—Hay una fragata rápida en Calcuta —el primer interlocutor asintió—. Zarpará pasado mañana hacia Southampton.
—¡Excelente! —el segundo hombre se levantó—. Reserva pasajes para nosotros y nuestros empleados. ¿Quién sabe? Puede que lleguemos a Southampton a tiempo para recibir al pertinaz coronel.
—Así es —el primer interlocutor sonrió brevemente—. Me encantará estar presente cuando reciba su justa recompensa.
Capítulo 1
11 de diciembre de 1822
Aguas de Southampton, Inglaterra
Del estaba en la cubierta del Princess Louise, el barco mercantil de mil doscientas toneladas en el que su pequeña servidumbre y él había abandonado Bombay, mientras los muelles de Southampton se acercaban lentamente.
El viento azotaba sus cabellos y unos gélidos dedos se deslizaban bajo el cuello del abrigo. Por todo el horizonte el cielo aparecía de un color gris acerado, pero por lo menos no llovía. Dio gracias por las pequeñas bendiciones. Después del calor de la India, y las cálidas temperaturas vividas durante los días que habían bordeado África, el cambio de temperatura experimentado desde hacía una semana tras dirigirse al norte había supuesto un incómodo recordatorio de la realidad del invierno inglés.
Hábilmente inclinado, el barco avanzaba sobre la corriente, alineándose con el muelle, la distancia disminuyendo por momentos, los gritos de las gaviotas un estridente contrapunto a los bramidos del contramaestre, que dirigía a la tripulación en la arriesgada tarea de detener el pesado barco junto al muelle de madera.
Del echó una ojeada al grupo de personas que aguardaban sobre el muelle para recibir a los viajeros. No se hacía ilusiones. En el momento en que bajara por la pasarela, se reanudaría el juego de la Cobra Negra. Se sentía inquieto, impaciente por entrar en acción, la misma sensación que estaba acostumbrado a sentir en el campo de batalla cuando, montado sobre su inquieto caballo, las riendas bien sujetas, esperaba junto a sus hombres la orden para cargar. Esa misma anticipación lo recorría en esos momentos, aunque con las espuelas bien afiladas.
Al contrario de lo que había esperado, el viaje se había desarrollado sin ningún contratiempo. Habían zarpado de Bombay para darse de bruces con una tormenta que les había obligado a bordear la costa africana con uno de los tres mástiles rotos. Se habían visto obligados a detenerse en Ciudad del Cabo y las reparaciones habían durado tres semanas. Estando allí, su ayudante personal, Cobby, había averiguado que Roderick Ferrar había pasado por allí hacía una semana, a bordo del Elizabeth, una fragata rápida, y que también se dirigía a Southampton.
Del había tomado buena nota y, gracias a ello, no había sucumbido a los cuchillos de los dos asesinos de la secta que se habían quedado en Ciudad del Cabo y que habían embarcado en el Princess Louise, acechándolo en sendas noches sin luna mientras navegaban por la costa oeste de África.
Por suerte, los adeptos a la secta sufrían una supersticiosa aversión hacia las armas de fuego. Ambos asesinos habían terminado sirviendo como comida para los peces, pero Del sospechaba que eran meros exploradores, enviados para ver qué podían hacer, si podían hacer algo.
La Cobra Negra en persona estaba delante de él, agazapado entre él y su destino.
Dondequiera que estuviera ese destino.
Agarrándose a la barandilla de la cubierta de mando, que, como oficial de alto rango de la compañía, aunque ya hubiera dimitido, le habían permitido utilizar, miró hacia abajo, hacia la cubierta principal, a sus empleados: Mustaf, su factótum principal, alto y delgado, Amaya, la esposa de Mustaf, bajita y regordeta, que ejercía como ama de llaves de Del, y Alia, su sobrina y chica para todo, estaban sentados sobre el equipaje, preparados para desembarcar en cuanto Cobby diese la señal.
