecimientos de la historia del mundo y de nuestra propia historia personal, percibamos el amor del Padre que nos llama., y con fe le contestemos filialmente. Es cosa suya que nosotros, por nuestra fe, seamos luz y guías para muchos hombres que amenazan ahogarse y sucumbir en la oscuridad de la fe.
Las intenciones de nuestro corazón siguen la misma dirección.
"Como el girasol se vuelve
al sol, que lo regala con abundancia,
Padre, nos volvemos creyentemente hacia ti
con el pensamiento y el corazón.
Silencioso y paternal
te vemos detrás de cada suceso;
te abrazamos con amor ardiente
y con ánimo de sacrificio
vamos alegres hacia ti"
(HP, 76-77)
Nuestra Alianza de amor con María considera un intercambio de intereses pero también un perfecto y mutuo intercambio de bienes. Así ella se convierte para nosotros en un tesoro valiosísimo, no fácilmente sustituible. Por ella quedan a nuestra disposición todas las riquezas divinas. Sólo hemos de aprender a poner manos a la obra valientemente.
Aplicado a la fe significa que, en virtud de esta Alianza y por una profundizada conciencia de responsabilidad, nuestra aliada -que es también la omnipotencia suplicante- se preocupa, por su grandeza de fe, de nuestro ínfimo grado de fe; por su firmeza de fe, de la debilidad de la nuestra; por la fecundidad de su fe, de la infecundidad de la nuestra, es decir, que nuestra fe alcance aquel grado que nos ha sido destinado en el plan de Dios Padre. Ella es para nosotros, y de un modo excelente, el modelo y la madre de la fe. Su sabiduría educadora sabe encontrar medios y caminos para enseñarnos, en estos tiempos sin fe, a dominar la vida moderna con el espíritu de la fe.
Primeramente algunas palabras sobre la grandeza de su fe teniendo como fondo la mezquindad, si no el eclipse total de nuestra fe.
La grandeza de la fe de María
Nuestra contrayente de la Alianza hace su primera aparición en el Evangelio cuando el ángel Gabriel le trae la buena nueva de su elección privilegiada y de su misión. La respuesta dada por ella revela su admirable grandeza de fe. Repentinamente, si bien no totalmente improvisado, cae sobre ella una plenitud de misterios divinos inmensamente elevados, simplemente inexplicables, obras magnas divinas. Dios exige que ella dé un sí y que lo mantenga decidida durante toda su vida. Con sencillez, María pronuncia el sí, volviendo a darlo en cada momento.
Aquí se trataba del misterio de la Santísima Trinidad, del cual el mundo no tenía noción o tenía a lo más una noción muy vaga. Con pocas palabras el ángel descorre el velo de la esencia divina, de la tri-unidad en la unidad. Lo hace calmado y seguro sin detenerse en largas explicaciones. Dice: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti..." Y luego: "lo santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios".
Claramente se alude aquí al Espíritu Santo y al Hijo de Dios. Y un hijo presupone necesariamente un padre. Nuestra contrayente en la Alianza está ante el misterio más grande del cristianismo, misterio que nosotros nunca podremos comprender en su totalidad.
Ella no argumenta, no discute. Sin tardanza dice su sí; firme e inconmovible, ella cree en el gran misterio. Su fe se apoya únicamente en la autoridad del Dios verdadero, quien no miente ni engaña y que, a través del anuncio del ángel, le descubre la esencia misteriosa de su ser.
Por la misma razón, ella cree inalterablemente en el segundo de los grandes misterios del cristianismo: la encarnación de Dios, quien "nacería de su seno", y en el misterio de su propia maternidad virginal. Sería madre y permanecería virgen. No pregunta cómo será posible algo semejante, sino cómo sucederá aquello, puesto que ella «no conoce varón». Luego dice su sí creyente, humilde y merece con ello, según San Agustín, «abrir los cielos que hasta entonces permanecían cerrados». Desde ese momento vivió y actuó en ella un cierto instinto divino que le permitía percibir, con seguridad y en todas partes, a Dios y su deseo; estaba rodeada de una atmósfera de luz que la capacitaba para decidirse siempre por Dios.
Todo esto hace aún más nítido el brusco contraste con la atmósfera turbia que, en forma muchas veces impenetrable, rodea a los hombres de hoy y que, constantemente y por desgracia, le incita a tomar posición en contra de Dios y de sus órdenes. Cuán poca aplicación a nosotros tienen las palabras: "Bienaventurada tú porque has creído..."
La admiración nos invade al contemplar la magnitud de la fe de nuestra contrayente de la Alianza. Más aún, la fortaleza de su fe nos impulsa a caer de rodillas; despierta en nosotros, que tantas veces hemos sucumbido ante pruebas de fe en este tiempo tan mísero en la fe, el urgente anhelo: ¡Madre, si fuéramos como tú; firmes y perseverantes como tú!