Día 2
La televisión suena en forma intensa. Las chicas, en uno de esos días donde se alinean los planetas, charlan, comparten, se ríen, discuten sobre qué ver en la tv. La tardecita siempre genera reacomodamientos en la casa, es un momento donde los integrantes vuelven de sus actividades y se piensa en la cena; en esas dos horas se sintetizan parte de los movimientos diarios.
Esa noche se instala en el nuevo escritorio que eligieron con su esposa para la habitación. Acaba de hablar con su padre, que le comunica que vendrá a Buenos Aires para el festejo de los 18 de su hija mayor. El próximo domingo es el día del padre y siempre es una fecha que pone en juego la distancia cimentada a lo largo de los años. Nunca ha sido fácil volver a su pueblo y tampoco lo fue poder ubicarlo como la sede natural donde transcurrieron infancia y adolescencia. Su padre está grande y siente la necesidad de cambiar la frecuencia de esos encuentros.
Nunca pensó que tantos años después hubiera en su cabeza una necesidad tan grande de que algunas cosas se acomodaran en el lugar correcto. Algo parecido a eso que hacen las computadoras cuando ordenan su información reorganizando su memoria. La cabeza acelera y acelera y necesita darle espacio, escape. Muchos años han pasado donde parte de esas pequeñas piezas han tratado de encontrar su lugar y las ha mantenido a raya, en la puerta, espantándolas, en un esfuerzo constante por contenerlas y controlar sus movimientos. Como cuando se aprieta un globo, las ideas, los pensamientos van y vienen; no se ubican, se engloban. Varios escenarios se transformaron en su vida luego del momento en que un hecho fortuito e imponderable le diera un vuelco absolutamente inesperado.
Habitación infantil. Collage. Gabriel Gobelli
El scalextric. Boceto. Gabriel Gobelli
Mi mamá trabajaba hasta media tarde y lo hizo durante dos años más luego de terminada la casa. Dejaba preparada la comida y se iba antes de mediodía. En épocas de colegio, después de almorzar íbamos al Club Centro Empleados donde Tito, mi papá, jugaba a las cartas y mi hermano y yo alternábamos entre tirar al aro en la cancha de básquet y los flippers. Durante las dos horas que aproximadamente pasábamos allí, anotábamos en la cuenta de papá algunas gaseosas y las fichas para jugar al flipper. Los hijos del cantinero y de algún otro de los parroquianos que se encontraban jugando a las cartas formaban parte del grupo diario. Cuando papá se cruzaba a la panadería poco antes de las 4 de la tarde para abrir el negocio, íbamos al potrero ubicado en Entre Ríos casi Mitre a pasar horas jugando al fútbol. Terminábamos a oscuras ya adivinando la trayectoria de la pelota. Religiosamente alrededor de las 5 todos volvíamos a merendar y bajo un acuerdo tácito, en poco menos de una hora estábamos de vuelta. Mi papá traía las facturas de rigor en su intervalo vespertino para tomar el café con leche con nosotros.
“El ratero”, así habíamos bautizado al potrero donde jugábamos a la pelota, nos convocaba cada inicio de año lectivo para limpiarlo y cortar las cañas que crecían sobre uno de sus costados. A principios de marzo un grupo de amigos dentro de un radio de 5 a 6 cuadras nos juntábamos a limpiar el terreno para dejar inaugurado el año futbolero. La pelota de cuero empezaba a rodar y no paraba hasta entrado noviembre. La composición del grupo no venía dada a través de la escuela, aunque entre nosotros hubiera compañeros de curso, sino por la proximidad barrial.
A mediados de la secundaria la cita vespertina era en el Club Español con compañeros de colegio y amigos. Algunos jugaban al ajedrez y otros, como en mi caso, nos inclinábamos por el billar o el casín. Celebrábamos largos duelos con Luichi, uno de mis amigos. Cada uno tenía una taquera fija donde dejaba el taco. Dentro de una casi absoluta paridad, ya que los dos lo hacíamos bastante bien, él solía ganar más que yo. A la tardecita, generalmente iba a buscar a mi papá cuando cerraba la panadería. Bajábamos la cortina de enrollar y volvíamos caminando por la Mitre rumbo a la casa de la calle Río Uruguay. Esa casa, que un día detuvo su tiempo.
