–Bueno, la otra noche dijiste que no había rastro de un hombre en mi piso así que quiero que me ayudes a hacer que parezca que vive uno en mi piso. Tal vez poniendo una sudadera en el sofá o cosas para el afeitado en el cuarto de baño…
–¿En el cuarto de baño? ¿Crees que te tienes que preocupar de tanto detalle?
–Claro. Estoy segura de que Cynthia es el tipo de mujer que mira en el armario del cuarto de baño cada vez que va de visita. Y si tuviera tiempo, estoy segura de que también miraría en el dormitorio.
–¿Y qué esperaría encontrar allí?
–Supongo que un par de pijamas –dijo Maddy, sonrojándose–. No tendrás un par de sobra, ¿verdad?
–¿Para que los metas debajo de la almohada y dejes asomar un poco de tela?
–Algo por el estilo.
–Lo siento. No uso. En eso sí que no te puedo ayudar.
–Oh… –comentó Maddy, sin poder evitar imaginarse a Rick desnudo entre las sábanas.
–Ya te voy entendiendo. ¿Te apetece un poco de café? ¿Una cerveza?
–Café, por favor.
–Me temo que solo tengo café soluble.
–No importa –respondió ella, mientras él lo preparaba todo rápidamente.
–Siéntate. Ya veremos si te puedo ayudar con algunos consejos útiles –dijo él, acompañándola al salón.
Allí solo había una silla de director, algo raída, por lo que Rick se sentó en la alfombra.
–Yo también me sentaré en la alfombra –dijo Maddy–. Si no, estaré demasiado alta.
Entonces, Maddy recordó que llevaba una falda muy corta, por lo que hizo todas las maniobras posibles para sentarse con las rodillas juntas mientras se tiraba de la falda con una mano.
–Entonces –añadió ella, cuando por fin lo consiguió–. ¿Se te ocurre alguna idea brillante?
–¿Qué te parecen unos palos de golf?
–¿Palos de golf? ¿Quieres que los ponga en algún rincón, bien visibles?
–Me parece que eso impresionaría bastante a Byron.
–Probablemente, si de verdad son de buena calidad pero no sé dónde podría conseguirlos.
–Tal vez yo te pueda ayudar en eso.
–¿Juegas al golf?
–No, nunca he tenido tiempo para aprender la técnica necesaria. En lo que a mí se refiere, el golf es como darse un paseo con interrupciones. Sin embargo, tengo un par de amigos que se vuelven locos por el golf. Estoy seguro de que nos podrán ayudar.
–Eso sería estupendo. Gracias. ¿Se te ocurre alguna otra cosa?
–Bueno, hay algo evidente.
–¿El qué?
–La tapa del retrete tiene que estar levantada.
–¡Claro! Eso se me debería haber ocurrido a mí después de vivir con dos hermanos durante diecisiete años.
–Creo que también deberías poner revistas de hombres por el salón. Eso, si puedes desordenar durante unas horas ese remanso de limpieza que es tu piso.
–Sí, es una buena idea. ¿Qué clase de revistas crees que son las más adecuadas?
–Cualquier cosa, desde la caza o la pesca, motocicletas de colección… Me imagino que depende de este novio tuyo… Por cierto, Maddy, ¿cuál es tu ideal de hombre perfecto?
–No sé –respondió ella, algo reacia a discutir ese tipo de cosas con él–. Tendrá que ser perfecto, claro. El tipo de hombre que haría que una mujer perdiera la cabeza.
–Adelante, descríbelo.
–Bueno… tendrá que ser atlético, deportista… –empezó, algo tímida. Él sonreía, por lo que Maddy decidió ponerle en su sitio–. Y que vista bien –añadió, al ver que él llevaba el mismo chándal que cuando le había llevado los lirios, mirándolo con deliberación–. Que gane un sueldo decente, que no tenga miedo de ponerse a cocinar… Y que sea divertido, considerado y romántico.
–Eso no es ningún problema. A mí me parece que estás describiendo al típico hombre australiano pero, para que yo me aclare, ¿puedes concretar un poco más en eso de «romántico»?
A Maddy le pareció que aquella charla se estaba haciendo más íntima de lo necesaria y no quería responder a aquella pregunta. Cuando Byron le había sorprendido con entradas para el ballet, se había alegrado para luego descubrir que eran las que su madre no había querido. Y las flores no significaban nada especial para ella. Sin embargo, en aquel momento, se estaba sintiendo muy romántica tomando café sentada en el suelo.
–Supongo que depende del hombre, pero podría ser cualquier cosa. Tal vez escribir un poema o canciones de amor, o una cena a la luz de las velas en un recóndito balcón… Supongo que depende de su imaginación, o en este caso, de la mía.
–La imaginación puede ser muy peligrosa, Maddy –comentó él, cono si estuviera leyéndole el pensamiento. Maddy no pudo evitar sonrojarse–. Bueno, veamos si lo he comprendido bien. Poemas de amor y cenas a la luz de las velas… en, ¿cómo dijiste? ¿Balcones muy recónditos?
–No tiene por qué haber poesía.
–¿Y qué más tenías en la lista? ¿Canciones? No hay muchos hombres que suenen románticos cuando intentan cantar. Entiendo que los balcones tengan que ser recónditos y sé que los hombres poetas siempre han tenido mucho éxito pero me sorprende que no hayas mencionado los músculos, la fuerza y los ojos soñadores. ¿Es que esas cosas no te gustan, Maddy?
–Yo no diría eso –tartamudeó Maddy–. Pero los hombres guapos no son siempre románticos. Los hombres románticos son considerados.
–Así que este Byron, ¿era así de romántico para ti? ¿Te escribía poesías y te invitaba a cenar en rincones reservados?
Maddy bebió un sorbo de café, que estaba frío y sabía fatal, pero que al menos le ayudó a ocultar su confusión. No podía recordar ningún gesto romántico de Byron. Últimamente habían ido a cenar con frecuencia, pero siempre con la pandilla. Y pasaba noches en el apartamento de Maddy…
–No creo que las técnicas románticas de Byron sean asunto tuyo –le espetó ella–. Tenemos que atenernos a lo práctico. ¿Te importaría si tomara prestado tus cosas de afeitar durante una hora más o menos el próximo miércoles? –preguntó ella, con voz temblorosa–. También me vendría bien un desodorante de hombre.
–Supongo que no habrá ningún problema si es por poco tiempo.
–Gracias Rick. ¿No tendrás una camiseta de fútbol?
–Lo siento, no, pero tengo una de mi club de regatas si te sirve de algo.
–¿De regatas? Sí, por favor. Estoy segura de que eso le impresionará mucho a Cynthia.
–¿Quieres también una foto? Gracias a Sam, tengo unas cuantas a mano. Te podría poner una dedicatoria. A mi querida Maddy. Por ejemplo.
–No, no estoy segura de eso –respondió ella, sintiéndose más afectada de lo que quería reconocer por aquellas palabras.
–Pues yo creo que le daría autenticidad al asunto –insistió él.
–Sí, supongo que sí.
–A mí me da igual. No me importa lo que hagas con ella después. Si quieres,