Espero que exista algún lugar donde mi padre y mi madre sigan bebiendo juntos, un lugar donde consigan amarse con algo menos de torpeza. Espero que ahora mismo se dirijan, tambaleándose, hacia algún tálamo celeste donde librarse del cansancio que cargaron a lo largo de esta vida. Espero que reproduzcan allá su admirable forma de beber, pacífica y cortés, que nunca intentó perturbar el orden divino.
–Los hombres rechazan a Dios recurriendo a argumentos racionales –decía mi padre–, pero lo que de verdad les anima es una vulgar superstición: la existencia de un lugar mejor les parece imposible porque eso sería demasiado bueno. Opinan que no puede haber nada mejor que esta miseria. ¿Te das cuenta? Se dicen racionales, pero solo son pesimistas.
Sin embargo hubo un día, cuando yo ya había decidido hablar con él de igual a igual, en que me atreví a contradecir sus ingeniosas paradojas:
–Y si es de esa manera, si crees tan firmemente, ¿por qué bebes así?
Los hijos arrastran en la conciencia una porción onerosa de sus padres, y los padres asumen una carga parecida, allá donde nada se ve. Los padres sostienen a sus hijos con una mano invisible, mientras con la otra se sostienen a sí mismos, y esa doble tarea, tan penosa, les ocupa hasta morir. Pero hay un momento en que la identidad de unos y de otros se confunde, un momento en que cambian los papeles, o que quizás se superponen. Escribo ahora para dejar constancia de todo lo que les quise y aún les quiero, para dejar constancia de que supe de sus debilidades y fracasos, y para dejar constancia de que ellos, ¿por qué ocultarlo?, lo sabían también.
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