Entonces ella se dio cuenta de que estaba pálido y arrugas de ansiedad enmarcaban su boca.
Tenían una rutina para aquello, pero hacía tiempo que no habían tenido que usarla.
—¡Era tan real! Yo estaba allí.
Stewart encendió la luz. Un resplandor suave se extendió por el dormitorio, iluminando los rincones oscuros y apartando las últimas volutas de la pesadilla.
—Estás a salvo. Mira a tu alrededor.
Con la imaginación atrapada todavía bajo el peso de la nieve, Suzanne miró.
No había nieve. No había alud. Estaba en su cálido y cómodo dormitorio de Glensay Lodge, donde bailaban restos de un fuego en la chimenea y la oscuridad de la noche interminable de invierno se asomaba por un hueco en las cortinas. Ella había hecho personalmente aquellas cortinas, con una lujosa tela de cuadros escoceses que había comprado en su primera visita a Escocia. La madre de Stewart le había dicho que era el tartán de su clan, pero lo que le importaba a Suzanne era que las cortinas dejaran fuera el frío en las noches de invierno e hicieran acogedora la estancia. También había hecho ella la colcha de retazos colocada a los pies de la cama.
En la mesa cerca de la ventana había una botella de whisky puro de malta de la destilería de la zona, y al lado, el vaso vacío de Stewart.
Allí estaba el sillón favorito de ella, con los cojines suaves y ahuecados. Su libro, una novela que no le había llamado la atención, yacía abierto al lado de la labor de tejer. El día anterior había llegado un envío nuevo de lana y los colores la habían entusiasmado. Morados y azules intensos descansaban al lado de tonos más suaves de brezo y crema, listos para animar la paleta de blanco y gris que dominaba más allá de las ventanas. La lana le recordaba al brezo silvestre escocés que crecía en el valle a principios y finales del verano. La animaba pensar en eso. Cuando se calmaba el frío, le gustaba caminar por la mañana temprano y ver el brezo con el sol quemando a través de la bruma.
Y allí estaba Stewart, con sus ojos amables y su paciencia infinita. Stewart, que llevaba más de tres décadas a su lado.
Ella estaba en las Highlands escocesas, a decenas de miles de kilómetros del monte Rainier. Y, sin embargo, el sueño la envolvía todavía como una niebla helada, infectando sus pensamientos.
—Hacía más de un año que no soñaba eso —murmuró. Tenía la frente húmeda de sudor y el camisón pegado al cuerpo. Tomó el vaso de agua que le ofreció Stewart.
Tenía la garganta seca y el agua la calmó y la refrescó, pero la mano le temblaba tanto, que derramó una parte en el edredón.
—¿Cómo se pueden seguir teniendo pesadillas después de veinticinco años? —preguntó. Ella quería olvidar, pero su cuerpo no se lo permitía.
Stewart tomó el vaso, lo dejó en la mesilla y la abrazó.
—Falta poco para Navidad, y esta siempre es una época estresante del año.
Ella apoyó la cabeza en el hombro de él, reconfortada por su calor humano. Carne y hueso en lugar de nieve y hielo.
Carne viva.
—Me encanta esta época del año porque las chicas vienen a casa —Suzanne abrazó la cintura de él, ansiosa por dejar de temblar—. El año pasado no tuve ni una sola vez la pesadilla.
—Probablemente la haya desencadenado la llamada de Hannah.
—Ha sido una llamada buena. Va a venir a casa por Navidad. Es la mejor de las noticias. No algo que pueda desencadenar una pesadilla —pero sí suficiente para despertar recuerdos y pensamientos.
Suzanne sospechaba que la pobre Hannah tendría también sus propios pensamientos y recuerdos.
Stewart tenía razón. Esa época del año nunca era fácil.
—Va a hacer dos años que Hannah, Beth y Posy no están aquí juntas —comentó Stewart.
—Y estoy muy contenta —repuso ella, con franqueza—. Será todavía más especial porque Hannah no pudo venir el año pasado.
—Lo cual incrementa tus expectativas —Stewart parecía cansado—. No la presiones. Es duro para ella y tú acabas sufriendo.
—No sufriré —contestó Suzanne. Ambos sabían que mentía. Sufría siempre que Hannah se distanciaba de la familia—. Solo quiero que sea feliz, nada más.
—La única persona que puede hacer feliz a Hannah es ella misma.
—Eso no impide que quiera ayudar. Soy su madre —miró a su marido a los ojos—. Soy su madre —repitió.
—Lo sé. Y, si quieres saber mi opinión, tiene mucha suerte de que lo seas.
¿Suerte? Las chicas habían tenido muy poca suerte en sus primeros años de vida. Al principio, a Suzanne le asustaba mucho que los sucesos de su infancia le destrozaran la vida a Hannah, pero después había comprendido que tenía la responsabilidad de no permitir que ocurriera eso.
Había hecho todo lo que había podido para compensar aquello e influenciar el futuro. Solo quería el bien para sus hijas y su carga era tremenda. El peso de esa carga la hundía y en ocasiones casi la aplastaba. Y ella había obligado a Stewart a acarrear también esa carga.
«La culpa del superviviente», pensó.
—Me preocupa no haber hecho lo suficiente. O no haberlo hecho bien.
—Estoy seguro de que todos los padres piensan eso de vez en cuando.
Suzanne sacó las piernas de la cama, aliviada de poder levantarse. Caminar. Respirar. Ver levantarse el sol. Giró los hombros y descubrió que le dolían. Había cumplido cincuenta y ocho años el verano anterior y en ese momento sentía todos y cada uno de esos años. ¿Era un dolor real o un recuerdo?
—La pesadilla ha sido horrible. Estaba de vuelta allí.
Asfixiándose en una tumba de nieve sin aire.
Stewart se levantó a su vez.
—Se pasará —extendió el brazo para tomar su bata—. No te voy a preguntar si quieres hablar de ello, porque nunca quieres.
Y esa vez no era diferente.
Suzanne no podía parar las pesadillas, pero podía impedir que la envolviera la oscuridad cuando estaba despierta. Era su modo de recuperar el control.
—Deberías seguir durmiendo —dijo.
—Ambos sabemos que es imposible volver a dormir después de unas de tus pesadillas —contestó él—. Y, de todos modos, tenemos que estar en pie dentro de una hora —tenía el cabello de punta y ojeras de cansancio—. Esta mañana llega un grupo de veinte al Adventure Centre. Habrá bastante ajetreo. Me vendrá bien empezar temprano.
—¿Tienen experiencia?
—No. Es un grupo escolar en una semana de aventura al aire libre.
A Suzanne la invadió la ansiedad. Su instinto la impulsaba a pedirle que no fuera, pero eso habría sido ceder al miedo. También habría significado pedirle a Stewart que dejara de hacer algo que amaba, y ella no haría eso.
—Ten cuidado.
—Siempre lo tengo —Stewart la besó y se dirigió a la puerta—. ¿Café?
—Por favor —la idea de seguir en la cama no seducía nada a Suzanne—. Me ducho y empiezo a planear.
—¿A planear qué?
—Eso solo lo preguntaría un hombre. ¿Tú crees que la Navidad se prepara sola? —ella se ató el cinturón de la bata. Sabía por experiencia que la actividad era el mejor modo de expulsar las sombras de su cabeza—. Faltan solo unas semanas. Quiero hacer todos los preparativos por adelantado para luego pasar el máximo tiempo posible