Ahora estaba allí. Y, estúpidamente, le había lanzado la existencia de Dante al rostro. Ahora él acababa de preguntar directamente.
Era otra oportunidad de descubrir quién era ella y volvía a enfrentarse al hecho de que no era quién creía ser, ya que, por encima de todo, quería mentirle, decirle lo que fuera necesario para que se marchara, la olvidara y no se acercara a Dante bajo ningún concepto.
Cerró los ojos con fuerza y tragó saliva. Tenía la boca seca.
Y se dio la vuelta. Había hecho cosas más duras que aquella, como estar sentada en una cama del hospital, sin nada que la cubriera, mirando a la madre superiora y explicándole qué hacía allí. O como, cuando había empezado a notársele, verse obligada a dejar la abadía, el único hogar que conocía, y buscar una casa para vivir con su vientre cada vez más abultado y su eterna vergüenza.
Y ninguna de esas cosas había sido tan difícil como dar a luz.
Así que miró a Pascal, el hombre al que había amado y odiado; perdido, en cualquier caso.
No se engañaba creyendo que lo que iba a decirle cambiaría las cosas.
En realidad, pensaba que las empeoraría.
–Es tu hijo –su voz resonó en la iglesia–. Se llama Dante. No sabe que existes. Y no, antes de que me lo preguntes, no tengo intención de contárselo.
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