James Sinclair parecía lo que era: sofisticado y refinado. Era definitivamente un hombre de ciudad. Tal vez por eso no creía que él fuera feliz viviendo y trabajando en una pequeña ciudad como Yewdale.
Cuando Elizabeth se dio cuenta de que él la estaba analizando de la misma manera que ella a él, se dio la vuelta, con el corazón latiéndole a toda velocidad sin que ella pudiera entender por qué.
–Entonces, gracias David –dijo James, volviéndose a mirar al hombre, algo más mayor que él, con una sonrisa.
–De nada. Así tendrás tiempo de empezar a buscar un sitio propio. De hecho, creo que sería una buena idea si hablaras con Harry Shaw, el dueño del hotel. Normalmente tiene sus contactos sobre las propiedades que van a salir al mercado. Por así decirlo, es uno de sus muchos negocios.
–Esa es una de las muchas bendiciones de una ciudad pequeña –replicó James, sonriendo–. Al contrario que en las grandes ciudades, la gente sabe lo que pasa a su alrededor. Yo viví en mi último piso durante tres años y nunca me enteré de quién eran mis vecinos. Creo que me va a gustar conocer a todo el mundo en esta ciudad y llegar a ser parte de la comunidad.
–Tal vez –dijo Elizabeth con frialdad, sentándose en su escritorio–. ¿Pero te gustará tanto que la gente sepa quién eres tú? Ése es un aspecto de este trabajo que muchos encuentran muy difícil. No puedes desconectar cuando vives en una pequeña ciudad como Yewdale. La gente te para en la calle, en las tiendas e incluso en el pub para pedirte consejo o comentar algo sobre su tratamiento. ¿Crees que te resultará fácil aguantar eso? ¿O lo encontrarás demasiado sofocante, como les pasa a la mayoría de los forasteros?
–Me imagino que sólo el tiempo te puede contestar a eso –respondió él con voz amable, aunque le saltaban chispas de los ojos–. Yo estoy dispuesto a esperar y ver qué pasa, pero ¿y tú, Elizabeth? Me parece que ya has decidido que no soy apto para este trabajo.
–¡Tonterías! Liz sólo está siendo… realista –intervino David, mirando a Elizabeth para que ella confirmara sus palabras.
Ella se mantuvo en silencio, por lo que fue un alivio que el intercomunicador sonara y se pudo dar por terminada la reunión, aunque todos sabían que aquello sólo era el principio.
–Me parece que ha llegado mi primer paciente –dijo ella, evitando mirarle a los ojos–. ¿Te importa enseñarle a James su consulta, David?
–Claro que no –respondió David, saliendo de la habitación para que él le siguiera. Pero James no lo hizo.
–No sé porque tienes dudas sobre mí, Liz –dijo James, poniendo un delicado énfasis al pronunciar su nombre–, pero espero que intentes tener una mentalidad abierta. Este trabajo es lo que quiero y tengo la intención de llevarlo a cabo con éxito. Créeme. Me parece que una persona es inocente hasta que se demuestra lo contrario. Tal vez deberías tener eso en cuenta.
Elizabeth respiró profundamente cuando él hubo salido de la habitación Entonces apretó el botón del intercomunicador para informarle a la recepcionista, Eileen Pierce que estaba lista para recibir a su primer paciente. En ese momento se dio cuenta de que le temblaba la mano, pero no quiso pensar en lo que había sido la causa: un metro ochenta de elegancia en estilo puro llamado James Sinclair.
–De acuerdo, señor Shepherd, ya puede vestirse. ¿Puede hacerlo solo o quiere que lo ayude?
–¡No necesito que ninguna mujer me ayude! –le espetó Isaac Shepherd, demasiado orgulloso y testarudo como para aceptar ayuda.
–Entonces, ¿cómo está, doctora? El muy tonto debería darse cuenta de que no debería hacerlo todo solo –dijo Frank, el hijo de Isaac, mirando la pantalla que ocultaba a su padre de su vista y levantando la voz para que el viejo le oyera–. Le dije que vendría este fin de semana para ayudarle a recoger las ovejas, pero ¡iba él a esperar! Las cosas se hacen cuando él quiere que se hagan. ¡Desde que mi madre murió, es imposible razonar con él!
