El Gobierno de Ucrania tiene sus propios intereses, económicos y electorales. Con su coqueteo europeísta, el presidente Yanukovych, que ha sido tradicionalmente prorruso, intentaría desarmar a la oposición y ser reelegido en 2015. Parte de los opositores ven a Europa como un tren hacia la prosperidad y la madurez democrática; una oportunidad, también, para desarrollar su identidad ucraniana, lejos de Rusia. Según varias encuestas, la opinión pública de Ucrania favorece la opción europea en un 42% a nivel nacional, frente a un 37% en contra. El apoyo mayoritario se da en el centro y el oeste del país. La mayoría de los escépticos, por el contrario, están concentrados en el este: la región rusófona e industrial del Donbás. Yanukovych hace equilibrios, como si pudiera complacer a las dos partes: a los prorrusos y a los proeuropeos. El presidente habla de “política multivectorial”. Ni con unos ni con otros, sino un poco de cada cosa. Ha mencionado el concepto tantas veces que ya le apodan “Vector” Yanukovych.
Pero todas estas razones, la economía, la diplomacia, los cálculos electorales, solo son burbujas en la superficie de un caldo borboteante. Un guiso milenario de vínculos, afrentas, medias verdades, que de solo acercarse abrasa la piel y que es como dinamita bajo la mesa de negociaciones. Si uno quiere discernir el origen del problema, verá kilómetros de malentendidos, siglos de fronteras movedizas y un estatus, el de Ucrania, que varía según el interlocutor. Salvo en la actualidad y en un breve trienio a principios del siglo pasado, Ucrania nunca fue, sobre el papel, un país, sino una provincia o colonia de las potencias limítrofes. Un apéndice de Rusia, o de Polonia, o de Austria-Hungría, cuya personalidad constreñida se ha desarrollado siempre en medio de la fricción y la lucha.
Como el propio K, varios profesores de esta universidad son ucranianos, y su misión es definir la imagen de Ucrania en la mente de los estudiantes. Quitar, como quien limpia una moneda antigua, el barro de la ignorancia y de los estereotipos. Separar a Ucrania de esa postal fea de carcasa industrial que padece la ex-URSS. Es una misión ardua, ya que las ramas del árbol ruso tapan el paisaje. La voz de Ucrania, insisten, no es la voz de Rusia, donde los corresponsales extranjeros se impregnan del punto de vista ruso y lo proyectan al mundo. Porque Ucrania, dicen, es la poesía del Tarás Shevchenko, que de niño se perdía buscando en el monte las columnas que sostenían el cielo. Ucrania son los diez tomos de historia de Myjailo Hrushevsky y la mirada del documentalista Serhiy Bukovski. Es la épica de los cosacos y la tenacidad de Solomiya Krushelnytska, la soprano que salvó de la hoguera Madame Butterfly. La gente habla del ruso Tolstói, ¿y qué pasa con Iván Franko? En las escuelas de cine se estudia a Eisenstein, ¿por qué no la obra de Oleksander Dovzhenko?
El momento de firmar se aproxima. Con sus casi dos metros de estatura y sus cejas puntiagudas, el presidente Yanukovych lleva meses agitando la promesa europea frente a los ucranianos. La ansiedad crece dentro y fuera del país: la diáspora quiere ver el acuerdo firmado. Pero Yanukovych, de repente, aminora. Empieza a esquivar las preguntas y a dar largas sin motivo aparente. Los funcionarios europeos que viajan a Kyiv se topan con un muro de indiferencia, y se impacientan. No entienden por qué, después de tantas negociaciones y viajes y palabras, el líder ucraniano ha perdido el interés. Poco a poco emergen otros detalles. Resulta que Yanukovych se reunió en secreto con el presidente ruso, Vladímir Putin, el 9 de noviembre. Resulta que Rusia está aflojando la presión económica sobre Ucrania. No solo eso, también ofrece a Kyiv un préstamo de 15 000 millones de dólares en bonos y una rebaja del 25% en el precio del gas.
El optimismo se apaga en la universidad neoyorquina. Las ilusiones del profesor K, tan dicharachero hace dos semanas, se desinflan. Su mirada se embota y su discurso pierde agilidad. Es como si le hubieran dado un somnífero. Sus colegas y alumnos siguen consultando el oráculo: piden a K un diagnóstico tranquilizador. Quieren oír de sus labios que Yanukovych solo está jugando, que tal o cual vía de negociación oculta, nueva, de última hora, hará posible el acuerdo y situará a Ucrania donde debe de estar, en la gran familia europea. Pero K no puede, no quiere mentir, y un día reconoce:
«Es muy difícil que ocurra».
