SÓCRATES. —¿Y vosotros los rapsodistas no sois los intérpretes de los poetas?
ION. —También es cierto.
SÓCRATES. —Luego sois vosotros los intérpretes de los intérpretes.
ION. —Sin contradicción.
SÓCRATES. —Vamos, respóndeme Ion, y no me ocultes nada de lo que te voy a preguntar. Cuando recitas, como conviene, ciertos versos heroicos, y conmueves el alma de los espectadores, ya cantando a Odiseo en el momento en que lanzándose al umbral de su palacio, se da a conocer, a los amantes de Penélope y derrama a sus pies una multitud de flechas,[5] o ya a Aquiles arrojándose sobre Héctor,[6] o cualquier otro pasaje conmovedor de Andrómaca, de Hécuba, o de Príamo,[7] ¿te dominas, o estás fuera de ti mismo?, ¿llena tu alma de entusiasmo?, ¿no te imaginas estar presente en las acciones que recitas, y que te encuentras en Ítaca o delante de Troya, en una palabra, en el lugar mismo donde pasa la escena?
ION. —¡La prueba que me pones a la vista es patente, Sócrates! Porque si he de hablarte con franqueza, te aseguro, que cuando declamo algún pasaje patético, mis ojos se llenan de lágrimas, y que cuando recito algún trozo terrible o violento, se me erizan los cabellos y palpita mi corazón.
SÓCRATES. —Pero qué, Ion, ¿diremos que un hombre está en su sano juicio, cuando, vestido con un traje de diversos colores y llevando una corona de oro, llora en medio de los sacrificios y de las fiestas, aunque no haya perdido ninguno de sus adornos, o cuando, en compañía de más de veinte mil amigos, se le ve sobrecogido de terror, a pesar de no despojarle ni hacerle nadie ningún daño?
ION. —No ciertamente, Sócrates, puesto que es preciso decirte la verdad.
SÓCRATES. —¿Sabes tú si transmitís los mismos sentimientos al alma de vuestros espectadores?
ION. —Lo sé muy bien. Desde la tribuna, donde estoy colocado, los veo habitualmente llorar, dirigir miradas amenazadoras, y temblar como yo con la narración de lo que oyen. Y necesito estar muy atento a los movimientos que en ellos se producen, porque si los hago llorar, yo me reiré y cogeré el dinero; mientras que si los hago reír, yo lloraré y perderé el dinero que esperaba.
SÓCRATES. —¿Ves ahora cómo el espectador es el último de estos anillos, que como yo decía, reciben los unos de los otros la virtud que les comunica la piedra de Heraclea? El rapsodista, tal como tú, el actor, es el anillo intermedio, y el primer anillo es el poeta mismo. Por medio de estos anillos el dios atrae el alma de los hombres, por donde quiere, haciendo pasar su virtud de los unos a los otros, y lo mismo que sucede con la piedra imán, está pendiente de él una larga cadena de coristas, de maestros de capilla de sub-maestros, ligados por los lados a los anillos que van directamente a la musa. Un poeta está ligado a una musa, otro poeta a otra musa, y nosotros decimos a esto estar poseído, dominado, puesto que el poeta no es sui iuris, sino que pertenece a la Musa. A estos primeros anillos, quiero decir, a los poetas, están ligados otros anillos, los unos a este, los otros a aquel, e influidos todos por diferentes entusiasmos. Unos se sienten poseídos por Orfeo, otros por Museo, la mayor parte por Homero. Tú eres de estos últimos, Ion, y Homero te posee. Cuando se cantan en tu presencia los versos de algún otro poeta, tú te haces el soñoliento, y tu espíritu no te suministra nada; pero cuando se te recita algún pasaje de este poeta, despiertas en el momento, tu alma entra, por decirlo así, en movimiento, y se te ocurre abundantemente de qué hablar. Porque no es en virtud del arte, ni de la ciencia, el que hables tú de Homero como lo haces, sino por una inspiración y una posesión divinas. Y lo mismo que los coribantes no sienten ninguna otra melodía que la del dios que los posee, ni olvidan las figuras y palabras que corresponden a este aire, sin fijar su atención en todos los demás, de la misma manera tú, Ion, cuando se hace mención de Homero, apareces sumamente afluyente, mientras que permaneces mudo tratándose de los demás poetas. Me preguntas cuál es la causa de esta facilidad de hablar cuando se trata de Homero, y de esta infecundidad cuando se trata de los demás, y es que el talento, que tienes para alabar a Homero, no es en ti efecto del arte, sino de una inspiración divina.