Día 3
Está acostumbrado al dolor. Se le aparece en algunas oportunidades como una contraforma seductora donde se termina ubicando naturalmente, como lo hacen esas esferas cuando se apoyan en una superficie cóncava y se bambolean buscando el centro. El correr de la pluma erosiona el malestar, lo raja, lo parte, como ocurre con la superficie de esos lagos congelados a los que le llega la indetenible primavera.
Ha comenzado a conectarse con aquellos días de cuarenta años atrás. Tiene el convencimiento pleno de tener que plantarse frente a la sinusoide anímica que fue campeando de la manera que pudo a lo largo de varias décadas. La escritura fluye. La pluma es una válvula que alivia. Corre, corre y corre. No se detiene.
En la terraza, Gabriel, José y dos amigos. En la ventana, Haydée. 1975.
El ¨Ratero¨. Gabriel 1996.
José María nació en el Instituto del Diagnóstico de la Ciudad de Buenos Aires. El 1 de mayo del año 1966 llegué a la habitación con un ramo de flores que alguna de mis tías me había comprado. La cara de mamá, el bebé en algún lugar de la habitación y ese niño que yo era con el ramo de flores parado al lado de la cama. Guardo en mi retina la mirada comprensiva de mi madre, que duró un segundo. De esa ventana que la memoria abre parcialmente hasta los tres años, sólo recuerdo otra visión fugaz que se relaciona de alguna manera con el nacimiento de mi hermano: un encuentro con mi abuelo que moriría a los pocos días del nacimiento de José.
La panadería tenía sobre la calle Mitre el negocio de atención al público, una entrada de servicio y un local al que se denominaba escritorio. Allí se desarrollaban algunas actividades contables, se hacían pagos, se guardaban documentos y en un momento fue sede de las meriendas que se les preparaban a los empleados de “Los Inglesitos”, el negocio de ramos generales ubicado a escasos cincuenta metros. El mueble grande de bellísimos cajones y puertas corredizas que se deslizaban suavemente era mi preferido. El conjunto lo completaban un escritorio tradicional, la caja fuerte y una especie de pupitre alto que consistía en un plano de trabajo inclinado. En la parte superior tenía un quiebre que generaba un plano horizontal y servía de apoyo de útiles varios con espacio para tintero incluido.
Una de mis actividades preferidas cuando iba a la panadería era sentarme en la banqueta de ese mueble y desplegar la sección de deportes de Clarín que Alegre repartía todas las mañanas. Si era lunes, mejor; si había ganado Boca, mejor aún.
La caja fuerte tenía una manija que al accionarse emitía un fuerte ruido metálico. Abriendo la caja y mirándome con una sonrisa recuerdo por única vez al abuelo José. Son casi nulos los recuerdos que tengo de él; fui recomponiendo su historia a través de algunos recuerdos que mi papá me ha contado. Según su memoria, mi abuelo me decía el ¨toro salvaje de las pampas¨, epíteto del viejo boxeador argentino de los inicios del siglo XX, Luis Ángel Firpo.
Mi hermano tomó el nombre completo del abuelo al nacer: José María. El abuelo acababa de fallecer y mi hermano llegaba al mundo: uno llegaba y el otro partía.
Día 4
Durante mucho tiempo sintió que transmitir el dolor se transformaba en un hecho vergonzante. Como si estuviera incompleto. Como si por el hecho de mostrarlo se expusiera a verse sin un brazo o una pierna. Repartió escritos con discreción, recostándose en la espera silenciosa y ávida que experimentaron por años quienes los recibieron. Está convencido de que la pluma es su principal antídoto para mitigar las eventuales dudas que puedan aparecer luego de haberle abierto la jaula a pájaros largamente encerrados. Encerrados en jaulas estancas, oscuras, húmedas. Esa herida profunda que lo constituye y forma parte indivisible de su existencia presiona por aparecer en la epidermis. En la frontera del cuerpo, para cerrarse de otra manera, para ser aceptada como una marca que, lejos de avergonzarlo, denote la resiliencia que lo fue