–Robert, no te aguanto.
–Bueno, ve a probarte el vestido y el sábado me cuentas qué tal.
–¿El sábado?
–Hay una fiesta en casa de Monty. Iré a buscarte a las nueve.
A Robert nunca parecía ocurrírsele que ella pudiera tener otros planes y, por un segundo, Daisy se sintió tentada de decirle que había quedado. Pero había un problema. En toda su vida, nunca había estado ocupada para él.
–Mejor a las nueve y media –dijo, solo para hacerse la dura.
–¿A las nueve y media? –repitió él, sorprendido.
–No, mejor a las diez.
–Ah, muy bien –murmuró Robert. El tono de sorpresa era suficiente como para alegrar su corazón–. ¿No me digas que tienes novio? Tú eres mi chica.
–De eso nada. Soy tu amiga. Pero pensaba ir a la fiesta de Monty de todas maneras y me viene bien que vayas a buscarme –sonrió ella. Después de causar una pequeña conmoción en el bien ordenado mundo de Robert, Daisy puso la mejilla para que él la besara, castigándose a sí misma con el roce de los labios masculinos, que la hacían sentir cosas que no podrían publicarse. Sería fácil prolongar el abrazo, tan fácil como haber prolongado el almuerzo con café y postre. Pero el papel de hermana pequeña tenía sus limitaciones; demasiado contacto con Robert y estaría subiéndose por las paredes durante toda la tarde. Además, mantenerlo a distancia era posiblemente la razón por la que Robert no se aburría de ella–. Gracias por la comida. Nos vemos el sábado –añadió rápidamente, dirigiéndose hacia la puerta del restaurante.
Aquel día, Robert parecía más vulnerable de lo que nunca lo había visto y quizá era por eso por lo que ella había insistido tanto en hablar del vestido. No para divertirlo a él, sino para distraerse a sí misma del hombre que tenía al lado.
Habría sido demasiado fácil olvidarse del vestido y sugerir que dieran un paseo por el parque, invitarlo a subir a su apartamento para mostrarle su nuevo ordenador, mientras tomaban una copa de coñac…
El problema era que conocía a Robert demasiado bien. Conocía todas sus debilidades. Aquel día, abandonado por Janine, con la autoestima por los suelos, podría haberse sentido tentado de ver lo que había debajo de la ropa ancha y nada favorecedora que llevaba Daisy Galbraith.
El problema era que, a la semana siguiente, una mujer más guapa, más sexy y más sofisticada llamaría su atención. Y después de eso, no habría nada. No más comidas, no más domingos por la mañana pescando, no más paseos con el perro, nada más que un sentimiento de incomodidad cuando se encontrasen.
Y ella tendría que aparentar que no la importaba porque su hermano nunca le perdonaría a su mejor amigo haberle roto el corazón a su hermana pequeña.
Aunque una traidora parte de sí misma sugería a veces que una aventura con Robert quizá curaría la atracción fatal que sentía por él, Daisy no tenía dificultad en ignorarla. No era idiota. Se había enamorado de él antes de aprender a andar, cuando su hermano había llevado a aquel guapísimo niño de siete años a jugar a casa.
Y lo último que deseaba era curarse.
–¿Más café, señor?
Robert negó con la cabeza, mientras recuperaba su tarjeta de crédito y salía tras Daisy con la esperanza de alcanzarla. Era tan agradable estar con ella, pensaba. Siempre lo había sido, incluso cuando era una niña y corría detrás de él y su hermano Michael.
Desde la acera del restaurante podía ver su mata de rizos rubios a lo lejos y se dio cuenta de que era demasiado tarde. En fin, la vería el sábado. Mientras esperaba un taxi, Robert frunció el ceño. ¿A las diez? ¿Qué demonios tendría que hacer hasta las diez?
En ropa interior, con su imagen repetida desde una aterradora cantidad de espejos, Daisy casi agradeció el terciopelo amarillo que le pusieron encima.
La modista empezó a sujetar el vestido con un montón de alfileres para ajustar la pieza a las menos que generosas curvas de Daisy y, una vez satisfecha, sacudió la cabeza.
–Ya está. ¿Puede volver el lunes?
–No podría sobornarla para que se le cayese algo sobre el vestido, ¿verdad? ¿Una taza de café, un tintero?
–¿Por qué? ¿Es que no le gusta? –preguntó la mujer, sorprendida.
–¿Con mi complexión? Yo nunca elegiría el color amarillo.
–Bueno, siempre hay una primera vez para todo.
–Sí. Y una última.
–Es diferente, eso es todo. Con un buen maquillaje, será una dama de honor muy guapa.
Que estuviera guapa era la fantasía de su madre, pero Daisy sabía que ni siquiera debía intentarlo. Nunca podría competir con las otras damas de honor.
–¡Daisy! –exclamó Ginny, entrando por la puerta con su cohorte de damas de honor. Todas morenas y guapísimas. Robert lo iba a pasar en grande–. ¡Has llegado pronto!
–No, querida, tú llegas tarde.
–¿Sí? Ah, es verdad. Hemos ido a hacernos una limpieza de cutis –rio su futura cuñada–. Deberías haber venido con nosotras.
Aquel comentario podía entenderse de muchas formas, pero Daisy estaba segura de que Ginny no lo había hecho con mala intención. Aunque su figura dejara algo que desear, sabía que tenía una piel estupenda. Lo único malo era que una limpieza de cutis no podía arreglar una nariz y una boca demasiado grandes.
Daisy llegó a la galería sin aliento y sintiéndose un poco deprimida.
–Ah, ya estás aquí.
Sí, estaba allí. Y probablemente seguiría allí durante toda su vida: la mejor amiga de Robert, la chica que no tenía novio. Daisy intentó controlar su repentina tristeza. Autocompadecerse no iba a servir de nada.
–Lo siento, George, ya te dije que llegaría un poco tarde.
–¿Ah, sí? –preguntó George Latimer. Era un hombre de setenta años y, aunque nadie podía competir con sus conocimientos sobre el arte y los objetos orientales, su memoria estaba empezando a fallar.
–He tenido que probarme el vestido de dama de honor –le recordó ella.
–Ah, sí. Y has comido con Robert Furneval –añadió el hombre, pensativo. Daisy le había dicho que iba a comer con un amigo, pero no le había dicho que fuera Robert y lo miró, sorprendida–. Tu ropa te delata, querida.
–¿No me digas?
–Te has puesto el traje que peor te queda. Dime una cosa, ¿tienes miedo de que él te seduzca en medio de un restaurante si te pones algo remotamente femenino? Solo pregunto porque creo que la mayoría de las mujeres disfrutarían de esa experiencia.
Su expresión de aparente sorpresa no engañaba a George en absoluto. Su memoria podía no ser lo que era, pero no le pasaba nada en la vista. Y fijarse en los detalles era su especialidad.
–No sabía que conocías a Robert.
–Conozco a su madre. Una mujer encantadora y experta en arte oriental, como imagino que sabrás. Fue ella quien sugirió tu nombre cuando se enteró de que buscaba una ayudante para la galería.
–¿Jennifer? No tenía ni idea.
Jennifer Furneval era una mujer muy amable y siempre se había compadecido de la flaca adolescente que hacía lo imposible para que su hijo se fijara en ella. Aunque nunca le había dicho que conocía la razón por la que Daisy mostraba tan ferviente interés por su colección de arte oriental. Al contrario, le había prestado libros que eran una excusa perfecta para ir a su casa y le había aconsejado que estudiase Bellas Artes.