El propio Cobby, el único inglés de origen entre sus empleados, fibroso y de baja estatura, rápido y astuto, y engreído como solo podía serlo alguien nacido en el este de Londres, permanecía junto a la barandilla principal, donde iba a ser enganchada la pasarela, charlando amistosamente con algunos marineros. Cobby sería el primero de los pasajeros en desembarcar. Echaría un vistazo a la zona y, si estaba todo bien, le haría una señal a Mustaf para que bajara a las mujeres.
Del cerraría la comitiva y, una vez reunidos en el muelle, les conduciría por la calle High hasta la posada Dolphin Inn.
Por suerte, Wolverstone había elegido la posada que Del utilizaba normalmente cuando pasaba por Southampton. Sin embargo, hacía años que no había ido allí. La última vez había sido cuando zarpó rumbo a la India a finales de 1815, hacía unos siete años.
Aunque le parecían más.
Estaba bastante seguro de que había envejecido más que siete años, y los últimos nueve meses, dedicados a buscar a la Cobra Negra, habían sido los más agotadores. Casi se sentía un viejo.
Y cada vez que pensaba en James MacFarlane se sentía desesperado.
La gente empezó a apresurarse y el contramaestre cambió las órdenes. Del sintió el impacto del acolchado del lateral del barco con el muelle y arrinconó todos sus pensamientos del pasado para concentrarse en el futuro inmediato.
Los marineros saltaron al muelle con gruesas cuerdas para asegurar el barco al cabestrante. Un pesado traqueteo, y un sonido de chapoteo, indicaron que el ancla había sido bajada. A continuación la pasarela fue desplegada con un chirriante ruido y entonces Del se dirigió hacia la escalerilla y de ahí a la cubierta principal.
A la que llegó a tiempo para ver a Cobby bajar por la pasarela.
En ese momento, el reconocimiento de la zona no era una simple cuestión de fijarse en todos aquellos que tuvieran la piel bronceada. Southampton era uno de los puertos más bulliciosos del mundo, y había infinitos indios y demás hombres de razas de piel oscura entre las tripulaciones. Pero Cobby sabía qué debía buscar, el escamoteo, la atención fija en él mientras intentaba pasar desapercibido. Si había algún adepto a la secta preparado para actuar, Del confiaba en que Cobby lo descubriera.
Sin embargo, era más probable que se limitaran a observar y a esperar, pues preferían atacar en lugares menos concurridos, donde tuvieran más facilidad para escapar tras el suceso.
Del se acercó a Mustaf, Amaya y Alia. Mustaf asintió y siguió con su examen visual de la multitud. Había sido soldado de caballería, hasta que una lesión de rodilla le había obligado a retirarse. Pero la rodilla no le molestaba en su vida diaria, y seguía siendo bueno en una pelea.
Alia inclinó la cabeza y continuó echando tímidas miradas a los jóvenes marineros que corrían de un lado a otro por la cubierta.
Amaya miró a Del con sus brillantes ojos marrones.
—Aquí hace mucho frío, coronel sahib. Más frío del que hace en invierno en la casa de mis primos en Simla. Me alegro mucho de haber comprado estos echarpes de cachemira. Son lo mejor.
Del sonrió. Tanto Amaya como Alia estaban bien abrigadas bajo los gruesos echarpes de lana.
—Cuando lleguemos a una gran ciudad, os compraré abrigos ingleses. Y también guantes. Servirán para protegeros del viento.
—Ah, sí, el viento, corta como un cuchillo. Ahora entiendo la expresión —Amaya asintió mientras sus regordetas manos entrelazadas sobre el regazo asomaban bajo el echarpe. En las muñecas lucía unas finas pulseras de oro.
A pesar de su dulce rostro y aspecto de matrona, Amaya era aguda y buena observadora. En cuanto a Alia, obedecía al instante cualquier orden de su tío, su tía, Del o Cobby. Cuando hacía falta, el pequeño grupo funcionaba como una