–Entiendo que tiene que ser difícil, Frank –dijo Elizabeth, sentándose a su escritorio y mirando las notas del expediente. Hacía más de tres meses desde la última vez que Isaac había estado en la consulta. Desde su angina, había tenido que todos los meses, pero había ignorado todas las citas para la consulta. Si no hubieran estado tan ocupados, Elizabeth hubiera ido a visitarlo a su granja–. Tu padre es un hombre muy independiente, Frank.
–¡Demasiado independiente! Le he dicho mil veces que Jeannie y yo estaríamos encantados de que viniera a vivir con nosotros, pero ¿cree que me ha escuchado?
–¿Y para qué me voy a ir a vivir con vosotros? Desde allí no puedo cuidar de mi granja –exclamó Isaac, surgiendo desde detrás del biombo–. Yo nací en esa granja, y allí será donde moriré. Así es como debe ser. La pena es que una vez que yo me muera, no habrá nadie que se encargue de ella…
–Siéntese, señor Shepherd –le interrumpió Elizabeth rápidamente, para que la conversación no degenerara por otros derroteros y se hiciera interminable. Sabía que aquello había sido un punto de roce entre padre e hijo desde que Frank se mudó a la ciudad para trabajar en una fábrica de cerámica–. Mire, señor Shepherd, no me resulta fácil decirle lo que tengo que decir, así que iré al grano. No puede seguir dirigiendo esa granja usted solo. Físicamente, es demasiado para usted.
–¡Lo he hecho toda mi vida! ¡No hay nada que yo no sea capaz de hacer! –le espetó el hombre.
–Sería demasiado para un hombre de su edad aunque se encontrara perfectamente de salud, pero éste no es su caso. Tanto si lo quiere como si no, su angina de pecho tiene que tenerse en cuenta –continuó Elizabeth, sin apartar la vista del hombre–. Ya se lo expliqué todo la última vez que lo vi. Las arterias que van al corazón se le han estrechado tanto que no pasa suficiente sangre. El exceso de ejercicio físico, incluso fumar, acrecienta el problema y ocasiona los ataques. El ir por las colinas para buscar a las ovejas fue una locura.
–¿Y qué se suponía que tenía yo que hacer? ¿Esperar que volvieran ellas solas? ¿Cree que me puedo permitir que se pierdan? –replicó Isaac, empezando a levantarse de la silla.
–Sé que no, así que debería pedirle a alguien que le ayude. Ya no puede hacerlo usted solo –le dijo Elizabeth, obligándole a que se sentara–. Frank me ha dicho que ni siquiera tenía sus medicinas con usted cuando le encontró esta mañana. Si hubiera tenido sus pastillas, hubiera podido controlar el ataque.
–¿Por cuánto tiempo? ¿Veinte… treinta minutos antes de que me vuelva a dar? Además, me dan dolor de cabeza –replicó Isaac Shepherd en tono beligerante–. ¡Menuda medicina es ésa!
–Entonces, ya va siendo hora de que hagamos otra cosa –respondió Elizabeth, al darse cuenta de que los ataques se iban haciendo más frecuentes–. Está claro de que la medicina ya no le hace efecto, así que tendremos que buscar otra alternativa. Creo que una angioplastia sería la solución.
–¿Qué es eso, doctora? –preguntó Frank–. ¿Se trata de una operación?
–Hoy en día se trata de algo rutinario. Explicado sencillamente, se trata de alargar la sección de la arteria afectada por medio de un globo, por lo que se consigue que la sangre fluya mejor hacia el corazón. Creo que sería lo mejor para su padre, así que me gustaría que le viera un especialista en el hospital.
–¿En el hospital? ¡Yo no voy a ir al hospital! –exclamó el anciano, poniéndose de pie–. Es una pena que su padre ya no esté aquí, jovencita. ¡A él no se le hubiera ocurrido sugerirme eso! –añadió, antes de salir