–Venga, Mason, llevas casi tres meses haciéndome… ojitos.
–No he hecho nada de eso, Scott. Voy a volver adentro.
–Ni hablar.
El hombre fue a agarrarle del brazo otra vez en el tiempo que tardó Danyl en llegar hasta ellos.
–¡Suéltame!
–La señora le ha dicho que basta ya –intervino Danyl en voz alta.
Le costaba dominarse, no soportaba a los hombres así, a los hombres que no aceptaban una negativa.
–Lárguese, esto no es asunto suyo.
Danyl miró a la morena y no vio nada que le indicara que estaba fingiendo. Sus enormes ojos marrones tenían un brillo de impotencia y de cierto miedo y tenía el cuerpo como encogido, como si quisiera reducir al máximo el contacto físico con ese hombre.
El hombre se dio la vuelta y se enfrentó a Danyl con arrogancia.
–Si alguien va a marcharse, es…
Danyl lo vio llegar desde un kilómetro. El hombre lanzó todo el cuerpo con un gancho más bravucón que otra cosa. No tuvo que esforzarse para detener el ataque y golpearle la nariz con el otro puño.
Se oyó un chasquido bastante desagradable acompañado por la exclamación de asombro de la mujer y del aullido del hombre que estaba doblado por la cintura con las manos en la nariz. Entonces, se incorporó, les miró con furia a la mujer y a él y se alejó apresuradamente dejando un reguero de improperios antes de entrar en el edificio.
Él volvió a mirar a la mujer, que todavía no sabía cómo se llamaba. Se había separado de la pared y temblaba ligeramente. Lo miró con unos ojos tan oscuros como la noche, pero había desaparecido todo rastro de miedo y había dejado paso a la rabia.
–¿Está…?
–¿Puedes saberse por qué ha hecho eso? –le preguntó ella con acento australiano.
–¿Qué?
–Lo tenía controlado.
Ella pasó a su lado y él intentó concentrarse en esa reacción que no se había esperado, y no en la descarga que había notado por su contacto.
–Seguro –replicó él dándose la vuelta para mirarla–. Ese hombre estaba…
–Bebido, era inofensivo. Podría haberlo resuelto yo sola.
–Seguro –repitió él–. No creo que llegue al metro sesenta.
–El tamaño no importa –replicó ella con indignación.
Él entrecerró los ojos y tuvo que hacer un esfuerzo para no rebatirle, aunque, al parecer, ella había captado lo que había querido decir con la misma claridad que si lo hubiese dicho.
–¿De verdad…? –preguntó ella en un tono tan burlón que Danyl ya no pudo soportarlo.
Quizá debería no haberse metido en esa disputa, y encontrarse con los organizadores del festejo habría sido mejor que eso.
Ella resopló con delicadeza y desapareció por la puerta que llevaba al festejo.
Mason agitó las manos. Le temblaban un poco, pero era el único vestigio que le quedaba de lo que había pasado en la terraza. ¿Qué le había pasado a Scott? La había sorprendido completamente, nunca había mostrado ningún interés por ella, aparte del de amigo. Hasta ese momento. Además, independientemente de lo que pensara ese desconocido, lo tenía controlado. Si podía dominar a un caballo temperamental, podría pararle los pies a Scott. Le enfurecía, más que asustarle, haberse visto en esa situación. Mejor dicho, que Scott la hubiese llevado a esa situación. No había visto u oído nada que indicara que Scott era… así. Ella podría haberlo dominado sola, pero era posible que otra, no. Tendría que hablar con Harry por la mañana.
Lo que no había podido dominar había sido la reacción al hombre que había sido el causante de que hubiese salido a la terraza y que le había roto la nariz a Scott. Había intentado evitar su mirada y ese calor abrasador que sentía cada vez que sus ojos se encontraban. Sintió un escalofrío al recordarlo e intentó convencerse de que era por el frío, pero sabía que era demasiado dura para eso. La sensación por estar cerca de él era increíble, algo que solo había sentido cuando galopaba por las suaves laderas del criadero de caballos de su padre en Nueva Gales del Sur.
Se quedó en el vestíbulo que daba al salón o a los ascensores que la sacarían del Langsford. Le llegó el ruido de la fiesta y supo que no quería volver allí. Recuperó el abrigo largo y grueso del guardarropa, se quitó los zapatos de tacón, se puso unas botas negras mucho más cómodas y cálidas y se montó en el ascensor antes de que la viera alguien.
Mientras bajaba las treinta plantas, calculó cuánto faltaba para que volviera el autobús que iba a recogerlas. Entre dos y tres horas. Se miró en las paredes de espejo con tono dorado, pero vio dos ojos color avellana en un rostro que parecía una escultura de la perfección varonil que la miraban como si supieran algo de ella que no sabía ella misma.
–Lo tenía controlado –susurró ella con rabia a esa imagen que temía que no volvería a olvidar.
Se abrieron las puertas del ascensor y cruzó el vestíbulo con el suelo de mármol blanco y negro mientras hablaba muy en serio consigo misma. Lo tenía controlado con toda certeza, se repitió cuando llegó a la pesada puerta giratoria. La empujó con tanta fuerza que acabó despedida a la acera y directamente a la espalda de…
Se quedó sin respiración cuando su pecho se topó con una espalda musculosa, aunque un poco dura. Alargó una mano para sujetarse, pero comprobó que sus dedos se habían cerrado alrededor de un antebrazo también apabullantemente musculoso.
–Yo…
No pudo terminar la disculpa cuando el desconocido de la terraza se dio la vuelta y la desequilibró. Se habría caído si él no llega a tirar del brazo al que ella seguía aferrada… hasta que se encontró pegada al pecho de su teórico rescatador.
–Tenemos que dejar de…
–No acabe ese tópico –le advirtió ella.
–¿Siempre está tan enfadada? –le preguntó él en un tono entre burlón y de curiosidad sincera.
–No, es que… –ella sacudió la cabeza como si quisiera reordenar las ideas que se le desordenaban solo de verlo–. Suelo ser más coherente –concluyó ella con una sonrisa abatida.
Retrocedió para apartarse de su calidez, de su olor… Si había creído que ese hombre transmitía poder desde el extremo opuesto de la habitación, estar tan cerca, estar agarrada por él era abrumador. Miró hacia arriba y vio unos reflejos dorados en sus ojos increíblemente negros, unos reflejos maliciosos. Sus labios, que esbozaban una sonrisa casi irresistible, eran carnosos y tenían una sensualidad impertinente… y ella reaccionó de una forma completamente inesperada e inapropiada.
Apartó la mirada de ese magnetismo arrebatador y la dirigió hacia la calle. Le sorprendió que estuviese tan vacía. Todo el mundo debía de estar en una fiesta o en Times Square.
Eso era absurdo y tenía que olvidarlo. Mejor dicho, tenía que olvidarse de sí misma.
–Gracias –ella lo dijo al vacío, sin mirarle a él–. Por…
Mason hizo un gesto con la mano en dirección a la terraza y vio, por el rabillo del ojo, que él se encogía de hombros y que esbozaba una sonrisa irónica.
–Lo tenía controlado. ¿Se marcha?
Ella no podía distinguir el acento. Evidentemente, era de algún país árabe, pero no era de ninguno que hubiese pasado por el criadero de caballos de su padre.
–No.
Ella frunció el ceño, miró