5
La invasión mongola fue el golpe definitivo a la Rus de Kyiv. El reino eslavo oriental, debilitado por generaciones de luchas intestinas, se quebró como quien pisa una placa de hielo. Varias grietas dividieron su territorio en tres bloques: tres partes que, desde entonces, pese a los roces, reuniones y solapamientos, pese a la historia en común y a los idiomas entroncados, se diferenciarían hasta formar las actuales Rusia, Bielorrusia y Ucrania.
Después de imponer su dominio en las ciudades, los mongoles se retiraron a mandar desde el Volga, dejando en Kyiv un gobierno ligero con dos pilares: el tributo y el orden. Si el tributo era concedido y había orden, la iglesia y los príncipes eslavos podrían seguir haciendo y deshaciendo a su antojo. La capital entró en decadencia y el poder se trasladó a las provincias: a Galicia-Volhinia en el oeste, y a Novgorod y Vladímir-Suzdal en el norte.
Si del este habían llegado los mongoles, en la frontera occidental surgieron otras dos potencias. Desde 1344, el Gran Ducado de Lituania y Polonia se extendieron sobre la mayor parte de Rus. Los lituanos se quedaron con lo que hoy sería Bielorrusia; los polacos, con la mayor parte de Ucrania.
A diferencia del nómada mongol, el noble polaco, el pan, no se limitó a recaudar impuestos. El pan dividió Rus en plantaciones e implantó en el campesinado un régimen de servidumbre. El pan se hizo con el mando político y militar, y dejó a las élites locales dos opciones: o hincar la rodilla ante el rey de Polonia, o perder su estatus. Muchos nobles de Rus, atraídos por el naciente fulgor polaco, aceptaron. Cambiaron sus apellidos, abrazaron la fe católica, se polonizaron, y permitieron que el pan llamara a su tierra “pequeña Polonia oriental”. Las torres góticas rivalizaban con las cúpulas bizantinas, y la cultura de Rus, perseguida, se replegó hacia el interior de las ciudades, o huyó hacia los territorios del norte.
En esta región fría, las ciudades norteñas de Rus, como Rostov, Novgorod, Yaroslavl o Vladímir-Suzdal, habían quedado separadas por un bosque denso, un invierno riguroso y un círculo de fortalezas tártaras.
Las condiciones del norte eran extremas. Sus habitantes moraban en cabañas de madera amenazadas por la chinche y el oso. El aislamiento, la pobreza del suelo y las heladas, que anulaban los ríos y quebrantaban las rocas, fomentaron una cultura hospitalaria, recia y vertical. Las imágenes de los santos conservaban en los hogares la herencia bizantina, su belleza intocable. Pintados sobre madera de pino y rodeados de velas, los iconos eran la autoridad suprema; protegían y encarnaban la alternativa divina al fracaso terrenal. La Iglesia del norte, abrigada en pequeños monasterios, cultivó la semilla del mesianismo e imaginó para su gente un futuro mejor.
En esta región, el dominio asiático se mantuvo.
Los tártaros, escasos de tropas, respetaban la religión y las costumbres locales: desarrollaron el sistema postal, el comercio, y legaron algunas de sus tradiciones a los conquistados, como la organización militar o el sistema impositivo. La subversión, sin embargo, era tratada con el martirio más laborioso. Los aristócratas rebeldes eran atados en una pila, por ejemplo, y encima se colocaba una larga mesa. Luego los tártaros se sentaban a comer y a beber hasta el último asfixiado. A veces les cosían los orificios corporales, o les retiraban la piel con un cuchillo especial. Una veta negra de terror, el “yugo tártaro”, se quedó grabada en el acervo de estos enclaves.
El ocupante delegaba algunas tareas y encargó la colecta del tributo a una pequeña localidad pantanosa llamada Moscú. El duque moscovita recaudaba el bukak de las otras ciudades y luego se lo entregaba al Jan. A cambio, la ciudad recibió un trato de favor: pudo desarrollarse en paz y se erigió como asilo para los nobles y comerciantes que venían de las otras partes de Rus. La antigua Iglesia de Kyiv, huyendo del dominio polaco, acabó mudándose a Moscú, reforzando así su prominencia.
Varias tradiciones confluyeron en esta nueva capital, como los arroyos tributarios de un río. El ambiente animista de Rus, la vocación mesiánica de Bizancio y el modelo vertical de los tártaros formarían una cultura nueva y distintiva. Una mezcla particular del este y el oeste.
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