HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Y bien, ¿cuál es el alma de arquero que vale más poseer: la del que voluntariamente yerra el tiro o la del que le yerra involuntariamente?
HIPIAS. —La primera.
SÓCRATES. —Luego es la mejor, en lo que concierne a la destreza en tirar el arco.
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —¿Luego el alma que falta involuntariamente es peor que la otra?
HIPIAS. —Sí, cuando se trata de lanzar una flecha.
SÓCRATES. —Cuando se trata de medicina: el alma que hace voluntariamente mal en el tratamiento del cuerpo, ¿no es, en materia de medicina, más hábil que la que peca por ignorancia?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Luego relativamente a este arte es mejor que la que no sabe tratar estas enfermedades.
HIPIAS. —Lo confieso.
SÓCRATES. —Con relación al laúd, a la flauta y a todas las demás artes y ciencias, ¿la mejor alma no es la que hace con intención lo malo y lo feo y falta voluntariamente, y la peor la que falta a pesar suyo?
HIPIAS. —Así parece.
SÓCRATES. —Ciertamente, en cuanto a las almas de los esclavos, querríamos más tener en nuestra posesión las que faltan y hacen mal voluntariamente, que las que faltan involuntariamente, siendo las primeras mejores con relación a los mismos objetos.
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Y bien; ¿no desearemos que nuestra alma sea todo lo excelente que sea posible?
HIPIAS. —Seguramente.
SÓCRATES. —¿No será, por tanto, mejor si hace el mal y falta voluntariamente que si hace esto mismo involuntariamente?
HIPIAS. —Sería bien extraño, Sócrates, que el hombre voluntariamente injusto fuese mejor que el que lo es involuntariamente.
SÓCRATES. —Sin embargo, esto es lo que parece resultar de lo que se acaba de decir.
HIPIAS. —No creo que sea así; por lo menos a mi no me lo parece.
SÓCRATES. —Yo creía, Hipias, que no pensarías así. Respóndeme de nuevo. La justicia ¿no es o una capacidad o una ciencia, o uno y otro? ¿Ne es indispensable que sea una de estas tres cosas?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Si la justicia es una capacidad, el alma que sea más capaz será la más justa; porque ya hemos visto, querido mío, que era la mejor.
HIPIAS. —En efecto, lo hemos visto.
SÓCRATES. —Si es una ciencia, ¿no será el alma más hábil la más justa, y la más ignorante la más injusta? Y si lo uno y lo otro, ¿no es claro que el alma, que participe de la capacidad y de la ciencia, será la más justa, y que la más ignorante y la menos capaz será la más injusta? ¿No es una necesidad que así suceda?
HIPIAS. —Así parece.
SÓCRATES. —¿No hemos visto que el alma más capaz y más hábil es igualmente la mejor y la que está en estado de hacer lo uno y lo otro, tanto en lo que es bello como en lo que es feo en todo género de acciones?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente, cuando el alma hace lo que es feo, lo hace voluntariamente a causa de su capacidad y de su ciencia, las cuales, juntas o separadas, son la justicia.
HIPIAS. —Probablemente.
SÓCRATES. —Cometer una injusticia, ¿no es hacer un mal? No cometerla, ¿no es hacer un bien?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente, el alma más capaz y mejor obrará voluntariamente cuando se haga culpable de injusticia, y la mala obrará involuntariamente.
HIPIAS. —Parece que sí.
SÓCRATES. —¿No es hombre de bien aquel cuya alma es buena, y malo aquel cuya alma es mala?
HIPIAS. —Sí.
SÓCRATES. —Por lo tanto, es lo propio del hombre de bien cometer la injusticia voluntariamente, y lo propio del malo cometerla involuntariamente, si es cierto que el alma del hombre de bien es buena.
HIPIAS. —Lo es indudablemente.
SÓCRATES. —Luego el que falta y comete voluntariamente acciones vergonzosas e injustas, mi querido Hipias, si es cierto que hay hombres de esta condición, no puede ser otro que el hombre de bien.
HIPIAS. —No puedo concederte eso.
SÓCRATES. —Ni yo concedérmelo a mi mismo, Hipias. Pero esta conclusión se deduce necesariamente de todo lo dicho. Yo, como te dije antes, no hago más que errar constantemente sobre todas estas cuestiones y nunca soy respecto de ellas del mismo dictamen. Mis dudas, después de todo, nada tienen de sorprendente como no lo tienen acaso tampoco las de cualquiera otro ignorante. Pero si vosotros los sabios no tenéis ningún punto fijo, es bien triste para nosotros el no poder vernos libres de nuestro error, ni aun recurriendo a vosotros.
Argumento del Menéxeno[1] por Patricio de Azcárate
He aquí, entre dos diálogos de algunas líneas, un discurso de algunas páginas. Este discurso es una oración fúnebre por los ciudadanos muertos en los combates. Comprende dos partes de desigual extensión. La primera, que es la más larga, es un elogio; la segunda una exhortación. El elogio es completo. El suelo mismo de la Ática, donde, como los árboles, la cebada y el trigo, han nacido los hombres que la habitan; el Estado que no admite diferentes órdenes de ciudadanos, y que, ya se trate de cargos públicos, ya de honores, no da la preferencia al más rico, sino al más virtuoso; la guerra, en fin, la guerra sobre todo, emprendida siempre para la defensa de la libertad contra los bárbaros cuando invadieron la Grecia, y contra los griegos mismos cuando quisieron oprimir a sus hermanos, todo es aquí alabado y glorificado. La historia de las luchas de la república es la historia de un largo, infatigable y cariñoso culto a la nación griega, iba a decir a la humanidad; y si Atenas no ha sido siempre victoriosa, ha merecido serlo.
La exhortación se dirige a los hijos de los que han sucumbido en la última guerra, a sus padres, a sus madres y a sus abuelos. Que los hijos aprendan de estos ilustres muertos que vale cien veces más morir con honor, que morir en la deshonra, y que su constante ambición sea añadir gloria a la gloria que se les ha legado, porque engalanarse con la virtud ajena, y no con la suya propia, es una cobardía. Que los padres, las madres y los abuelos no se entreguen al sentimiento y a las lágrimas; sus hijos han muerto como bravos, y su memoria no perecerá jamás. La república les prestará el apoyo que han perdido. Ya saben que la república educa a los hijos que no tienen padre, y alimenta a los padres que no tienen ya hijos.
Algunas frases cambiadas al principio y al fin entre Sócrates y Menéxeno, parecen marcar el objeto de esta oración fúnebre.
O yo me engaño mucho, o este objeto no es muy formal. Menéxeno declara a Sócrates que viene del senado, y que, debiéndose designar el orador que habrá de pronunciar el elogio de los guerreros muertos en el campo de batalla, había sido aplazada la elección. Y como manifestara gran interés por esta clase de discursos, Sócrates, como en tono de zumba, le dice: —¿Tan difícil es alabar a los atenienses delante de los atenienses? Y Menéxeno reta a Sócrates, y este pronuncia una oración fúnebre, que finge haber aprendido de Aspasia, que la había compuesto.
Tentado me sentiría a no ver en el Menéxeno otra cosa que un juego del espíritu, o más bien, si puede decirse así, un juego de elocuencia. Nada indica la intención de dar en un ejemplo una lección de retórica; pero