Creemos que sí, pues es viable conjeturar que la hormiga Titina no pudo anticipar las conductas atemorizantes de la araña, ni inferir su maldad, motivo por el cual no abandonó su caminata por la telaraña. ¿Por qué? Porque ella no pensaba que las amigas pensaban que ella iba seguir por la telaraña sin cuidarse a sí misma:
–¡Titina, no sigas! gritan las hormigas.
¡De mala manera la araña te espera con una tetera!
En cuanto se asome te caza y te come.
Y Titina ¡zas!, se cae para atrás del susto nomás.
Por lo mismo, la tortuga Manuelita no detectó, en la mirada del tortugo, que estaba enamorado de ella:
Manuelita una vez se enamoró de un tortugo que pasó.
Dijo: ¿qué podré yo hacer? vieja no me va a querer; en Europa y con paciencia me podrán embellecer.
Al retomar el hilo de la canción, advertimos que Manuelita no pensaba que el tortugo del que se había enamorado creía que ella pensaba que él era el amor de su vida; porque él no le daba indicios de que ambos pensaran lo mismo. Resulta entonces posible suponer cuán sola se habrá sentido la tortuga Manuelita mientras no se percataba de lo atractiva que le resultaba al tortugo, quien, por eso, la seguía esperando.
Tantos años tardó en cruzar el mar que allí se volvió a arrugar,
y por eso regresó
vieja como se marchó, a buscar a su tortugo
que la espera en Pehuajó.
Hasta aquí, es posible observar la propuesta de quienes estudian las interacciones entre las personas y, en este sentido, tenemos una clara caricatura de la soledad. Soledad que se le hace evidente a Manuelita cuando no le resulta posible compartir sus pensamientos y estados afectivos con el tortugo.
Sin embargo, no le pasó lo mismo a la vaca de Humahuaca. Ella se miraba bajo la lupa de otro espejo, el espejo de alguien que sí la pensó capaz de estudiar. Los que se encontraban sin recursos para imaginarse algo distinto de lo que veían fueron los habitantes de Humahuaca, pues solo vieron en la vaca una abuela. Pero finalmente:
Un día toditos los chicos se convirtieron en borricos
y en ese lugar de Humahuaca la única sabia fue la vaca.
En suma, las reflexiones hechas sobre los personajes de las canciones de María Elena Walsh subrayan y delimitan una de las formas en que se expresa el autismo: dificultades severas para captar el afecto y el pensamiento ajenos.
Sin embargo, es probable que si solo analizáramos esta situación desde las ópticas propuestas por la psicología cognitiva y las neurociencias, el problema de Manuelita y su tortugo quedaría reducido a dinamismos cerebrales que no funcionan como deberían hacerlo. Faltarían entonces elementos para descubrir por qué no advirtieron que, mutuamente, estaban enamorados. Lo que ocurre es que la verdadera puesta en escena de las pasiones y conflictos humanos que contribuyen a comprender las relaciones entre las personas implica un nivel de hipótesis diferente.
De ello nos ocuparemos en los capítulos 2, 3 y 4, cuando presentemos el análisis y la interpretación de casos clínicos concretos.
En resumen, la referencia a la soledad entendida como un muro construido con elementos propios de la herencia genética tiene profundas raíces en las ideas de Leo Kanner. Recordemos que este autor señala que un muro encierra al niño autista en una “atrincherada soledad” que se manifiesta en sus reiterados intentos para impedir o romper cualquier lazo afectivo con objetos o personas del mundo exterior.
Respecto de las investigaciones realizadas posteriormente por autores como Meltzer, Tustin y Bettelheim –enraizadas en la perspectiva psicoanalítica– creemos que, si bien aportan valiosos elementos para la comprensión del fenómeno en cuestión, plantean la soledad del autista como una función aislada, producto de factores innatos y/o de madres inadecuadas.
Lejos de desconocer la importancia de sus contribuciones, aquí se plantea otra mirada, una mirada que permite entender la soledad autista como producto de no sentirse pensado por el otro. Es decir que se impone en forma explícita el término intersubjetividad en la comprensión del cuadro estudiado. Llegamos a realizar esta aproximación luego de una lectura minuciosa de la hipótesis de la teoría de la mente propuesta por la psicología cognitiva.
Por otra parte, es claro que tampoco agotamos la reflexión sobre los ecos que despierta la convergencia del relato mítico y el científico, pero la cercanía establecida al menos nos permite resaltar que –por las conmovedoras narraciones y las diversas evidencias científicas– el autismo gravita en las inhóspitas trincheras de la soledad.
Aun más, aunque sea cierto que toda aproximación al tema es por naturaleza parcial, en el terreno del autismo esa parcialidad ayuda a superar las limitaciones de una concepción individualista de la soledad.
Ahora sí, para cerrar, detengámonos en la particularidad de la siguiente cita de la novela de Meyrink.
Nadie me respondió, pero sentí que algo así como una angustia inconsciente nos ataba la lengua (Meyrink, 2003: 58).
Y notemos que lo que el Golem dice es que sintió una especie de angustia inconsciente que “nos ataba la lengua”. No es casual que hable en primera persona del plural, desde un nosotros. Ocurre que su mutismo es especular, bidireccional, compartido. Ocurre que la profunda angustia se coconstruye. La soledad también:
Como alguien que se encontraba de pronto transportado a un desierto de arenas infinita, de golpe cobré conciencia de la soledad profunda, gigantesca, que me separaba de mis semejantes (Meyrink, 2003: 79).
A partir de aquí, en los próximos capítulos procuraremos profundizar las raíces intersubjetivas de las que se nutre la soledad del autista, a través de la exposición de diferentes situaciones clínicas. Para ello, partiremos de esta problemática: ¿Cómo el niño pequeño con signos clínicos de autismo abandona la inhóspita soledad en la que se atrinchera cuando no se siente pensado por el otro?
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