ION. —Muy bien dicho, Sócrates. Sin embargo, sería para mí una sorpresa, si tus razones fuesen bastante poderosas para persuadirme de que cuando hago el elogio de Homero, estoy poseído y fuera de mí mismo. Creo que tú mismo no lo creerías, si me oyeses discurrir sobre este poeta.
SÓCRATES. —Pues bien, quiero escucharte; pero antes responde a esta pregunta. Entre tantas cosas como Homero trata, ¿sobre cuáles hablas tú bien? Porque sin duda tú no puedes hablar bien sobre todas.
ION. —Vive seguro, Sócrates, de que no hay una sola de la que no esté en estado de hablar bien.
SÓCRATES. —Probablemente no de las cosas que tú ignoras, y que Homero trata.
ION. —¿Cuáles son las cosas que Homero trata y yo ignoro?
SÓCRATES. —¿Homero no habla de las artes en muchos pasajes y muy detenidamente? Por ejemplo, ¿el arte de conducir un carro? Si pudiera recordar los versos, te los diría.
ION. —Yo los sé; voy a decírtelos.
SÓCRATES. —Recítame, pues, las palabras de Néstor a su hijo Antíloco, cuando le da consejos sobre las precauciones que debe tomar para evitar el tocar a la meta en la carrera de carros, en los funerales de Patroclo.
ION. —Inclínate —le dice—, bien preparado, sobre tu carro a la izquierda; al mismo tiempo con el látigo y la voz apura al caballo de la derecha, aflojándole las riendas; haz que el caballo de la izquierda se aproxime a la meta, de manera que el cubo de la rueda, hecho con arte, parezca tocar en ella, y que sin embargo evite tropezarla.[8]
SÓCRATES. —Basta. ¿Quién juzgará mejor, Ion, si Homero habla bien o mal en estos versos, un médico o un cochero?
ION. —El cochero sin duda.
SÓCRATES. —¿Es porque conoce el arte que corresponde a todas estas cosas o por otra razón?
ION. —No, sino porque conoce este arte.
SÓCRATES. —Dios ha atribuido a cada arte la facultad de juzgar sobre las materias que a cada uno correspondan, porque no juzgamos mediante la medicina las mismas cosas que conocemos por el pilotaje.
ION. —Verdaderamente no.
SÓCRATES. —Ni por el arte de carpintería lo que conocemos por la medicina.
ION. —De ninguna manera.
SÓCRATES. —¿No sucede lo mismo con todas las demás artes? Lo que nos es conocido por la una, no nos es conocido por la otra. Pero antes de responder a esto, dime: ¿no reconoces que las artes difieren unas de otras?
ION. —Sí.
SÓCRATES. —En cuanto puede conjeturarse, digo, que una es diferente de otra, porque ésta es la ciencia de un objeto y aquélla de otro. ¿Piensas tú lo mismo?
ION. —Sí.
SÓCRATES. —Porque si fuese la ciencia de los mismos objetos, ¿qué razón tendríamos para hacer diferencia entre un arte y otro arte, puesto que ambos conducían al conocimiento de las mismas cosas? Por ejemplo, yo sé que éstos son cinco dedos, y tú lo sabes como yo. Si yo te preguntase, si lo sabemos ambos por la aritmética, o lo sabemos tú por un arte y yo por otro, dirías sin dudar que por un mismo arte, la aritmética.
ION. —Sí.
SÓCRATES. —Responde ahora a la pregunta que estaba a punto de hacerte antes, y dime, si crees, con relación a todas las artes sin excepción, que es necesario que el mismo arte nos haga conocer los mismos objetos, y otro arte objetos diferentes.
ION. —Así me parece.
SÓCRATES. —Por consiguiente, el que no posee un arte, no está en estado de juzgar bien de lo que se dice o se hace en virtud de este arte.
ION. —Dices verdad.
SÓCRATES. —Con relación a los versos que acabas